Lo primero que impresiona es el hecho de que el Papa haya sentido la necesidad de escribir una carta así: cargada de dolor ante la incomprensión no tanto de los extraños, sino de los católicos. Un caso insólito en la historia reciente, por lo que recuerdo, y signo de que no entendemos un gesto que, como demuestra la carta, está cargado de racionabilidad.
En su sencillez, fue un gesto de misericordia hacia una parte de los fieles confiados a su paternidad de pastor universal de la Iglesia, que muestra todo su alcance ante el endurecimiento de los que lo critican, incluidos aquellos a los que se dirigía. Este gesto pone delante de todos el escándalo cristiano. En efecto, al leer la carta es difícil no recordar las palabras de Jesús: «Bienaventurado el que no se escandaliza de mí», dirigidas a quien se enfadaba porque comía con los publicanos y pecadores. La misericordia, un gesto inequívoco de lo divino, sigue escandalizando como el primer día. Lástima que esto suceda también entre quien pertenece al pueblo de los redimidos, es decir, entre los que han sido los primeros en ser objeto de una misericordia inconmensurable.
Contrariamente a los que piensan que Benedicto XVI confirma a los destinatarios en su posición, su gesto constituye el mayor desafío ante el cual se han encontrado jamás. Solo la misericordia desafía nuestra testarudez como ninguna otra advertencia. A quien mucho le es perdonado, mucho ama, dice Jesús. A ningún otro gesto es tan sensible el hombre como a la misericordia, tanto es así que fue el método de Jesús, como nos recuerda San Pablo: «Cuando aún éramos pecadores, Cristo murió por nosotros». La respuesta del Papa es una respuesta a «la prioridad que está por encima de todas, hacer presente a Dios en este mundo», un Dios encarnado cuyo nombre es “misericordia”, que se manifiesta mediante «la unidad de los creyentes».
Esta carta tiene una “envergadura” que no podemos dejar de agradecer al Papa, con más razón cuando aumenta la inflexibilidad de quienes reducen la vida cristiana a un moralismo sofocante. Nada me hace sentir tan orgulloso de mi pertenencia eclesial como una carta así, con la plena confianza de que el día que yo pudiera equivocarme sería tratado con la misma misericordia.
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