Del norte al sur de Italia la situación parece la misma: una fragilidad generalizada entre quienes buscan trabajo, que no afecta sólo a los jóvenes en busca de su primer empleo. ¿Qué hacer para colmar el vacío? Cursos de especialización y formación o máster, en suma, atiborrarse de conceptos. Pero a veces sólo es la excusa para soslayar una decisión respecto a la propia existencia
Los diálogos se ven privados de contenido, hasta el punto de que escuchándolos le asaltan a uno las dudas: ¿Estoy de verdad en un centro de orientación o en el teatro? Dos chicas recién graduadas asisten a una entrevista en el “centro de solidaridad” del Giambellino, populoso barrio de Milán. «¿Dónde os gustaría trabajar?», les pregunta el funcionario para romper el hielo. «En una agencia de turismo», replica inexpresiva una de ellas. El experto piensa que lo tienen claro y espeta la siguiente pregunta: «¿Qué queréis hacer en la agencia?». De pronto, se corta el aire. «No lo sé», es la desconcertante respuesta. Él insiste: «Pero, ¿qué queréis hacer?». El futuro se encierra de nuevo en tres monosílabos: «No lo sé». «¿Has intentado - tantea él, dirigiéndose a una de las dos - ir a preguntar a una agencia?». «No», dice ella como si fuera lo más normal. La compañera se podría haber callado pero añade: «¿No están ustedes para eso?».
Inseguridades, fragilidad y sin sentido
Anécdotas de este tipo podrían llegar a inquietar al mismo Beckett y su teatro del absurdo. «Sin embargo - explica Stefano Gheno, responsable de la bolsa de trabajo de la Federación Nacional de Centros de Solidaridad y profesor de Psicología Social en la Universidad Católica - ésta es la realidad». Es el primer impacto que nos produce quien se enfrenta - según una expresión cargada de retórica - al mundo del trabajo. Hubo una época en que se acudía a las entrevistas llenos de esperanzas y de buenos propósitos. Hoy estos encuentros son un catálogo impresionante de inseguridades, fragilidad y sin sentido. Antaño la mochila estaba llena de deseos y quien la llevaba metía con entusiasmo en el saco el peso de los sacrificios. Hoy está atiborrada de conceptos y la forma de llevarla transmite un sentimiento de inseguridad.
«Aquí, en Crescenzago, periferia de Milán - explica Roberta Biscioni, con el ojo clínico de quien ha examinado al menos a 1500 personas -, se presentó una chica de 36 años con el graduado escolar. Yo inmediatamente traté de comprender por qué había esperado casi veinte años para buscar un empleo». María Cristina se escudó en su madre: «Mi madre quiere que encuentre trabajo cerca de casa». Naturalmente, María Cristina, que es una chica de inteligencia media, no había estado con los brazos cruzados durante este tiempo. No: había realizado cursos varios, comenzando por el más clásico, la informática. «Pero - según el análisis que hace Biscioni - los siguió con una lógica casi lúdica, de pasatiempo, un poco como sucede en los lugares de vacaciones con el bricolaje o el aeróbic». ¿Exageraciones?
Por culpa de la lluvia
Los ejemplos proliferan. Se va a la entrevista sin perspectiva ninguna, distraídamente, casi como si la ventanilla fuera la caseta de la autopista donde se recoge el ticket del peaje. Como Patricia, de veinticuatro años, que interrumpió los estudios de contabilidad a punto de terminarlos. Tiene una primera entrevista en Crescenzago y su solicitud se entrecruza con una oferta de empleo a tiempo parcial. Debería haber sido el primer paso, pero ella se instala satisfecha en ese escalón: «Si sale algo de ocho horas lo cojo, pero si no, está bien así». Y está tan bien así que Patricia elude dos o tres entrevistas en otras tantas empresas obtenidas desde la oficina de Crescenzago. «No puedo jurarlo - comenta Biscioni -, pero creo que una de las veces no acudió porque llovía y le daba pereza salir con la que estaba cayendo».
¿Es posible que la carrera, la posición, el sueldo y una vida entera puedan depender de la aguja del barómetro? ¿Y cómo se puede concebir que un chico de veinte años vaya a la entrevista acompañado de su padre, como el primer día de colegio? Stefano fue escoltado hasta Crescenzago por su padre, directivo de una empresa. Luego, mientras el padre leía el periódico, él liquidó el negocio de la siguiente manera: «Métanse en la cabeza que no quiero en absoluto un puesto de responsabilidad. Prefiero introducir datos». ¿Desconcertante?
Tesis y máster
Y está el caso de aquella pareja que llamó a la puerta de Gheno, en la universidad Católica. El hombre, con cierto dejo de malestar, comienza el discurso: «Mi hija debería hacer la tesis de licenciatura...». «Sí, los días para recibir a los alumnos están en una lista en el tablón de anuncios», es la respuesta. Y, entonces, la fulgurante revelación: «Mire, es que ella tiene mucho que hacer». «Sólo en ese momento - confiesa Gheno - comprendí que aquellos padres me estaban pidiendo que les diera una tesis para su hija que no tenía tiempo o ganas de terminar la facultad».
Esto sucede en Milán, pero en la otra punta del país la situación es la misma. «En Sicilia - prosigue Gheno - me he encontrado con jóvenes preparados y de buena familia, que estaban haciendo un máster muy selectivo de postgrado en márketing que duraba doce meses». ¿Todo bien? Sí, hasta que Gheno descubrió que dos o tres estudiantes “repetían” el máster por tercer año consecutivo. “¿Por qué no buscáis trabajo?”, les pregunté. “Aquí es difícil, pero en el norte...”. Un pequeño coro calla al grillo parlante: “¿Para qué hacerlo? ¿Por qué arriesgarse?”».
Así que, adelante con los máster y con la formación permanente. «Esto de la formación permanente es otro espejismo de nuestra época», explica a Huellas un consultor de selección de personal que quiere mantener el anonimato. «Existe la convicción de que el bagaje conceptual lo es todo, mientras que se está incómodo frente a las propuestas, las elecciones, las aventuras de la vida profesional. No se contempla a quien se tiene delante, sólo importa el equipaje, el remolque de conocimientos que arrastra».
Vía muerta
Los resultados son obviamente desastrosos y se pueden leer con el tiempo, pasados cinco, siete, diez años desde el primer impacto con el formulario y el salario. «¿Sabe lo que me dicen los candidatos que se sientan en mi despacho? - añade el interlocutor de Huellas - “Mi empresa no me ha dejado progresar”. O bien: “¿Tendré que seguir otros veinte años haciendo lo mismo que ahora?”. Y por último: “Yo valgo mucho, pero nadie me lo reconoce”. En definitiva, viajando con semejante fardo, a menudo el trabajador se queda en una vía muerta, no se da cuenta de los cambios que se plantean en su recorrido, no aprovecha las ocasiones que se le brindan». Y hay un añadido preocupante: «Antes, quien no hacía carrera lo compensaba de otra manera y tenía un fuerte sentido de pertenencia a la empresa, al grupo, a la sociedad. Hoy ese sentido de identidad no existe y la recriminación está a la orden del día, convirtiéndose en la actitud de fondo con la que se vive la dimensión del trabajo».
Renunciar desde el principio
Pero esto son las consecuencias; lo que más preocupa a los expertos es el comienzo. Es la fragilidad de las personas que con veinte años, aun siendo altas y fornidas, parecen hechas de cristal y amenazan con romperse en mil pedazos a la primera dificultad. Como Maximiliano, un milanés de veinte años, con un currículo relativamente normal: una diplomatura y después un curso de perfeccionamiento. Aquí sucede lo imprevisto: las materias del curso son: márketing y publicidad. Él, en principio, se inclinaba por la primera, pero descubre que está hecho para la segunda. Tiene talento y, al cabo de un periodo de prácticas, una empresa le pide que se quede porque tiene buena mano, pero sin contrato. ¿Qué hacer? Los padres no están por un descarrilamiento, la familia ya ha decidido de antemano el lugar apropiado para su retoño. En el horizonte se dibuja un conflicto generacional de los que hemos visto a miles. El desarrollo de esta “guerra” sigue, pero con un guión inédito: entre la voz del corazón y las expectativas de la familia, ¿qué hace Maximiliano? Se bloquea durante tres años, se atasca y no avanza ni en un sentido ni en el otro. Después, cuando la herida hubiera podido cicatrizar, él la desgarra definitivamente. Se lanza a la publicidad y se va de casa, aunque nadie quería llegar a ese extremo. «La incapacidad para elegir - concluye Gheno - es uno de los rasgos distintivos de las últimas generaciones. Cualquier encrucijada se transforma paradójicamente en un parón. Y es dificilísimo sacar a la luz los sentimientos, los deseos profundos que con frecuencia sus mismos dueños siguen desconociendo». Algo similar al análisis del asesor de personal que entrevistamos: «Muchos - sin querer generalizar a toda costa, porque hay también jóvenes decididos - parecen renunciar de salida al gran desafío: empeñarse en ese trabajo ideal que espera a cada uno de nosotros y que debe buscarse con tesón».
Familia amplia
Son fenómenos preocupantes que acompañan a la metamorfosis de la sociedad italiana, líneas de tendencia que también los sociólogos han comenzado a describir y descifrar. En la Universidad Católica de Milán, Eugenia Scabini y su Centro Studi e Ricerche sulla Famiglia han acuñado, a partir de los años ochenta, un nuevo léxico para explicar lo que antes no existía. Así, la “famiglia lunga” (literalmente, “familia larga”, ndt.) y el “giovane adulto” (“joven adulto”). «El joven adulto italiano - escribe Michele Farina en un ensayo publicado en Vita e Pensiero - es un sujeto tipo cuya identidad social consiste en aplazar el matrimonio permaneciendo en la familia de origen. Tal elección parece dirigirse a optimizar las propias posibilidades de acceso a la estructura ocupacional, gracias a un recorrido de instrucción formal cada vez más prolongado y especializado. O bien, para hacer frente a situaciones de desventaja, de desempleo o de auténtica pobreza».
La familia es un puerto plácido y seguro. Muchos, adentrándose por fin en el mar, cultivan la más inaceptable de las ilusiones: la de que se pueden eliminar las olas.
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