Una conversación con María y Leo Aletti, los padres de Stefano, muerto el 23 de julio en las aguas del lago de Como
Es casi de noche, y en casa de los Aletti hay trajín, signo de un fluir libre y ordenado de la vida. Por las habitaciones se siente ya un olor a cena. Pero María y Leo están sentados a otra mesa, aquella donde Stefano, muerto el 23 de julio en las aguas del lago de Como, estudiaba con los amigos. Delante está la grabadora. Lo que sigue es la transcripción, lo más fiel posible, de sus palabras. Una transcripción que retorna, que parte de allí donde ellos han terminado su relato
María: En los días en que Stefano estaba en el fondo del lago, pedía siempre a la Virgen de San Celso una gracia: que al morir mi Stefano no se sintiera solo. Me arrodillé allí y le pedí esto. No sé como, pero la Virgen me confortó, me dio la certeza de que en aquellos momentos Stefano no estaba solo, porque Ella estaba cerca de él y que en su discreción podía haber tomado nuestros semblantes.
Leo: En aquellos días había estado en el santuario de Caravaggio. Recé y pedí a la Virgen María que nos concediera la gracia de volver a abrazar el cuerpo de nuestro hijo. «Tu lloras», le dije, «pero en el fondo Tú has tenido al Hijo en tus brazos. Yo no». Apenas había salido del santuario me llamaron diciendo que habían encontrado a Stefano. Algún día después, volví a Caravaggio para darle gracias. Le dije que ella era mi madre. Le supliqué que me guiara en todos mis pasos.
María: Le vimos a las 9 de la noche. Nos habían dado permiso para entrar en aquella hora a la cámara mortuoria: Stefano estaba hermoso... estaba hermoso. Tenía la cabeza reclinada sobre el hombro. Aquella particularidad me había conmovido. El día después fui a la parroquia para preparar el entierro. Había un joven coadjutor. Le conté todo, le hablé no sé por cuánto tiempo. Él escuchaba. Después, cuando terminé de hablar, él me dijo: «También un apóstol, durante la Última Cena, tenía la cabeza reclinada. Era el más amado por Jesús».
Leo: La noticia para mí fue un golpe, un golpe terrible, devastador. Tenía la sensación de una herida que se alargaba cada vez más, porque la realidad no estaba dentro de mi propia medida. Usar la tijera para podar el seto a la altura justa era una pretensión vana. Como si el Señor me hubiera dicho: «Oye, la realidad no es tuya».
María: Cuando sucedió, ninguno de nosotros estaba en Milán. Estabamos dispersos cada uno por un lado. Leo estaba de vacaciones con un grupo de amigos médicos. Yo estaba con nuestros hijos menores en casa de unos amigos, cerca de Pinzolo. En Milán sólo estaba Gabriele, preparando un examen de medicina. Fue el primero en saberlo. Después me llamó. Me dijo: «Mamá, ha sucedido una cosa terrible». Y yo dije la cosa más terrible que pudiese suceder: «Stefano ha muerto». Y él: «Mamá, así es». Fue como si en aquel instante se abriese un abismo: «Dios mío, Dios mío...». Pero las palabras de Gabriele no me dejaron tregua: «Mamá, recuerda para qué está hecha nuestra vida. Ofrece todo. Y ayuda a mis hermanos a vivir estos momentos». Había perdido un hijo, pero otro me sostenía. Cuando volví a ver a Leo sentí que lo amaba como nunca lo había amado: continuaba mi agradecimiento porque me había dado a Stefano.
Leo: Después de la tragedia hubo un avalancha (María se levanta y toma del estante dos grandes carpetas rojas repletas de una avalancha de cartas, tarjetas, telegramas, ndr). Mira aquí. No soy siquiera capaz de contarlos. Cuando los miro me pregunto cómo ha podido suceder una cosa así. No sé responder de otro modo: el dolor no es un fin en sí mismo, es doloris salvifici, en el cual se manifiesta la Gloria de Dios. Este estruendo es por fuerza un eco de Su gloria. Le digo a María que deberíamos empezar a responder a todos, pero haría falta una vida entera para hacerlo. Querría leerte un mensaje que me ha conmovido... (Leo comienza a buscar en una de las carpetas).
María: El Señor me había preparado para lo que sucedió. En la montaña, con mi madre, intentábamos ir a misa todos los días. Fuimos a misa también aquel 23 de julio, festividad de Santa Brígida. Había notado que muchas veces, en aquellos días, se recordaba en la liturgia la frase de Jesús: «Aprende de mí que soy manso y humilde de corazón».
Leo: Aquí está, he encontrado el mensaje. Lo han mandado los voluntarios del Centro de Ayuda para la Vida de Vimercate. Dice que el Amén está después de la resurrección de los muertos, no antes... Como debe ser. Nuestra compañía es para siempre.
María: Recuerdo algo que me dijo un profesor de Stefano cuando vino a vernos: Ex discipulo magister (él que fue discípulo, ahora es maestro). «Aprended de mí que soy manso...».
Leo: Ya le decía a le suorine de vía Martinengo (ndt.: las hermanas de la Caridad de la Asunción que viven en Milán), que hacían tantos elogios de mis hijos mayores, a los que conocían: «No sabéis quién va a llegar. Ahora llega un peso pesado». Era Stefano, que llevaba aquel nombre en homenaje a su fundador, Stefano Pernet. Cuando murió hemos vuelto a pensar en ello. Y pensé: evidentemente estaba preparado y el Señor lo ha querido para sí.
María: Era un tipo sencillo, libre, alegre, concreto y atento a todo. Sabía que me gustaba escucharlo mientras estudiaba. Así que algunas veces venía a la cocina y analizaba algún canto de Dante o recitaba una poesía de Horacio. Alguna vez me pedía que escuchase una exposición... Parece algo sin importancia, pero para mí era una gran compañía. Antes de partir, como si supiera que iba a estar fuera por un tiempo, porque después de la estancia en el lago, iría a Inglaterra con su hermana, insistió en que cuidara a un muchacho que le preocupaba. Me decía: «Mamá, llámale, invítalo a las vacaciones, debemos cuidarle». Prácticamente me lo confió.
Leo: El rugby era su gran pasión. Incluso era muy bueno. Yo lo seguía porque algunas veces hacía de médico del campo, puesto que en el rugby hay una regla: sin médico no se puede disputar ningún partido. Jugaban bien, prácticamente siempre ganaban. El rugby en casa entró con Gabriele. Después contagió también a Stefano. Es un deporte bonito, porque hay una meta que alcanzar y no debes mandar la pelota, debes ir tú con ella. Cuesta trabajo y hay que vencer a los adversarios que te atacan y además la pelota es ovalada. Pero tú debes ir derecho a la meta. ¿No era esto lo que decía san Pablo?
María: Era tímido y no quitaba protagonismo a nadie. Al comienzo de la secundaria a veces iba a la escuela vestido de tal modo que se confundía con los colores de las paredes para no hacerse notar. Yo me reía mucho...
Leo: Poco antes de marcharse me hizo enfadar, no recuerdo por qué. Le levante la mano para darle un cachete, después le miré a los ojos y él me sonrió. Recuerdo que le dije: «Tú ganas, porque sigues».
María: Le nombraron secretario de su comunidad del Liceo Científico del Sacro Cuore. Nunca lo habría esperado y fue el primero en sorprenderse, pero asumió muy pronto su papel. No preguntaba a sus amigos si iban o no a las vacaciones, sino que les decía directamente cuándo tenían que darle el dinero. Lo daba por hecho.
Leo: Por la mañana, a las siete, lo llevaba al colegio. Llevábamos también a algunos otros chicos de la zona, todos con destino al Sacro Cuore. Apenas doblábamos la esquina, él, puntualísimo, empezaba a rezar el Ángelus. Cada mañana. Y después un Gloria por don Giussani, a quien él no conocía personalmente, pero así se lo había enseñado su hermano mayor, Giovanni, que el año pasado le llevaba al colegio. Stefano era así, alguien que seguía.
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