Crédulos de lo oculto y de los medios de comunicación. El eclipse del sentimiento cristiano de la vida se produce a la vez que el ocaso de la razón. En esta época de neopaganismo, la Iglesia, solitaria, resiste en la defensa la razón. Una nuevailustración que nace de la experiencia de un encuentro
Escribía Chesterton, con su fino humor inglés, que los que ocuparían el lugar de los creyentes en el mundo moderno no serían los ateos, sino los... crédulos. Las estadísticas sobre el número de italianos que se dejan engañar por la publicidad de los tele-magos y tele-videntes parecen darle la razón. Hoy debería ser la Iglesia la que invocara una nueva ilustración contra las tinieblas de la superstición, la que defendiera la razón contra las deformaciones más perversas de la religiosidad, y la libertad de pensamiento contra un sistema de información cosmogónico que deja cada vez menos espacio a la capacidad crítica del individuo.
Crédulos de lo oculto y crédulos de los medios de comunicación. Las televisiones de medio mundo han hecho creer a millones de instruidos ciudadanos occidentales que todas las mujeres afganas, cuando llegaron los “liberadores” habían tirado a las ortigas el viejo burka. Por los grandes circuitos internacionales pasaban imágenes improbables de colorete y zapatos de tacón en las calles de Kabul. Era el mensaje que tenía que circular en ese momento. Una ofensa a la razón porque antes de ser una imposición de los fanáticos talibanes ese hábito pertenecía a la cultura de esa sociedad y no más de una o dos mujeres renunciaron a él, tal vez para satisfacer las peticiones de algún cámara.
El ocaso de la razón
Signo de los tiempos. El eclipse del sentimiento cristiano de la vida se produce a la vez que el ocaso de la razón. Pero los apologistas católicos se equivocarían si se alegrasen por esta confirmación “a posteriori” de la superioridad de la posición cristiana respecto a la laica. No serán las pruebas negativas - de cómo va el mundo sin Dios - lo que conducirá a los nuevos paganos al redil católico. «No escucharé vuestras razones, miraré vuestros rostros» escribía implacablemente Nietzsche. El paganismo actual respecto a aquel en el que vivieron los santos apóstoles Pedro y Pablo se diferencia precisamente en esto: en que viene después de 2000 años de cristianismo. El anuncio de la Buena Noticia hoy debe atravesar un hilo de escepticismo añadido por la imagen desenfocada y tergiversada que las palabras cristianas evocan en quienes las escuchan. «Somos los primeros después de Jesús sin Jesús», observaba amargamente Péguy. Y añadía: «Ni siquiera nuestras miserias son ya miserias cristianas». Porque ya no se da el reconocimiento y el dolor por los pecados cometidos y, sobre todo, no parece que haya nadie que los abrace y los perdone. También por esto, frente al avance del nuevo paganismo no hay filosofía o teología cristiana que se sostenga. «Lo que falta no es tanto la repetición verbal del anuncio. El hombre de hoy espera, tal vez inconscientemente, la experiencia del encuentro con personas para las cuales el hecho de Cristo es una realidad tan presente que ha cambiado su vida» (don Giussani, intervención en el Sínodo de los obispos, 1987).
Los papas del siglo XIX vieron y denunciaron la descristianización moderna como un fenómeno impuesto desde arriba. Por las elites políticas e intelectuales liberal masónicas que, una vez conquistado el poder, trataban de imponer al buen pueblo cristiano su propia visión del mundo, su propia “irreligión”. En el fondo, no fue muy diferente la experiencia de algunas naciones católicas de la Europa del Este en el siglo XX. También allí la descristianización se imponía desde arriba, a través de las estructuras estatales, policiales y de partido. Entonces era razonable luchar contra la eliminación de la memoria popular cristiana oponiendo resistencia sobre todo en el plano jurídico. Pidiendo al Estado que respetara en sus leyes el sentimiento de la mayoría de la población.
Hoy la situación ha cambiado radicalmente. Del “buen pueblo cristiano” de antaño sólo quedan perdidas y conmovedoras huellas en alguna parroquia o en algún santuario mariano. Está creciendo la primera generación de adolescentes que en su mayoría no ha sido rozada, ni siquiera sociológicamente, por la predicación cristiana. Una joven colega mía del telediario, muy culta y preparada, no creía en mis palabras cuando le dije que había ido a la imposición de la ceniza del comienzo de la Cuaresma. No estaba realmente escandalizada, sino sinceramente maravillada porque creía que era un rito de hacía muchos siglos: le evocaba vagos recuerdos de su abuela, pero creía que era una práctica abandonada hacía ya mucho tiempo.
Cisma silencioso
Lo mismo se puede decir de la moral cristiana. Desatendida y olvidada incluso por muchos bautizados católicos. «Cisma silencioso» lo llamaba el escritor australiano Morris West. ¿Culpa de las leyes permisivas del Estado laico? La mayor parte de mis colegas están divorciados. No es un ensayo científico, pero rara vez he oído a alguno de ellos hacer alarde de esta elección, la mayoría han sufrido y han visto sufrir a sus hijos. Pueden todavía reconocer como ideal que un amor verdadero es para siempre; pero después es como si, sin la ayuda de la gracia, lo que era “natural” se percibiera ahora dolorosa y fatalmente que es imposible de realizar para el ser humano. No se trata de legitimar desde el punto de vista religioso el divorcio civil, sino de comprender cómo es este hombre occidental “después de Jesús sin Jesús”. Y cómo es posible que - tal y como es - encuentre de nuevo o descubra el don de la fe como una promesa de felicidad para su vida, con todas las consecuencias morales que este don conlleva. «Menos batallas y más oración» recomendaba el humilde y sabio Juan Pablo I. No para huir frente a la violencia de una mentalidad anticristiana, sino para ser más verdaderos. Pensemos en los primeros cristianos. Eran pocos, no tenían medios económicos y estaban frente al primer imperio global, donde pululaban religiones esotéricas e inmoralidades sin límite. Cambiaron ese mundo pagano a través de una red espontánea de encuentros y amistades que se difundían por contagio, de persona a persona. Por una atracción tan humana que no se explicaba sólo en términos humanos. Después, mucho después - «por distracción», decía Mounier - llegó también la civilización cristiana.
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