Apasionante recorrido por la obra poética del autor español, dramático y lírico, más reconocido, cuyos versos rebosan la búsqueda de felicidad
El 25 de noviembre de 1562, nace en Madrid Lope Félix de Vega Carpio, el hijo predilecto de nuestra literatura áurea, que tan bien merecido tuvo el nombre de Fénix de los ingenios. De él nos dice Juan Pérez de Montalbán que a los cinco años ya leía en castellano y latín, y el mismo poeta afirma en su Égloga a Claudio que a los diez años ya había traducido al poeta latino Claudiano. Pero estos datos no deben sorprendernos demasiado; lo extraño sería no pensar en un genio al hablar de un hombre que afirma haber escrito más de 1800 obras de teatro (de las que conservamos unas 500), sin contar con su producción en prosa y, la que ahora nos ocupa, en verso.
Nos hiciste para Ti
Lope fue un trabajador nato, por necesidad, pero también por un amor pasional a la literatura. Sólo Dios sabe cuántas horas debió pasar, pluma en ristre, cansando la vista para dar a luz sus incontables comedias.
Pero, ¿qué hubo detrás de tan productivo autor? ¿Qué escondía ese corazón que tanto hizo arder a miles de corazones? ¿Qué movió a su incansable ingenio? Será su obra lírica la que deje entornada la puerta a este misterio y será el lector atento y sencillo quien la empuje, siempre que quiera entrar y sorprenderse.
El genio creador de Lope de Vega, que echa a andar a una muy temprana edad, como él mismo confiesa hablando de sus comedias, «las escribí, de once y doce años», refleja un alma que mueve sus primeros pasos encaminados hacía la búsqueda de la felicidad.
Yo soy lo que Vos sabéis
A un gran genio le corresponde una gran alma, que tal es porque sabe que sólo puede saciarse de Infinito. A los quince años, Lope siente la llamada de Dios en su vida; una llamada a la que, sin embargo, constantemente se resiste, quizás por sentirse indigno de ella: «¿Para qué puedo importaros, / si soy lo que vos sabéis?»; o quizás porque su ardiente corazón necesitaba una relación tangible y concreta, y los teólogos de su época habían subido a Dios a demasiada altura.
Lo cierto es que en 1578, después de la muerte de su padre, Lope abandona los estudios en Alcalá, que le llevarían a ordenarse clérigo, los cuales había iniciado apenas un año antes. La razón, él mismo nos la da: «Cégome una mujer, aficionéme; / perdónesele Dios, ya soy casado».
Corazón inquieto
Dos matrimonios, cinco amantes, diez hijos de distintas relaciones y una vocación sacerdotal. Pero la vida del Fénix no queda explicada, como pretenden algunos, con la historia del pecador arrepentido que, tras una lisonjera vida, busca la paz y el perdón tras los muros del convento. Aciertan más quienes llaman a Lope el «santo pecador». Santo porque no renunció nunca al ideal de felicidad que se había apoderado de su alma y buscó el Amor a través de los amores. Pecador porque, sabiendo quién era, lo renegó mil veces.
En 1583, con veintiún años, inicia sus relaciones con Elena Osorio (Filis), hija de un director de comedias y casada con un cómico que se encontraba lejos de Madrid. Como su dicha, su desdicha es también proclamada a los cuatro vientos, acompañada de la amargura que dejan los celos y los abandonos: «Alá permita, enemiga / que te aborrezca y le adores / y que por celos suspires / y por ausencia le llores». Versos como estos, contra Elena y su familia, nacen a borbotones de la pluma del poeta, lo que provoca su encarcelamiento y después su destierro.
Pasiones y fracasos
En 1588, antes de salir para el destierro, rapta (con el permiso de la interesada) a Isabel de Urbina (Belisa) con la que se casa por poderes en el mes de mayo. Pero la calma que parece ofrecer este primer matrimonio se ve truncada con la muerte de Isabel en 1594 y la de su hija, en 1595.
En 1596 se le acusa de amancebamiento con Antonia Trillo y es procesado. Conoce a Juana de Guardo, con la que se casa en el 98. Tampoco Juana consigue ser el centro del corazón del poeta que, desde 1599 mantiene relaciones con Micaela Luján (Camila Lucinda), llegando a mantener a la vez los dos hogares. Micaela despierta en el poeta la pasión que nunca conoció con su segunda esposa y muchos de sus más hermosos versos amorosos: «Cuando Amor me enseñó la vez primera / de Lucinda en su Sol los ojos bellos / y me abrasó como si rayo fueran»; «Ya no quiero más bien que sólo amaros / ni más vida, Lucinda, que ofreceros / la que me dais, cuando merezco veros, ni ver más luz que vuestros ojos claros».
Una angustia familiar
Paralela a la pasión, va naciendo en el corazón de Lope una familiar angustia. La angustia de la desproporción. ¿Dónde está la felicidad? Félix ama y cree hacerlo con toda su alma, pero no acaba de encontrar la verdadera paz del amor. De esta época es aquel famoso soneto que expresa, como ningún otro, la contradicción de un corazón que se entrega y no encuentra reposo, aquel que termina: «Creer que un cielo en un infierno cabe / dar la vida y el alma a un desengaño; / esto es amor, quien lo probó lo sabe».
Y el desengaño llega finalmente en 1608. Después de romper con Micaela Luján, Lope sabe que no puede seguir ignorándolo. Ha intentado dejar por el camino algo que parece haberse pegado a sus talones y le golpea el alma. La Presencia que ha empujado su vida desde el principio sigue ahí a su puerta «cubierto de rocío», donde pasa «las noches del invierno oscuras». El poeta es consciente de que una llamada no ha cesado de repetirse, como es amargamente consciente de su constante respuesta: «“Mañana le abriremos”, respondía / para lo mismo responder mañana». Pero él mismo sabe que ya no puede esconderse durante mucho tiempo más.
En 1613 muere su esposa, doña Juana - un año antes había perdido a otro de sus hijos - y en 1614, a la edad de 52 años, se ordena sacerdote.
Sincero
Si algo sorprende de la lírica de Lope de Vega es, sin duda, su profunda sinceridad. En una época en la que los poetas colorean nuestra literatura de los más nobles versos, nacidos del genio y el trabajo de orfebre, que elevaron el papel a oro, su pluma derrama humanidad en cada gota de tinta. Es sincero en sus declaraciones amorosas, es sincero en sus insultos, es sincero en el dolor, como en esos inolvidables versos a la muerte de su hijo Carlos: «Y vos, dichoso niño, que en siete años / [...] no disteis sola un hora / de disgusto, y agora / parece que le dais, si así se llama / lo que es pena y dolor de parte nuestra, / pues no es la culpa, aunque es la causa, vuestra». Y es así mismo sincero cuando se dirige al Señor, ya sea en sus palabras arrepentidas: «¡Ay, Dios!, ¿en qué pensé cuando dejando / tanta belleza y las mortales viendo, / perdí lo que pudiera estar gozando?», ya en su propósito de enmienda: «Mas si del tiempo que perdí me ofendo / tal prisa me daré que un hora amando / venza los años que pasé fingiendo».
Tú
Lope se dirige a Jesús como a una presencia que siempre ha estado ahí, con él. No se trata de una idea, de alguien lejano, sino de ese «pastor de silbos amorosos», el «manso cordero ofendido». Alguien a quien se puede llamar, con toda verdad, «Jesús, mío». Es sincero, pero aún tendrá que aprender.
Ella es Marta de Nevares (Amarilis), la última mujer en la vida del poeta. La mujer con la que convive, siendo ya sacerdote (el celibato en la época de Lope, aunque establecido, no era demasiado observado) y de la que aprenderá, a través del dolor, un modo nuevo de amar. La hermosa juventud de Amarilis se verá truncada por la ceguera y la locura, para desembocar en la muerte. Lope la acompaña hasta el final; primero como amante, después como compañero y finalmente, como padre. Llora su pérdida en cada verso: «Con lágrimas repite / mi voz tu dulce nombre»; «permíteme callar sólo un momento / que ya no tienen lágrimas mis ojos»; «y es la locura de mi amor tan fuerte / que pienso que lloró también la muerte».
Y después de mucho andar, rendido y deseoso («si no con manos, con deseos / subiera al Monte del divino Teos») se entrega al fin al gran Amor, del que reconoce no ser digno, al que siempre le ha esperado: «Bendigo vuestra piedad / pues me llamáis a que os quiera / como si de mí tuviera / vuestro amor necesidad».
Lope muere el 27 de agosto de 1635, tres años después de Marta. Dicen que a su entierro asistió todo Madrid.
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