Dos mil universitarios celebran en el Palalido la apertura de curso. Las cartas de algunos amigos después de la tragedia del 11 de septiembre y el mensaje de don Giussani. Por el milagro de la Gracia se puede afirmar que la vida es buena
Perplejidad. No puede suscitar otra reacción la pancarta de grandes letras situada por encima de don Pino. Es la acostumbrada tarde gris milanesa y de nuevo nosotros, habituales pioneros de las universidades de Milán, aguardamos en silencio en el Palalido. Casi dos mil estudiantes esperan. Porque últimamente se comenta que la historia está cambiando. Porque en demasiados al entusiasmo contagioso de todos los comienzos de curso ha seguido el feo asunto de la desconfianza, ese recelo análogo a presentarse a un examen con la certeza matemática de que vas a suspender. Y sin embargo, (irreductibles corazones palpitantes de confianza) acudimos igualmente a la llamada, confiando cada uno al cielo, la posibilidad de hacer un milagro en nosotros. Y por eso estoy aquí, en el intento de elevar al plano macrocósmico mi pequeña lógica universitaria. Permitidme sentir una perplejidad inicial.
«Una pasión por el mundo». Sí, pero, ¿por qué mundo? Le asalta a uno esta pregunta ante el lema del encuentro. Parecen existir muchos mundos fuera y dentro de nosotros. Muchos y todos repentinamente aterrados, confusos y paralizados frente a un evento que no parece traer consigo ningún bien, que aparenta únicamente mal, mal absoluto. «Nos hallamos dentro de un túnel, vivimos en una pesadilla y no se ve ninguna luz que indique la salida», escribía hace pocos días Eugenio Scalfari en La Repubblica. El mundo: los mundos de hombres viejos y cansados. El mundo: mundos banales o que provocan situaciones como la actual. Aunque tengamos veinte años o alguno más, no somos inmunes a esta herida, casi mortal. Nos lo han repetido mucho, pero esta vez hay algo más. Se saca a relucir lo que el pasado mes de septiembre, de una forma u otra, tratamos de evitar.
Este mundo
Mejor dicho, traté de evitar. Pero hoy es verdaderamente imposible, porque el testimonio de los amigos de Nueva York y la ternura de la intervención de don Giussani (ver la Palabra entre nosotros de este número) ponen de repente de manifiesto que aquel mundo es exactamente este mundo, el mundo en el que vivo, muy preciso y concreto. La conciencia del momento histórico, de mi edad y mi experiencia no viene de teorías sociológicas o catecismos doctrinales, sino las decenas de cartas que don Pino lee y cita. Cartas de estudiantes como yo, que viven y afrontan su mundo. O sea, mi mundo, el que tenemos alrededor y se dilata hasta los confines del universo.
Twin Towers
Las imágenes de la tragedia de Nueva York nos han llenado los ojos y confundido la mente, pero algo en mí se hizo más claro cuando, una mañana, mi padre me hizo notar la elección de Huellas al poner junto a la foto de las ruinas el Crucifijo de Congdon pintado hace muchos años. Observó que parece una Torre Gemela herida en el momento en el que empieza a caer, a desplomarse con toda la humanidad dentro de sí, a fundirse con la humanidad. Quién sabe lo que vio Congdon en ese momento, pero mis padres me hablan de cuando yo era un bebé, y me llevaban a verle a Gudo. Vivía allí humilde y serenamente. Pienso en la Compañía que marcó su vida tan profundamente, en la pasión por el mundo que se expandía desde aquella casita. Y esa pasión (que tiene nombres y rostros, y en ellos tiene un Nombre y un Rostro) estaba allí, aquel 11 de septiembre en Nueva York. Estaba precisamente allí, y era lo más concreto de aquella ruina, lo más preciso, lo menos confuso, y los amigos americanos nos lo cuentan sin reprimir las emociones. Casi una crónica concisa hecha de circunstancias, nombres, situaciones, horarios precisos y sitios. Pienso en los Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles. En ellos hay pocos sentimientos y muchos hechos, que precisamente por esto conmueven: conmueven y mueven. Como la mirada que nos ha ofrecido don Giussani.
La misión
Y pienso que la historia de Abraham comienza poco después de la caída de la torre de Babel, pienso en san Agustín, que escribe el De civitate Dei después del saqueo de los bárbaros, cuando está cayendo la capital del imperio que dominaba el mundo y los hombres le preguntaban dónde estaban las tumbas de los apóstoles en la Roma desolada, en llamas, presa de la peste y de las luchas. El santo responde, responde a los paganos y a los cristianos, turbados porque parecía que Dios, el Dios cristiano, Jesucristo, no era capaz de salvar la vida. Es la sospecha moderna: que la fe hace la vida menos humana («Una devastación humana sucede cuando se trata de hacer entrar lo infinito dentro de lo finito», Corriere della Sera). Agustín no cede ante la duda. Agustín responde describiendo lo que le sucedió y el atractivo que supone Cristo (y cuando se comunica todo esto se realiza la misión, la tarea de educar en la conciencia de uno mismo a la que nos reclaman Vitta y don Pino). Cristo vivo que salva la vida, Cristo presente y amante de la vida, Cristo que vence la posibilidad negativa, la vida que vence a la muerte. La confusión debía de ser tan grande entonces como confusas eran las voces y las mentes de la gente que corría aquel día en Nueva York, sin meta, sin fin: como el maratoniano que corre, pero sin un porqué. Nuestros amigos nos contaron que la carrera de aquel día adquirió un destino concreto: había un destino, la casa de Jonathan, una casa, un destino en medio de las emociones de la masa y de la mente. La pasión por el mundo estaba allí, porque ellos y otros como ellos estaban allí físicamente y tienen pasión por el mundo. Hace latir el corazón pensar que es literalmente verdad para nosotros en ese pedazo de mundo en donde vivimos, casa-familia-hermanos-universidad-padres-amigos… el elenco es largo, y no necesariamente en el orden justo de fatiga y consolación.
Una respuesta concreta
El relato de nuestros amigos americanos se sustituye poco a poco a las imágenes de aquel 11 de septiembre. Ya no quedan sólo las torres embestidas por los aviones suicidas, los cuerpos que vuelan en el aire, el humo, el derrumbamiento… y después la guerra, las cartas con ántrax, las máscaras anti-gas… Sus palabras cuentan algo más humano y verdadero. Por eso la apertura de curso de los amigos americanos en Central Park se convierte, si se me permite la comparación, en respuesta concreta y humana al dolor de la ciudad, como concreta y humana había sido la respuesta de san Agustín. Concreta y milagrosa, porque sólo por el milagro de la Gracia se puede, al poco tiempo de la catástrofe, afirmar que la vida es buena, positiva, y que «El lunes es el día del aventurero» (Chesterton). De esta forma sucede que los límites nos llevan a confiar en que esta contradictoria y extraña realidad despliegue su carácter positivo. Basta una sola jornada, aquí en Italia o allí en EEUU y todo se renueva: el atractivo que es Cristo, la pasión por el mundo y la libertad del hombre. Una pasión muy parecida a la mirada de ternura de don Giussani.
Aventureros
Extractos de las cartas que don Pino leyó durante la apertura de curso de los universitarios. Milán, 18 de octubre de 2001
Nueva York, la ciudad que nunca duerme, estaba completamente bloqueada la mañana en la que sucedió todo: no había coches, autobuses ni metro. Los puentes estaban bloqueados.
A las seis de la tarde abrieron el túnel que une Manhattan con Brooklyn. Por fin volvíamos a casa. Las universidades permanecieron cerradas toda la semana.
Todos hablaban de lo que había sucedido, todos tenían una historia que contar y nadie conseguía hacer nada, aunque tratasen de actuar como si nada hubiera sucedido. La primera reacción fue la confusión, después el dolor y después la rabia y, para muchos, el deseo de venganza. Muchos empezaron a apelar a la paz y a la tolerancia. Muchas universidades – como Yale – organizaron ceremonias para conmemorar a los muertos y pedir la paz. En Fordam, una universidad católica de Nueva York, se celebró una misa que terminó con una oración budista.
Pocos días antes del ataque, Vittadini – que se encontraba en Nueva York – nos habló de educación y de misión. Estas palabras permanecieron en nuestras mentes durante todo aquel alboroto.
Debemos encontrarnos a nosotros mismos, es decir, a Aquel que nos ha hecho conocer el bien, el gusto por la vida, por el propio yo como factor indispensable para el mundo: esto decía el editorial de Huellas sobre EEUU.
En EEUU decidimos celebrar la apertura de curso de los universitarios en Central Park solo una semana después del desastre.
Antes de que sucediera todo habíamos decidido utilizar una frase de Chesterton: «El lunes es el día del aventurero», que Cesana había utilizado en La Thuile para decir que el acontecimiento que nos ha tocado, alcanza, a través de nosotros, a la universidad, al trabajo, a todo, y que dentro de esta amistad todo se vuelve interesante, incluso el lunes. Por eso rezamos por la mañana, porque no sabemos ser respuesta para nosotros mismos, pero sabemos que Él ha venido y que existe una respuesta, y que la posibilidad para nosotros de conocerla es esta compañía. Hicimos un pequeño manifiesto en el que, junto a la frase de Chesterton, escribimos: «Hemos encontrado algo que nos hace aventureros el lunes y cualquier otro día de la semana, que genera en nosotros el deseo de ir a la universidad, de afrontar el estudio y todo lo que está sucediendo en estos días con la certeza de que la vida es positiva».
Fuimos a Central Park no para olvidar y fingir que la vida es fácil, sino para afirmar que es Otro el que da sentido a nuestra vida.
En la jornada Greg dijo que este juicio no es fruto de nuestros pensamientos, sino que coincide con un encuentro. Nos hemos encontrado con una persona, con una compañía que nos dice que el mal del mundo, nuestro mal, nuestro pecado, nuestra fragilidad no es la última palabra sobre la vida.
Después Sarah, una chica venida de Evansville (Indiana), nos contó su experiencia. Un amigo suyo, Mike, cogió por casualidad en el estante de una librería un libro llamado El sentido religioso de Giussani, y empezó a leerlo. Quedó tan impresionado que decidió empezar a estudiarlo con un grupo de amigos (entre los que se encontraba Sarah), sin saber ni siquiera lo que era la Escuela de comunidad. Después contactó con Nueva York. Desde aquel momento empezó todo para Sarah: «He encontrado una compañía que me ha acogido incondicionalmente, completamente, y lo único de lo que soy capaz es de abrazar a estos amigos». Para nosotros fue importante verla en Nueva York: mientras que todos tenían miedo de viajar, ella había desafiado a todos para venir a Central Park y contar la verdad de su vida. Cantamos, jugamos, comimos pasta y dulces preparados por nosotros. Más de uno se paró para grabarnos en vídeo. Saby y Rich presentaron algunas canciones de U2 juzgándolas según su experiencia.
Había muchísima gente: algunos habían sido invitados, otros habían leído el manifiesto.
Un chico que no nos conocía y que había estado mirando todo el tiempo desde lejos, nos mandó aquella noche un correo electrónico a la dirección que estaba en el manifiesto: «Me parece que sois un grupo de amigos abiertos al mundo. Ver que habéis venido a Central Park y habéis hecho lo que habéis hecho dice mucho de vosotros. No conozco a nadie así y esto es lo que me ha impresionado».
Volvimos a la universidad teniendo en la mente lo que había sucedido. Volvimos a estudiar y propusimos una misa en todas las universidades durante la que leímos las palabras de don Giussani.
Mónica y Paola le dieron el editorial de Huellas a su profesor de religión, y le hablaron de nuestra compañía. Ahora este sacerdote es un gran amigo nuestro e invita continuamente a sus estudiantes a los gestos del movimiento.
Después del ataque Vittadini nos dijo: «Nuestra compañía nos guía hacia nuestro destino, es decir, a estar frente a la verdad de la realidad». Así, en vez de escapar corriendo, tratamos de ir al fondo de nuestra amistad.
Stella, Nueva York
Me resulta evidente que las Torres Gemelas o Kabul no son las únicas cosas que pueden ser destruidas y terminar en la nada. También, aunque más engañosa e inconscientemente, mis días, sin clamor alguno. Las relaciones que se me dan, los gestos que vivo, pueden ser como ese cúmulo de ruinas que aparece en el manifiesto (informes y estériles, algo que hay que quitar lo antes posible), porque el límite del que estoy hecha – ya sea inercia o reactividad en las relaciones, presunción de saber resolver todo o escabullirse hábilmente para evitar que me pidan algo -, en definitiva, mi incapacidad, me pesa sobre el corazón y normalmente requiere de mí grandes esfuerzos para justificarla o eludirla. A menos que suceda lo que quería contaros: una amiga más grande empieza a mirarme con estima, inesperadamente, y sencillamente me sorprende con una petición de pensar en los carteles, en los turnos de caritativa, y me habla de aquello que le importa. Para mí esto es irresistible, porque es vivir algo excepcional dentro de lo cotidiano. El hecho después de que esta mirada sobre mí sea incondicional y gratuita y correspondiente a lo que deseo, hace aparecer ante mí la compañía de esta gente más grande como algo verdaderamente misterioso. Digo más grande no porque sean mayores que yo, sino porque tienen la inteligencia que proviene de seguir y el juicio que viene del vínculo con el movimiento.
Anna, Universidad Católica de Milán
En el instituto conozco a un chico, Andrés, esperando en una sala a que un profesor nos llame. Nos damos cuenta de que ambos debemos preparar el mismo curso sobre Erasmo de Rotterdam. El día después ya somos amigos. Después de una hora de estudio juntos me pide que le eche un vistazo a algunas poesías que ha escrito. Lo hago, y al pasar las páginas me doy cuenta de que muchas están dedicadas al diablo, al que considera como un padre. Lleno de curiosidad, le pregunto: «¿Por qué le amas así?» Él responde: «Odio a Dios». Esta respuesta es como una herida para mí, como si hubiesen insultado a mi mejor amigo. Me mira y me dice: «Tú también le odias, ¿no?» Yo, con gran ímpetu, casi sin pensarlo, le digo: «No, yo le quiero». Podéis imaginaros su cara; pensaba que había perdido de repente a mi nuevo compañero de estudios, pero no. Entonces empezamos una larga discusión. Te cuento sólo algo que me dijo en un momento dado: «Dios, Dios… si existiese ese Dios…, si existiese, le daría mi vida, le daría toda mi vida». Me impresionó porque, mirándole a los ojos, leí una nostalgia grande, un deseo de poder darse totalmente a alguien, tanto que después añadió: «Y por esto le doy todo a Satanás, porque tengo que dar mi vida a alguien, y si este Dios al que he rezado tantas veces no me responde, se la doy al diablo». Yo no pude evitar contarle mi historia, el encuentro con el movimiento, todo lo que me ha sucedido. Me dijo que tenía más de mil razones para no creer, pero escuchaba con curiosidad mi relato y lo creía. Ahora quiere conocer a don Giussani y está leyendo El sentido religioso. Ayer volví a verle y me dijo: «No sé decir por qué, pero conociéndote solo de una semana eres uno de los tres amigos por los que daría la vida».
Paolo, Universidad Estatal de Milán
Estábamos en el vestíbulo de la Facultad con una mesa de información y en un momento dado se acercó una bedela a la que conocemos porque a veces viene a rezar el Ángelus con nosotros. Nos dijo que por qué no estábamos en el sitio en el que solíamos rezar, y de golpe se puso a llorar allí, en medio del vestíbulo abarrotado de gente, y nos dijo: «Ha muerto Pietro». «¿Quién es Pietro?» «Es mi hijo». Y seguía llorando. «Era un chico estupendo, le faltaba poco para terminar el curso, trabajaba desde por la mañana hasta la noche: ¿por qué el Señor se lo ha llevado, precisamente a él?» Y nosotros sólo conseguimos decirle que era y que siempre sería un misterio el hecho de la muerte de su hijo, pero que la esperaríamos y que rezaríamos juntos por él. Este suceso me impresionó muchísimo; sobre todo porque frente a un dolor tan desgarrador no se puede fingir, no se pueden comunicar cosas que no se experimentan, uno está obligado a ser veraz y a permanecer con la persona que tienes delante. Ella vino a donde estábamos nosotros, a buscar una respuesta en nosotros, cuando nos ve fugazmente unos pocos minutos al día. Pero nosotros, para ella, ¿quiénes somos? En un momento tan dramático hemos sido llamados a responderla, y se me hizo más clara la percepción de la grandeza que somos para el mundo, no por una capacidad nuestra, sino porque el acontecimiento cristiano es para responder a la exigencia de infinito que es el corazón del hombre, y la relación con Cristo es una relación entre hombres, porque hubo un Hombre que dijo: «Mujer, no llores».
Fiorella, Arquitectura, Milán
Encontrándonos tan lejos de casa, en una realidad totalmente distinta con respecto a la nuestra (conocimos a un chino que se había excitado con la espectacularidad del 11 de septiembre), en una realidad a menudo difícil, la primera experiencia fue para cada uno de nosotros de rechazo: nos encontramos, cada uno de forma distinta, inmersos en una serie de circunstancias que continuamente despertaban una espera de significado. Esta expectativa se manifestó no como un sueño o una locura, sino como una petición bien precisa: la petición de que vuelva a suceder lo que ya ha sucedido, de que podamos reconocer en toda circunstancia a Aquel que nos sostiene. El primer impulso para todos fue el de la oración, el del “suplicar no haber sido llamados en vano”, el de implorar a Aquel que nos ha marcado que se revelase en las circunstancias que teníamos que afrontar. Hace un par de semanas estuvimos en Canberra para encontrarnos con Giacomo y para conocer a John Kinder, el profesor que empezó con sus estudiantes el movimiento en Australia, leyendo a Leopardi. John nos decía que la única responsabilidad que tenemos es la de vivir nuestra amistad con la conciencia de lo que lleva consigo.
Giacomo, Maddi, Kain, Prato, Tetta, Zibu, Melbourne y Canberra, Australia
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