Un año de estudio sobre enfermedades infecciosas en el hospital de Lacor a pocos meses del final de la epidemia de Ébola. Unos hombres que viven su trabajo como misión, porque «nuestra vocación es tratar de salvar vidas», como repetía el Dr. Matthew
Llevo cinco meses en Uganda. Trabajo en las plantas de Medicina y Tuberculosis del St. Mary’s Hospital, más conocido como Lakor Hospital. Lo dirige desde 1961 el Dr. Piero Corti, médico italiano. Su mujer, la doctora Lucille Tasdale, cirujano canadiense, lo ayudó en esa tarea hasta que falleció en 1996 de SIDA, enfermedad que contrajo en 1979 durante su actividad quirúrgica. El Lacor Hospital tiene unas 150 camas y está situado en el distrito de Gulu, en el Norte de Uganda. Es la tierra de los acholi, de los rebeldes. El hospital se ha hecho famoso también por el virus de Ébola.
La pregunta es: ¿Qué hago yo aquí? Soy licenciada en Medicina y Cirugía. Este año termino el tercer curso de la especialidad en enfermedades infecciosas en la Neouniversidad Vita e Salute del hospital de San Rafael, en Milán. Mi aventura africana nació durante una entrevista con mi director de especialidad. Estábamos valorando la posibilidad de pasar un período de formación en el extranjero durante el curso de especialización (¿quién iba a pensar en Uganda?). Entonces tuve la osadía de hablar de mi pasión por África y manifesté el deseo de ir allí a trabajar como médico y profundizar en los estudios sobre el SIDA, muy extendido en los países en vías de desarrollo. Precisamente aquellos días acababa de llegar a todos los trabajadores del San Rafael un correo electrónico del AISPO (Asociación Italiana para la Solidaridad entre los Pueblos) pidiendo un médico para trabajar en el hospital de Lacor, en Uganda. Así pues, a dos meses del final de la epidemia causada por el virus de Ébola (normalmente con una mortalidad muy elevada, aunque en este caso “sólo” del 53 por ciento), decidí marcharme un año a Uganda. Iba a trabajar en un proyecto de estudio de las infecciones del Sistema Nervioso Central en los pacientes con SIDA y también a ayudar a los dos médicos locales responsables de las plantas de Medicina y de Tuberculosis y de los ambulatorios del hospital, duramente probados durante la epidemia de Ébola.
La experiencia del virus de Ébola sigue viva en el personal y ha marcado profundamente el futuro del Lacor, sobre todo con la muerte del Dr. Matthew Lukwiya, director sanitario del hospital.
Pasión y dedicación
La epidemia de Ébola ha sembrado el pánico a nuevas epidemias causadas por otros virus que nos son desconocidos, que quizá estén escondidos en algún lugar del África negra. Aún así, eso no ha conseguido eliminar el deseo de volver a trabajar en el hospital como antes. Sobre todo no ha paralizado la pasión y la dedicación que todo el personal del Lacor dedica al trabajo hospitalario como servicio a los enfermos. Tales motivaciones han permitido seguir a todos en su labor y afrontar el terrible virus, a pesar de ser tan peligroso que les ha costado la vida a doce de ellos, incluido el Dr. Matthew.
Cuando llegas al Lacor Hospital no parece que estés entrando en un hospital africano, porque las plantas están limpias y funcionan (a la manera africana, pero funcionan). Lo que más impresiona es ver que todo el personal, desde el administrativo al sanitario, vive el trabajo como misión. Parece que la frase que el Dr. Matthew repetía con frecuencia durante el duro trabajo para contener la epidemia de Ébola («nuestra vocación es tratar de salvar vidas») ha penetrado profundamente en todos ellos y forma parte de su ser. Y esto, como me contaba con mucha emoción la responsable de la planta de Medicina, se debe al ejemplo educativo de servicio a los demás que personas como Lucille y Matthew han dado siempre en el trabajo, hasta llegar incluso a morir por ello. Cuando le pedía a mis enfermeras que me hablasen de esos momentos, sus rostros se oscurecían; pero en cuanto recordaban la obra de Matthew y del resto del personal, reaparecía en sus caras una sonrisa llena de esperanza. A mi llegada, el recuerdo de esos terribles momentos estaba tan vivo que en la misa no se podía estrechar la mano en el momento de la paz. En la planta se usaba todavía doble protección de guantes y mascarillas para limpiar el suelo y el número de pacientes era muy bajo. Lacor era sinónimo de Ébola. A cada muerte “sospechosa” saltaba la alarma y cundía el pánico (una vez me tocó a mí). Durante mi primer mes la actividad en la planta fue muy dura. La lengua contribuyó sin duda a ello (la comunicación con la mayor parte de los pacientes es imposible sin la mediación de las enfermeras porque pocos hablan inglés). Pero pesaban sobre todo el ritmo de trabajo y el modo de acercarse al paciente, tan distinto del que había aprendido en Italia. Aquí se requiere el llamado “ojo clínico”, ya que hay que confiar en los pocos medios de diagnóstico con los que se cuenta (aunque el Lacor es uno de los hospitales mejores de África del Este) y seguir a muchísimos pacientes. Por la mañana visito a los enfermos con otro médico local, el Dr. Henry, en la planta de Medicina. Allí hay ingresados unos 90 pacientes. De ellos, por lo menos más de la de mitad son seropositivos. Después, cuando puedo, voy a ayudar al Dr. Yoti en el ambulatorio que visitan diariamente 200 pacientes. Me paso todas las tardes de supervisora en la planta de Tuberculosis, que “sólo” tiene 30 camas, ya que se ha quedado sin médico responsable de planta. Tenía mucho miedo y creía que no podría hacerlo. Muy pronto tuve que hacer sola guardias nocturnas y de festivos. Me habían advertido que al principio los médicos y los enfermeros te observan, y si no les gustas te ignoran; ahora bien, si te aceptan, desde luego te lo hacen saber. Y así ha sido.
Turnos agotadores
A pesar del cansancio de los turnos agotadores, ha surgido una preciosa amistad con todo el personal. Un día tuve que atender el ambulatorio de los supervivientes de Ébola (que son controlados con visitas al ambulatorio y un análisis cada dos semanas). Por un descuido técnico me quedé sin enfermera y no podía seguir con las visitas. Corrí a la planta de Medicina y ningún enfermero quería ayudarme porque no era de su competencia, pero al final la enfermera de turno, Pasca, vino conmigo protestando y diciendo que si lo hacía era sólo por mí. Con mucha frecuencia me siento impotente, porque con determinados pacientes, sobre todo los que sufren patologías vinculadas a las infecciones del VIH (Virus de la Inmunodeficiencia Humana, ndt.) no hay nada que hacer, aparte de acompañarles en su sufrimiento y llamar al padre Vittorio para que les dé la Extrema Unción.
También supuso una gran ayuda para afrontar estos momentos la acogida del Dr. Corti, del Dr. Bruno Corrado y de su mujer Valeria, del grupo de italianos que trabajaban como cooperantes o voluntarios en el Lacor e, inesperadamente, de la pequeña, pero muy vivaz comunidad de CL de Gulu: el hermano Elio Croce, el padre Patrick, Gustavo, Rose, Proscovia, Charles, Mariano, Martín, Verónica, Ronald y todos los demás. Ha sido fundamental su compañía y la Escuela de comunidad de los jueves para afrontar el duro trabajo cotidiano, que sólo es posible realizar encomendándonos a la Virgen a través del acto de consagración a María (escrito precisamente aquí, en Uganda). A principios de julio nos reunimos en Kampala gente de toda Uganda con motivo de los Ejercicios de la Fraternidad. Se vivió una intensa participación, pero hubo dificultades con las lecciones traducidas al inglés y seguidas por vídeo.
La unidad de la experiencia
Un momento especialmente conmovedor fue la intervención de don Giussani, porque se percibía la unidad de la experiencia del movimiento que permitía a africanos e italianos mirar atentos y conmovidos a un hombre que estaba a muchos kilómetros de África, pero que era el origen de esta amistad. Tanto mis amigos de la Fraternidad de Milán como mis padres, a través del correo electrónico y del teléfono, han sido una verdadera ayuda (y todavía lo son). También me han ayudado los otros italianos (Antonella, Andrea, Eliseo, Paolo F, Paolo G, Graziano, Romano, Adriano, Davide) y todos los que han pasado por aquí. Ellos no pertenecen a la experiencia del movimiento, incluso a veces manifestaban ideas contrarias, pero me han ayudado también a afrontar la dificultades de todos los días viviendo juntos momentos como la comida, ir al bar a beber una cerveza, jugar a las cartas o ver una película. Se producían entre nosotros encendidas pero estimulantes discusiones sobre diferentes temas de la vida. Como ha escrito don Giussani en el Corriere della Sera: «No nos sentimos diferentes de los demás, somos como los demás, pero llevamos algo diferente en nosotros que influye en nuestra vida». Y como me dijo Eliseo antes de partir: «No comparto tus certezas, pero eres realmente una bella persona», o Andrea: «No te olvides de rezar también por nosotros».
Al hacer balance de mis primeros meses en África, descubro que han sido muy duros y fatigosos, pero de gran utilidad tanto en el aspecto profesional, como y sobre todo, en el aspecto personal, en mi experiencia de vida, porque han supuesto una oportunidad para crecer. Es verdad lo que decía Gaetano Azzimonti en el Meeting de Rímini, que se llega a África con la idea, más o menos consciente, de salvar a los “pobres negritos”; pero si no se vive el trabajo como servicio al prójimo en nombre de Otro, se marcha uno de África llamándolos “negros” de forma despectiva.
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