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Huellas N.11, Diciembre 2001

ÁFRICA

El regreso de Jaimito

Bepi Bertón

Desde Sierra Leona, el padre Bertón nos escribe para que no olvidemos las brutalidades de la guerra, a sus chicos y su deseo de ser acogidos y de volver a empezar

Querido Alberto:
Te escribo desde la ociosidad de Abidján, donde me encuentro desde hace una semana en espera del avión a Freetown, para llegar finalmente a casa. Estoy intentando reunir el tropel de experiencias de mis dos meses de vagabundeo por Italia para responder a las peticiones de las diferentes comunidades que me pedían un testimonio sobre Sierra Leona y en concreto sobre los niños soldados. ¡Cuánto desearía que no se llamara así a estas pobres víctimas de diez años de guerra! Desearía que no fueran llamados así porque esto les estigmatiza como actores antes que como víctimas. Además, les hace gozar de una posición de preferencia sobre sus compañeros que no han combatido pero que han sufrido tanto o más que ellos; huyendo de una selva a otra, viviendo durante años en campos de refugiados en busca, a menudo infructuosamente, de sus padres y familiares y llevando sobre su cuerpo las súbitas mutilaciones de una guerra atroz. Quisiera que no se les llamara así porque nos hacen olvidar a las víctimas que más han padecido, que han sufrido silenciosamente, que han desaparecido en el silencio; como las muchachas, mejor dicho las niñas, víctimas de aberraciones sexuales. Dicen que el 60% de los niños raptados son chicas; pero vuelven muy pocas, puede que un 30%, siendo generosos. Vuelven siendo madres, cuando todavía deberían seguir jugando con muñecas. Me viene a la cabeza en concreto una de ellas. Cuando la veo, y ya han pasado dos años desde que perdió a su hijo, me parece imposible que haya sido capaz de tener uno, es todavía tan niña y tan grácil. ¡Cuántas han perdido a su hijo después de tantos sacrificios, abusos y sufrimientos! Todavía tengo grabada en el corazón la expresión de Awa. Yo tenía una foto en la que estaba ella con su hijo, el que había perdido. Creí que le agradaría que se la diera: «¡Oh, no! ¡Mi hijo!», fue todo lo que dijo, desviando la mirada con lágrimas. Éstos son a los que olvidamos fácilmente, cuando nuestra atención se detiene sobre los pequeños “rambo”. Y lo peor es que al verles como pequeños soldados antes que como víctimas de la guerra, se les acaba tratando como combatientes, y como tales, se les hace prisioneros y se les maltrata. Ese fue el caso de trece de ellos. Te lo cuento.

Un grupo de trece
Supe, y llegué a saberlo demasiado tarde, que habían metido en prisión a trece chicos, de dieciséis y trece años. Estaban en la prisión central, donde se encontraba lo peor que se pueda imaginar, y llevaban ya seis meses allí. La Cruz Roja se había encargado de ello, UNICEF se había encargado, los del Ministerio de Asuntos Sociales se habían encargado, pero los muchachos seguían en la cárcel. Yo tenía, desde hacía bastante tiempo, una estrecha amistad con el ministro de Justicia. Cuando prestaba servicio como capellán de prisiones, me había ayudado a corregir casos que tenían que ver con jóvenes presos que terminaban allí porque no había otro lugar donde meterlos, a no ser una prisión de menores. Intervino enseguida, pero hizo falta más de una semana para que la tajante orden de inmediata excarcelación se ejecutara, ¿y por qué? Porque todos les temían y a decir verdad no es que los trece jóvenes delincuentes demostraran mucho sometimiento en prisión.

La verdad es que les habían tratado bien. Por todo lo que escuché y vi cuando fui a recogerles, no sólo les habían tratado bien, sino que la relación con los carceleros parecía cordial, cuando no humanamente agradable y simpática. De repente me vino a la mente un pensamiento: «¿Pero por qué debo quedármelos yo?». Mientras tanto, la cárcel es siempre cárcel y los trece no veían la hora de dejarla a sus espaldas. En privado me advirtieron: «¡Cuidado! Son criminales. No serás capaz de retenerlos una semana. A la primera ocasión retomarán las armas. Yo no asumiría la responsabilidad».

Parecía como si la tierra empezara a faltarme bajo los pies, pero después volvía a mirar a los trece y no los veía diferentes de los cientos de compañeros suyos con los que me las había tenido que ver y repasaba mentalmente las estadísticas: de 2.500 sólo cinco se habían ido sin despedirse. San Miguel (donde después fueron acogidos los chicos; ndt) no estaba rodeado por muros, no tenía guardias, ni siquiera un policía para un mínimo de orden público por si debíamos afrontar alguna emergencia (y eso que hemos tenido algunas gordas), sino tan sólo casas de familias y buena gente, en absoluto especializada en controlarles. Si han permanecido los otros, permanecerán también ellos. Por eso me los llevé conmigo.

Uno de ellos decía: «!Tengo una casa, duermo en una casa!», y la alegría le desbordaba por los ojos. Quién sabe cuánto tiempo habían vivido en el bosque. ¿Y el otro? Era tan alto como la madre y ella que había venido a llevárselo no hacía más que llorar y seguía mirándolo de arriba abajo, recordando lo pequeño que era cuando lo perdió. El pequeño Asan, cuánto camino había recorrido solo, de un bosque a otro, pegándose a quien fuera un poco más alto que él, hasta llegar a Guinea para vivir como refugiado. «¡Jaimito vuelve de la guerra!».

El cubo de Abdul
Pero la historia no termina aquí. Jaimito está profundamente herido, porque Jaimito no ha visto otra cosa que violencia. Ha crecido en la violencia. Está lleno de violencia. Jaimito necesita mucho tiempo para curar las heridas que lleva en su corazón y la gente tiene prisa, todos esperan que Jaimito vuelva rápido a la normalidad. Jaimito no lo consigue y siempre es culpa suya. A menudo salta, porque siempre había hecho las cosas deprisa, porque para él era suficiente con apuntar con el cañón de su fusil para acabar, para tener razón, para conseguir lo que quería. Pero ahora las cosas han cambiado y Jaimito no se acostumbra todavía y entonces salta, se siente abofeteado en la cara con un banal insulto: «!Rebelde!». «¡Ya! ¿Qué se puede esperar de un rebelde?». El corazón de Jaimito se inflama y la garganta se cierra. Es entonces cuando los muchachos dan marcha atrás. Vuelven a vernos para asegurarse de que todavía son nuestros. No quieren sentirse solos frente a un mundo que sienten hostil.

Pobre Abdul. Justo a él le tocó ir a rellenar el cubo a la fuente. Y le tocó justo a él, tan tranquilo, pacífico, buen estudiante.

Estaba allí mirando el cubo que se llenaba, con los ojos encantados por el agua que salía y esperaba con paciencia, cuando alguien le apartó el cubo. Una chica de su edad, pero fíjate qué valor esa chica... y a Abdul se le nublan los ojos. «¡Pero no!», y vuelve a poner su cubo donde estaba. Ella lo retira, él no cede y entonces otra vez: «!Rebelde!» y los nervios empiezan a ceder. Interviene la madre de la chica que en lugar de ser madre de los dos, increpa: «¡Rebelde!». Se zarandean un poco, ella lo denuncia y él termina en la cárcel.

Sólo pasó una noche, pero le bastó para entrar en crisis. Un juez con sentido común lo sacó diciendo: «¿Acaso queréis destrozar a este muchacho? ¡Acaba de salir de una vida de condenado...y lo condenáis otra vez!».

Todo salió bien, pero el proceso duró un par de meses y costó mucho.

Volviendo de la ciudad a casa, el tráfico era tan intenso que varias veces hubo que detenerse. En una de las retenciones me llegó por la ventana una voz: «¡Oiga, Padre!». En la oscuridad lo reconocí. Era uno de los chicos a los que habíamos encontrado un trabajo en la ciudad. Artesanos de buena voluntad, carpinteros, mecánicos, albañiles y sastres, los han contratado. Me para porque quiere decirme: «¡Todavía estoy aquí, no os olvidéis de mí!».

¿Quién podrá olvidarle jamás? ¿Quién podrá olvidar a Mosquito Black, que arrancó una ventana cuchillo en mano para vengarse de un asistente? ¡Cómo ha cambiado!

¿Quién podría jamás olvidarse de Fatumata que se escapó de casa y vino a refugiarse entre nosotros con la cabeza rota, los ojos fuera de sus órbitas, golpeada por el marido enloquecido? ¿Quién puede olvidar a Isha, con su comportamiento señorial, pero siempre en bancarrota?

¿Quién les podrá olvidar?

Recordando a todos.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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