El saludo final que don Luigi Giussani ha dirigido a los participantes en el Meeting de Rímini. 25 agosto de 2001
He querido hacerme presente de este modo en vuestro y nuestro Meeting para aliviar un poco la fatiga y la melancolía de no haber podido ir personalmente. Lo que he llegado a entender en estos meses, un poco duros para mí, es que Jesús es verdaderamente el Señor del hombre que le sigue, es mi Señor.
Cuando Pedro, Juan y Andrés, hace dos mil años, volvían a casa con su mujer, con su familia, a veces decían: «Aquel hombre, esa persona a la que sigo, es mi Señor». De la misma forma, durante estos meses, Tú me has mortificado para que yo pudiese decir cada vez con mayor verdad las palabras: «Jesús mío», «Señor mío»; porque si el Señor no fuese mío, tampoco lo sería de nadie.
Travesar esta circunstancia me ha llevado a repetir y volver sobre una oración que los niños de Fátima nos pidieron que rezásemos en el Rosario: «Jesús mío, perdona nuestras culpas». Aquellos niños eran conscientes - hasta donde Dios les iluminaba - de la situación mortal en la que se halla la humanidad. Todos nuestros deseos frustrados y también las cosas lícitas y justas que esperamos se ven truncadas: en una palabra, la tierra del hombre es una tierra de personas que si considerasen los días de su vida, uno por uno, se descubrirían vencidas por sus culpas, por la herida de sus culpas. Mis culpas; porque la culpa, como ha indicado hace un momento quien os hablaba, implica no ser verdadero con lo que sucede, no tratar con verdad lo que sucede. Ahora bien, Cristo, resucitado de la muerte, acontece en todos los momentos de nuestra vida. No hay ningún vacío para quien verdaderamente comprende lo que Dios quiere de él.
«Perdona nuestras culpas y líbranos del fuego eterno». El problema de la vida es que esta culpa encierra una perversidad última: esta mentira, este no tomar las cosas conforme a su naturaleza propia, impregna las actitudes y las palabras habituales que usamos. El De profundis lo expresa bien: ¿quién podrá mantenerse en pie ante ti, Señor, quién resistirá bajo el peso de su culpa, bajo el peso de su incapacidad para realizar un esfuerzo que le haga digno ante Dios? Cuando Tú miras al hombre, dice otro salmo, no hay un solo instante de su vida libre de culpa, ningún hombre es inocente frente a ti, nadie logra alcanzar serenidad, darse a sí mismo la serenidad.
«Líbranos del fuego del Infierno» o, lo que es lo mismo, líbranos de la opresión de la culpa, de la tristeza que nace del pecado. Es pecado la imprudencia y la incapacidad de ser cada vez más verdaderos, de estar más abiertos a adherirnos a la naturaleza de lo que Dios nos da. Porque todo lo que Dios nos da y la fuerza que nos otorga viene del Espíritu, pero si no lo invocamos ni lo acogemos, el Espíritu no puede darnos esa fuerza.
«Líbranos del fuego del Infierno y lleva al Cielo a todas las almas, especialmente a las más necesitadas de tu misericordia». En esta jaculatoria que se reza al final de cada misterio del Santo Rosario se expresa el cumplimiento de la realidad cristiana.
«Líbranos del fuego del Infierno y lleva al Cielo a todas las almas, especialmente a las más necesitadas de tu misericordia». ¿Cuáles son las almas que más necesitan Su misericordia? Las que se han alejado de Cristo, las que por desgracia son presas del mal. El conjunto de los salmos que expresa el grito de angustia y de ayuda es justamente el clamor de quienes han errado, de quienes no quieren ni temen a Dios, de quienes están lejos de Él, de quienes no Le aman, de quienes no han amado ni han temido a Dios.
‘Misericordia’ es la palabra más grande que se puede pronunciar y, mientras rezo el Rosario, esa palabra me acompaña, está siempre a mi lado, explicándome todo lo que sucede.
No pretendía más que deciros simplemente: «¡Hola! Os recuerdo. ¡Adiós!». Y sin embargo, cuando Cristo entra en nuestra mente y afecta de algún modo a nuestra conciencia, es como si hubiese que volver a decirlo todo, a descubrir todo de nuevo. Sencillamente quería recomendaros que oréis con esta jaculatoria que me ha hecho tanto bien en estos meses.
Os deseo que estas jornadas no os resulten pesadas y que estén repletas de cosas que os gusten, de actos acertados. Perdonad si os he quitado unos minutos de vuestro tiempo, ahora que todo había terminado. Os digo de inmediato, claramente, la jaculatoria que mayor beneficio me ha proporcionado en estos meses: «Veni, Sancte Spiritus. Veni per Mariam». «Ven, Espíritu Santo», porque es el Espíritu quien nos mantiene vivos, quien da vida a las cosas. Todo, nuestros pensamientos y hechos, se ordena y adquiere unidad en María. «Ven por María» representa todo esto. Os deseo que digáis siempre con sinceridad: «¡Ven, Espíritu Santo!», porque el espíritu del mundo no puede hacer que pidamos algo así. «Ven, Espíritu Santo. Ven por María». Ahora os digo: «Adiós» con ese recuerdo que me apremia. ¡Adiós! Mi voz no está en sus mejores condiciones, pero espero que vuelva a estarlo.
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