Uno de los lugares comunes abordado hoy muy acríticamente, es el que dice: «Envidio a quien tiene fe». Columnistas y políticos lo afirman quizás sinceramente, pero entienden la fe como una suerte particular de consuelo. Como si fuera un remedio, un fármaco para aliviar las penas más duras e insoportables.
Es una manera entre otras de reducir la fe a algo que no tiene que ver con la vida presente, sino con lo que viene siempre un momento después. Como si antes estuviera la vida con cierta dosis de aventura y de experiencia del límite y luego, después, llegara la fe a poner remedio, a sostenerla un poco.
Si esto se afirma en el ámbito personal, más aún se afirma en lo público y en la historia colectiva. El mundo es un teatro horrendo de guerras e injusticias, y la mayoría cree que la fe no ejerce ninguna acción positiva y real. Cuando el Papa, refiriéndose a la situación de Oriente Medio o a los sucesos del 11 de septiembre, recordaba a todo el mundo la necesidad de asumir una posición auténticamente religiosa para tratar de resolver los problemas, a muchos le pareció alguien “fuera de juego”.
Los paladines de la ideología nunca han soportado a quienes defienden que la fe incide en la vida del hombre en todos los ámbitos de su acción personal y pública.
Admitirlo supondría cuestionar las presuntas certezas que el pensamiento dominante propone como fundamento de la existencia: el éxito, el poder, el bienestar entendido como defensa de la propia tranquilidad. Supondría aceptar que la postura decisiva es la que el hombre debe asumir ante el sentido de su destino. En cambio, de hecho, se respira un imperativo generalizado: carece de importancia tomar postura ante el destino, la vida y la realidad. Lo que vale es otra cosa, siempre otra.
Es frecuente como lugar común que la fe nace del miedo. Por el contrario, justamente quienes sienten hostil y lejano el significado de su existencia, tienen que llenarla de cosas que les distraigan de esa relación fundamental y les “consuelen”. Cuanto más emerge el problema por circunstancias personales o históricas, tanto más violenta y aguda es la censura. Por ello, en nuestra época la Iglesia ya no es deseada. ¿Por qué desear una presencia que recuerda incesantemente el problema de la relación con el destino? Mejor evitarla o atacarla con la ironía o la calumnia si es el caso.
Jesucristo entró en la historia con un mensaje inaudito para el hombre: «¡No llores!». La vida, con toda su carga de límites y dolores, no es algo de que condolernos. Esa invitación no es un consuelo pasajero y por tanto cruel, sino la comunicación de una certeza: el destino de la vida es la felicidad. Una certeza que hace posible relacionarse con el destino presente, con la verdad que ya no es una simple conjetura o una confusión de deseos, sino algo vivo y amigo.
Sólo el Dios que tomó carne - y con ella conoció la muerte - y se llevó todo consigo en la Resurrección, se puede conmover por la condición humana y trasmitirnos la certeza de que la vida no es vana. Más bien, «nada puede impedir la seguridad de un destino misterioso y bueno», como dijo don Giussani al final de los Ejercicios de la Fraternidad de CL en Rímini.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón