Los judíos se asentaron en 1948 después del Holocausto, los palestinos jamás han tenido un Estado. Dos pueblos para una misma tierra, sufriendo guerras desde hace cincuenta años. Hasta llegar a los dramáticos sucesos recientes, que han llevado la batalla de casa en casa, incluso a la de María y José
¿Qué puede decirse, que no sea banal, retórico e inútil - sobre todo inútil - ante un hombre que abraza los restos que hace unos segundos eran el cuerpo, los ojos y el rostro de su hijo, y que llora y grita: «No te mueras, te quiero»? O ante una niña alcanzada por una bomba, que sujeta desesperadamente la mano de su madre, se aferra a la muñeca preferida como si aferrara la vida que poco a poco se va, mientras sus ojos se empañan y su mirada vuela a otro sitio. Hace un momento reía feliz en la fiesta de Pascua mientras su madre bromeaba con los parientes y con una anciana que había sobrevivido a los campos de concentración y que quería pasar sus últimos años aquí, en la Tierra Prometida. Ella también ahora ha quedado reducida a un amasijo que grita entre las ruinas de un hotel de la costa, junto al mar.
¿Y qué decir de los pequeños que, escondidos en las casas, tiemblan y escuchan a los tanques pasar y lloran bajo las ruinas? Lloran bajito, porque su madre está allí, bajo una viga y no se mueve. Nadie llega a rescatarlos porque los soldados impiden el paso a las ambulancias. Primero hay que encontrar a los terroristas.
Ni con razón ni sin ella
Sobre la colina de Belén se consuma de nuevo el dolor de María y de un Niño. Nunca ha estado tan cercana la guerra en los lugares santos. Es justamente la gruta en la que nació Jesús. También en torno a la casa en la que vivió y en la que el ángel visitó a su madre. Sobre el Gólgota se miden los pasos de un enésimo Vía Crucis. «El sufrimiento es compartir la Pasión de Cristo», decía la Madre Teresa de Calcuta, y los que asisten al martirio de tantos desgraciados no se preguntan ya quién tiene razón y quién no, pues está tan olvidada la razón y son tan lejanas las razones que cualquiera podría resumirlas. De esta forma el mundo asiste al dolor, y quizá está ya saciado suficientemente de él, porque el horror se soporta en pequeñas dosis y después se convierte en hábito. Así el mundo se acostumbra al destino de esta tierra, la Tierra Santa, e incluso los musulmanes y los judíos aceptan gustosos la definición que de ella hacen los cristianos, en parte porque es santa verdaderamente para todos, en parte porque resuelve el dilema diplomático de definir lugares que para unos son parte de Israel y para otros de Palestina. Se habla siempre de “territorios”, pero si preguntas a un árabe, la definición exacta es “territorios ocupados”, mientras que si preguntas a un judío, habla de “territorios liberados”.
Vuelta a casa
Es la paradoja que ilustró Ben Gurión, y la fuente no es sospechosa, porque fue él quien fundó el Estado de Israel, unificando el sueño sionista de un país judío con la esperanza de la Aliah, la vuelta a casa, a la Tierra Prometida, y la desesperada necesidad de un lugar seguro para los supervivientes de los campos de exterminio.
«Israel - decía Ben Gurión - quiere ser un país judío, un país democrático y un país grande, seguro en sus fronteras. Pero puede elegir sólo entre dos de estos objetivos, porque en esta tierra vive otro pueblo. Podemos ser poderosos y democráticos, pero no podremos construir un estado únicamente judío, porque los palestinos tendrán que contar lo mismo que nosotros. Podemos ser judíos y democráticos, pero entonces tendremos que renunciar a una parte del territorio. Podemos ser una nación grande y judía, pero no democrática, porque tendremos que limitar los derechos de los palestinos que viven junto a nosotros».
Desde entonces el dilema de Israel es exactamente este, un dilema irresuelto que se une a lo que los mismo israelíes definen como el complejo de Yad Vashem.
Inmenso Yad Vashem
Yad Vashem es el museo del Holocausto, que todo judío debe visitar periódicamente y que recuerda el martirio estremecedor y turbador de seis millones de judíos. Esta tragedia inmensa pesa sobre la conciencia y la formación misma de la personalidad de quienes habitan en Israel. El recuerdo reiterativo de lo que sucedió, repetido en cientos de visitas escolares y peregrinaciones, se torna certeza de lo que podría suceder. De lo que podría suceder el día que Israel abandonase las armas y aceptase condiciones de paz arriesgadas para su seguridad. Lo que podría suceder no es tanto un debilitamiento de la fuerza y de la potencia militar y económica del Estado. Es mucho peor, es la destrucción misma de Israel y de todo el pueblo judío. Muchos piensan, quizá inconscientemente, que un nuevo holocausto está a las puertas y que se desatará el día que Israel deje de existir. La primera derrota podría ser también la última. Por eso es necesario armarse y utilizar las armas. Israel se ha convertido en un inmenso Yad Vashem con la aviación y con los medios de combate de tierra punteros, como escribe Thomas Friedman, el periodista que mejor conoce Oriente Medio, un judío que vivió durante años en Beirut y después en Jerusalén.
Kamikaze
Los palestinos, sin embargo, nunca tuvieron un Estado, y miles y miles han crecido en los campos de refugiados, sin tener siquiera una casa. Para ellos no es cuestión de salvar la vida, porque para muchos la vida no vale la pena ser vivida. Sus mismas vidas son instrumento de lucha. Y la lucha puede provocar la muerte. Con esta conciencia crecen los kamikazes, los terroristas suicidas preparados para explotar entre una multitud de civiles que hace la compra, come en un restaurante o se sube al autobús. Son jóvenes, como jóvenes son los israelíes, como jóvenes son sus países.
Israel tiene una edad media de 28 años y una expectativa de vida, si la guerra lo permite, de 79 años. Los palestinos tienen una edad media de 17 años y según las estadísticas pueden esperar vivir hasta los 72. Pero las estadísticas dicen además que las mujeres judías tienen una media de dos hijos, las palestinas seis, y se comprende cómo terminaría la historia con una pura proyección demográfica, si no fuese porque la población israelí ha crecido exponencialmente gracias a la inmigración y a las leyes del Regreso.
Cuestión de descendencia
La ley del Regreso es la Constitución, la Ley Fundamental del estado israelí, aprobada en 1950, dos años después de la fundación del país.
Es muy sencillo: cualquier judío tiene derecho de ciudadanía en Israel.
Cuando se planteó el problema de quién debía o podía llamarse judío, fueron los rabinos los que decidieron la cuestión. Es judío aquel que es hijo de madre judía. Cuestión de pueblo y de descendencia, no de lengua, cultura, y ni siquiera de religión.
En Jerusalén hay un molino que es el símbolo más amado y odiado. Más amado por los judíos y más odiado por los árabes. Girando al viento, recuerda el gesto del que llama a los judíos de todo el mundo a venir aquí. Venid. Así han llegado en estos cincuenta años y han poblado la tierra semidesierta adquirida por los latifundistas árabes, y después los territorios liberados de Cisjordania, ocupados después de la Guerra de los Seis Días. Han colonizado los altos del Golán y la franja de Gaza, y sobre todo Cisjordania. Peor para los palestinos, dicen los colonos, que no tuvieron nunca una tierra y que cuando podían tener los territorios que la ONU les había asignado en 1948, prefirieron ceder a la vana esperanza de los países árabes y atacar a Israel, convencidos de que llegarían a expulsar a los judíos y los lanzarían al mar. Pasó lo que ya sabemos, los judíos vencieron y los palestinos huyeron y se vieron obligados a instalarse en los campos de refugiados.
Combatientes potenciales
Observando las cifras, salta a la vista el salto de la población judía después de 1989. Desde Rusia llegaron 907.000 judíos, escapados de las ruinas del ex imperio soviético. Muchos se asentaron en la alta Galilea, otros se establecieron en los nuevos asentamientos, en los territorios que los gobernantes israelíes estaban cediendo a la administración palestina. “Territorios a cambio de paz”, era el eslogan, pero en una política aparentemente - sólo aparentemente - contradictoria, Israel animaba la llegada de nuevos colonos, que no tenían otro sitio a dónde ir más que a las zonas que serían entregadas en poco tiempo a los árabes.
Hay seis millones de judíos y 800.000 son soldados. Y hay tres millones de palestinos en los territorios, un millón en Israel y cuatro millones y medio esparcidos por los países árabes. Y muchos se consideran combatientes potenciales.
Odio injustificado
Dos pueblos y una sola tierra. Las diferencias saltan a la vista: quien visita Israel se da cuenta enseguida si se encuentra en un barrio judío o árabe. Los palestinos tienen una tasa de desempleo del 38%, los judíos del 9%. Los palestinos tienen un salario medio mensual de 360 dólares, mientras que para los judíos es de 1.500. La tasa de alfabetización es casi igual, pero si un judío de cada tres tiene estudios superiores, sólo un palestino de cada diez va más allá de la enseñanza elemental.
Las cifras no explican todo, y sobre todo no bastan para explicar - y menos aún para intentar justificar - el odio. Para eso hace falta algo más. Pero cincuenta años de razones y sinrazones contrapuestas han enredado todo y la guerra y el terrorismo no dejan ningún resquicio. La línea del frente no se sitúa en un límite establecido, sino que atraviesa cada casa; nadie se siente seguro y nadie está dispuesto ya a arriesgar. Nadie sabe, quiere o puede fiarse. Es la derrota de la razón, y cuando la razón pierde, el horror tiene campo libre para desatarse. Y el horror no conoce límites.
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