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Huellas N.4, Abril 2009

UN DÍA CON… Monseñor Paolo Pezzi

El corazón de la misión

Fabrizio Rossi

Una diócesis casi cinco veces más grande que España, en la que los católicos están diseminados desde las costas del mar Blanco hasta las laderas de los Urales.
Su pastor va una vez al mes a visitarles. ¿Qué es lo que le mueve? «La familiaridad con Cristo». Entre visitas pastorales y encuentros con los estudiantes, bautizos celebrados en las casas y almuerzos interreligiosos, hemos pasado algunos días con el arzobispo de Moscú para entender qué significa «anunciar a Aquel que ha cambiado mi vida»


«¡Adelante, pasen!». Vjaceslav sonríe con el cigarrillo en la boca. Nos invita a entrar en su casa, el termómetro de la puerta marca menos veinticinco grados. Bienvenidos a Kugalki, una aldea perdida en la Rusia inmensa: a quince horas en tren desde Moscú, más otros 250 kilómetros en coche desde Kirov, la ciudad más cercana.
Es una mañana de febrero como tantas otras, pero hay aire de fiesta: en la cocina se afanan la mujer y la abuela, los tres niños echan una mano. Dentro de unos minutos, Vjaceslav y su madre Nadežda recibirán el Bautismo, la Confirmación y la Primera Comunión de manos de su arzobispo, monseñor Paolo Pezzi, que ha llegado hasta aquí en visita pastoral. En la mesa, una cruz, y el saloncito, que sirve de dormitorio para la familia, se convierte en una capilla. “El Señor es mi pastor, nada me falta…”. Miras alrededor y te das cuenta de que para esta gente es así: «Por la fe, estamos seguros de tener ya todo lo que nos hace falta para vivir. Seguiría siendo así aunque nuestra comunidad fuera aún más pequeña y necesitada», dice monseñor Pezzi en la homilía. Es el Señor quien nos alcanza y toma nuestra vida de la manera más insospechada. Vjaceslav, de 35 años, era agricultor en Kazajistán. Lo perdió todo y vino aquí. Se enteró de que había otros católicos por un anuncio que vio en el periódico. Su madre nos ofrece un caldo caliente para celebrarlo. Lleva toda la vida esperando este momento: «Cuando tenía seis años, un sacerdote vino por la noche para bautizar a mi familia, pero yo tenía miedo y me escondí. Me he arrepentido durante sesenta años…».
¿Son situaciones excepcionales? No tanto para un obispo que tiene a su cargo una diócesis que es ocho veces más grande que Italia, casi cinco veces más grande que España; que cada dos semanas viaja para visitar a pequeños grupos de fieles diseminados desde las costas del Mar Blanco hasta las laderas de los Urales. ¿Quién se lo iba a decir cuando trabajaba de electricista en Emilia Romaña («también trabajé como técnico de ventas de la compañía telefónica italiana»), cuando conoció CL durante el servicio militar o cuando se ordenó en 1990 sacerdote de la Fraternidad Sacerdotal de San Carlos Borromeo? Pocos meses más tarde partía para la misión en Novosibirsk. Cinco años en Siberia seguidos de otros cinco en Roma junto a don Massimo Camisasca, luego de vuelta en Rusia, esta vez a la capital. Hasta que, en septiembre de 2007, Benedicto XVI le encomendó la Archidiócesis de la Madre de Dios en Moscú. Los católicos son una pequeña grey en Rusia: un millón cuatrocientos mil de acuerdo con las estadísticas oficiales, seiscientos mil si atendemos a estimaciones más realistas. En la capital hay unos veinte mil fieles, algunos de los cuales sólo están de paso. Muchos son de origen polaco, lituano, alemán, ucraniano o bielorruso. «Lo importante no es que seamos dos o cien, sino que podamos vivir la fe –dice Pezzi– con profunda gratitud hacia los que, antes de nosotros, la conservaron y nos la transmitieron».
Como sucede en Kirov, la primera etapa de la visita. Aquí la comunidad se formó en torno a alemanes deportados a la región del Volga («Llegamos aquí porque Dios quiso… y Stalin también», recuerda bromeando Iosif, un descendiente de aquellos deportados). El párroco, el padre Grigorij, vive en esta ciudad desde 2002. Cuando llegamos, a las 7.35, nos espera en el andén. Abraza a monseñor Pezzi, que llega aquí por primera vez, y saluda a su secretario, el padre Michiel, un joven sacerdote holandés de la Fraternidad San Carlos. Luego nos lleva al Hotel del Gobierno en su Niva 4x4 («Es un coche soviético, pero sigue funcionando bastante bien»).

La habitación de Grigorij. El programa del fin de semana es intenso: tras una reunión con la comunidad católica, salimos hacia Kugalki. Al día siguiente, un breve encuentro con los periodistas locales, Misa, una visita al gobernador de la región, “almuerzo ecuménico” en el hotel y de nuevo a la estación. Antes de nada vamos a la casa del párroco. El padre Grigorij ha convertido la habitación más grande en una capilla, que ha sido hasta hoy el único lugar en el que se puede reunir la comunidad. Nos espera una decena de fieles, empezamos con una rueda de presentaciones. Luego vienen las preguntas: «¿Ha conocido al nuevo Patriarca?», «¿Cree que mejorará el diálogo con los ortodoxos?», «¿Cómo podemos afrontar el problema con las autoridades?». Pezzi va respondiendo, pero sobre todo les pregunta qué es lo que hacen y cómo están: «Sigo sorprendiéndome cuando visito a las diferentes comunidades de Rusia. No hay nada que pueda impedir vivir la fe, sean cuales sean las circunstancias».
¿Qué significa ser padre de estas personas? «Ante todo significa encontrarse con personas que no he generado yo en la fe», nos explica en cuanto salimos. Expresar esta cercanía en una diócesis tan extensa no es sencillo. «Con frecuencia envío cartas dirigidas a los sacerdotes, a los fieles, a toda una comunidad; pido a los sacerdotes que también ellos me escriban. No es una formalidad: me interesa de verdad cómo viven la relación con Cristo y con su gente».

Las preguntas de Aleša. Aleša. Es la misma pasión que Pezzi vive a diario, tanto si está de visita pastoral a miles de kilómetros o entre las cuatro paredes de su despacho en el obispado (tres pisos de ladrillo rojo detrás de la catedral, a cuatro kilómetros en línea del Kremlin). «Todo el que quiera puede venir a verme, lo saben todos». Hay personas que me piden consejo, otros que piden ayuda o están desesperados y buscan una salida. La jornada comienza a las 7, o antes, «depende de la energía que Dios me concede». Enseguida, se celebran la Misa y los Laudes, luego el desayuno con las tres Hermanas que le ayudan en el obispado. Luego, en el despacho, unas horas para preparar encuentros, homilías y responder a las cartas. A continuación comienza a recibir a sacerdotes, empresarios, extranjeros que están de paso, algún periodista, algún político. Muchas veces vienen jóvenes: «Hace unos días una chica me dijo que se quería ir a EEUU para comprender “qué es lo que Dios quiere de mí”, y me preguntaba qué me parecía». ¿Usted qué le contestó? «Que para eso no hace falta huir de la propia patria». Tras la cena todavía hay tiempo para algún encuentro más o para estudiar. Este es más o menos el día a día del Arzobispo de Moscú («de vez en cuando tengo un “día de locos”, corriendo de un encuentro a otro») que también tiene su parte de papeleo y burocracia: «Yo nunca habría escogido muchas de las cosas que hago. Puedo verme hoy con el Patriarca y mañana con un mendigo, no soy yo el que decide. Esta tarea que se me ha encomendado ha supuesto el cambio más radical que he tenido en mi vida: ya nada es mío, toda mi vida pertenece a la Iglesia».
En el listado de las citas hay una muy especial. Cada quince días, el martes a las ocho de la tarde, en un salón de la curia se reúne la Escuela de comunidad, que Pezzi hace desde el mes de septiembre con un grupo de jóvenes. Esta semana se trabaja sobre la esperanza. Acuden nueve, el mayor tendrá unos treinta años. Al principio eran dos, el Obispo y su secretario. «Pocas semanas más tarde, algunos jóvenes a los que conocí en los encuentros pastorales me dijeron: “Necesitamos una compañía”», nos cuenta Pezzi. Querían verse más a menudo. «Entonces les invité a Escuela de comunidad». Comienzan las preguntas y las intervenciones, algunos toman apuntes. Se levanta AlešAlešaa, en vaqueros y jersey de rayas: «¿Existe una verdad o cada uno tiene la suya?» (Y Pezzi le dice: «Responde tú mismo: a partir de tu experiencia, ¿qué dices?»). Luego, interviene Ania, una de las primeras: «¿Por qué tienen que morirse también las personas a las que más quiero?». No se percibe la menor artificiosidad, ni en ellos ni en él: «En primer lugar yo soy libre, sé que no tengo que ganármelos». Tampoco existe la preocupación de engrosar las filas: «El proselitismo comienza donde termina la misión, La misión es anunciar a Aquel que ha cambiado mi vida y que tiene también algo que decir a la tuya».

Barreras en la estepa. Esta es una verdadera posibilidad de encuentro. Lo vimos en Kirov, en el “almuerzo ecuménico” organizado por el padre Grigorij, con el párroco de la catedral ortodoxa, el representante de la comunidad musulmana, el arzobispo de Moscú y el presidente de la Asociación hebrea de Kirov. Allí sentados unos frente a otros. ¿Qué es lo que posibilita el diálogo? «La familiaridad con Cristo –explica Pezzi mientra subimos las escaleras del obispado–, Sólo así puedo acercarme al otro con el deseo de conocer la verdad que hay en él, cualquier brizna de verdad». Como en esa comida y en el brindis que propuso al final el padre Aleksander, el párroco ortodoxo de Kirov; más allá de las relaciones de buen vecindario y de lo políticamente correcto. Nos contaba que había ido a Italia de peregrinación a San Nicolás de Bari. Recordaba que mientras hacía el Viacrucis con sus fieles por las callejuelas, se asomaban las viejecitas a las ventanas para bendecirles. Y alzando su copa decía: «¡Aunque, lamentablemente, hay todavía barreras entre nuestras Iglesias, estoy seguro de que no llegan hasta el cielo!».
Barreras, incomprensiones, momentos de tensión. Los ha habido, es inútil ocultarlo. «Pero, si siguen existiendo las divisiones, hay algo que podemos hacer: dar testimonio de Cristo. Incluso con iniciativas en común», dice Pezzi, sentándose delante del ordenador, bajo un pequeño icono con una Virgen bizantina. ¿La elección del nuevo Patriarca representa una señal positiva? «Kiril conoce bien a la Iglesia católica. Con él los ortodoxos podrán ahondar en su propia identidad y el diálogo será más deseado y menos temeroso». La prensa le describe como liberal o reformista… «Las categorías mundanas no sirven. Es un hombre abierto, pero no tanto al diálogo en abstracto sino a un encuentro que se encamine al bien de la Iglesia». ¿Pero sigue estando lejos la unidad? «Se dará cuando Dios quiera. Mientras tanto mi tarea es dar testimonio. Y eso depende de lo que soy y de lo que vivo».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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