¿Por qué los medios de comunicación se ensañan continuamente y de manera creciente con la persona del Papa, reduciendo sistemáticamente sus enseñanzas a titulares que despistan o buscan el efecto, y suscitan reacciones de rencor y polémicas en todo el mundo?
La última polémica, relativa a las declaraciones sobre los remedios a la plaga del SIDA, es notoria.
En muchas reseñas de prensa sobre la extraordinaria Carta de Benedicto XVI a los obispos se volvió a la carga con la soledad del Papa, la creciente incomprensión de su mensaje, considerado demasiado doctrinal y poco pastoral, su aislamiento tanto en la Curia como entre los fieles y en la opinión pública mundial... No faltan los que, además, subrayan insistentemente que los “malentendidos” se repiten con frecuencia con Benedicto XVI (desde el discurso de Ratisbona en adelante). Sobre el «mito de mi soledad», el mismo Benedicto XVI sonrió durante el encuentro con los periodistas en el vuelo hacia Camerún para su primer viaje apostólico a África. La misma serenidad con la que pronunció otras palabras –ahora podemos decir proféticas–, cuando en la homilía de inicio de su pontificado en la Plaza de San Pedro (24 de abril de 2005) aludió dos veces al «estar solo». La primera, recordando a Juan Pablo II («Quien cree, nunca está solo; no lo está en la vida ni tampoco en la muerte»); la segunda, referida a sí mismo unido a la compañía de los santos en el cielo y a la oración, a la fe, a la esperanza y a la caridad de todos los fieles: «no estoy solo. No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar yo solo». En aquella circunstancia Benedicto XVI afirmó que «mi verdadero programa de gobierno no es hacer mi voluntad, ni seguir mis propias ideas, sino ponerme, junto a toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia».
Son afirmaciones que ayudan a comprender el sentido profundo y el alcance para toda la Iglesia de la reciente carta, que, sin acallar las dificultades y errores, las divisiones, incluso el odio, expresa toda la pasión por Cristo y por el hombre de Benedicto XVI, la conciencia viva de su servicio, único, a la Iglesia y al mundo, y la intensidad de su magisterio. Este va mucho más allá de las puntuales aclaraciones y explicaciones del gesto de misericordia con el que se remitía la excomunión –madurada en el mismo momento de la ordenación ilegítima de los cuatro obispos lefevrianos– con todas las dolorosas polémicas y confusiones que siguieron a este gesto.
Muchos ya han subrayado que este texto representa un unicum en la historia reciente de la Iglesia no sólo por su estilo (parecido al de las cartas Paulinas y de los Padres de los primeros siglos cristianos, se ha observado) y por su decisivo contenido magisterial. El mismo Papa ha querido aclarar, ante todo al colegio episcopal que encabeza, que los problemas afrontados son de naturaleza «esencialmente doctrinal» y se refieren «sobre todo a la aceptación del Concilio Vaticano II y del magisterio post-conciliar de los Papas». En el centro está el delicado proceso de recepción del Vaticano II, que sigue en curso (aunque siempre haya alguien que anhele la necesidad de un “Vaticano III”), y la relación entre el Concilio y la Tradición de la Iglesia. No son cuestiones reservadas solo a los obispos o al círculo restringido de los especialistas y entendidos, porque lo que está en juego es la naturaleza misma de la Iglesia y de su misión hacia el hombre contemporáneo. Lo recuerda con tono afligido el mismo Pontífice: «En nuestro tiempo, en el que, en amplias zonas de la tierra, la fe está en peligro de extinguirse como una llama que no encuentra ya alimento, la prioridad que está por encima de todas es hacer presente a Dios en este mundo y abrir a los hombres el acceso a Dios». El Papa se percata con lucidez dramática de los signos de unos tiempos en los cuales «Dios desaparece del horizonte de los hombres» y «la humanidad se ve afectada por la falta de orientación, cuyos efectos destructivos se ponen cada vez más de manifiesto».
Se advierte a los miembros de la Fraternidad Pío X de que nadie puede pretender «congelar la autoridad magisterial de la Iglesia» en el tiempo anterior al Concilio. Pero también se recuerda a aquellos que el Papa, no sin una sutil ironía, llama «grandes defensores del Concilio» que «el Vaticano II lleva consigo toda la historia doctrinal de la Iglesia» y que la fidelidad al Concilio implica «la fe profesada en el curso de los siglos» sin «cortar las raíces de las que el árbol vive».
Hay quien ha querido ver en estas sobrias y edificantes expresiones una especie de cambio, incluso un “viraje”, respecto a las indicaciones del importante discurso a la Curia de 2005. En aquella ocasión el Papa habló de la necesidad de una hermenéutica del Concilio de la continuidad y de la reforma, en lugar de una hermenéutica, hoy todavía de hecho dominante en vastos sectores de la Iglesia, que interpreta la “actualización” del Vaticano II, su “apertura al mundo” como una discontinuidad respecto a la tradición anterior, casi un nuevo inicio de la Iglesia en la modernidad. Una lectura de ese tenor corre el riesgo de reducir en seguida la fuerza de la carta papal, sin darse cuenta de lo que realmente está en juego: la superación de la división latente en la Iglesia entre contenido y método del anuncio cristiano. Si se reduce de forma racionalista el contenido del cristianismo sólo a doctrina o preceptos morales, continuamente reinterpretables según criterios subjetivos e inevitablemente parciales (tradicionalismo, progresismo, espiritualismo...), el método de su anuncio acaba por estar dictado no por el hecho mismo del acontecimiento de Cristo, siempre presente en la vida de la Iglesia, sino por sus varias consecuencias y las prioridades dictadas por la contingencia histórica o, en última instancia, por el poder.
¿Cómo se hace presente Dios hoy, cómo habla al hombre, cómo le manifiesta su «amor llevado hasta el extremo» que tanto necesitamos todos? Esta es la prioridad a la que Benedicto XVI se refiere, implicándose en primera persona y volviendo a proponer con firmeza serena la perenne novedad del acontecimiento cristiano y las condiciones de su permanencia original, en tiempos en los que se desvanece la fe y el sentido de pertenencia a la Iglesia. En la fatigosa lucha por la fe, la esperanza y el amor de toda la Iglesia, Benedicto XVI es muy consciente de la misión que el mismo Señor confió a Pedro y a sus sucesores: «Tú… confirma a tus hermanos» (Lc 22,32). En el discurso que pronunció el 16 de marzo a la Congregación para el Clero hay un pasaje que ilumina esta conciencia: «En el misterio de la encarnación del Verbo, es decir, en el hecho de que Dios se hizo hombre como nosotros, está tanto el contenido como el método del anuncio cristiano». Podríamos recordar también el incipit de la primera Encíclica, citada en la Carta a los obispos: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus caritas est, n. 1). Con su testimonio de fe y de amor misericordioso, con la vehemente llamada a la unidad de los creyentes, principal signo de credibilidad del anuncio cristiano (de ahí la prioridad dada al ecumenismo y la necesidad del diálogo interreligioso), el Papa, fiel al carisma de Pedro, presenta de nuevo mediante su persona el método mismo del anuncio: «Es Él, Cristo, quien guía su Iglesia».
La gran libertad de Benedicto XVI al aceptar con amor el peso y el compromiso fatigoso de su misión única, pero no solitaria, sin preocuparse de «la hostilidad dispuesta al ataque» es la verdadera garantía de la libertad y la esperanza en el seguimiento de Cristo de todo creyente y de todo hombre sinceramente comprometido en la fatiga cotidiana de su camino hacia el destino. Es la alternativa verdadera a «una libertad mal interpretada», siempre lista para «morder y devorar», dentro y fuera de la Iglesia.
* Profesor de Introducción a la Teología en la Universidad Católica de Milán
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