En el encuentro con Cristo el hombre “ve” su propia realización, porque Él «ha traído toda novedad trayéndose a sí mismo». La carne, templo de Dios. El segundo de los dos artículos sobre Ireneo, gran santo del siglo II
A la pluralidad de doctrinas gnósticas - «aunque se hallen reunidos solamente dos o tres de ellos, discrepan en sus puntos de vista, contendiendo acerca de las doctrinas y de la terminología » (Adversus Haereses I, 11,1) - Ireneo contrapone la unidad de la fe proclamada universalmente por la Iglesia, la cual «aunque dispersa por el mundo entero, las guarda con cuidado, como si viviera en una misma casa, cree en ellas de una manera idéntica, como si tuviera una sola alma y un solo corazón, y las predica, las enseña y las transmite con voz unánime, como si tuviera una sola boca, ya que, aunque las lenguas sean diferentes a través del mundo, el contenido de la Tradición es uno e idéntico» (AH I,10,2). Y el contenido de la Tradición no depende de los méritos intelectuales de los responsables de la comunidad: «Ni el más versado en discursos entre los que presiden la Iglesia profesará otra doctrina que ésta - pues nadie está por encima del Maestro -, ni el ignorante en discursos debilitará esta tradición. Pues la fe es una e idéntica, y ni el que mucho puede disertar de ella está más repleto, ni el que poco puede decir se halla más vacío» (AH I,10,2). En cambio entre los gnósticos, «en lo tocante a doctrina y tradición difieren unos de los otros, y los que son tenidos por más modernos entre ellos emprenden nuevos descubrimientos cada día e inventan cosas que a nadie se le habían ocurrido, por lo que es difícil describir todas sus opiniones» (AH I,21,5).
Contra los gnósticos, que presumían de estar en posesión de una tradición secreta, revelada por Jesús a algunos discípulos después de la Resurrección y transmitida por éstos sólo a algunos elegidos, Ireneo propone la verdad de la única Tradición, custodiada por la Iglesia, transmitida y garantizada mediante la sucesión apostólica y ofrecida públicamente a todos: «Así pues, la Tradición de los apóstoles, manifestada al mundo entero, pueden verla en cada una de las Iglesias todos cuantos quieren ver la verdad y nosotros, por nuestra parte, podemos enumerar los obispos establecidos por los Apóstoles en las Iglesias y sus sucesores hasta nosotros» (AH III,3,1). Esta fe, recibida y custodiada por la Iglesia «por obra del Espíritu de Dios, como un precioso depósito contenido en una valiosa vasija, se mantiene siempre joven y al mismo tiempo hace rejuvenecer la vasija que lo contiene. Porque a la Iglesia se le ha confiado el Don de Dios, como el soplo a la criatura plasmada, de modo que todos los miembros, participando de ella, sean vivificados; y en ella ha sido desposada la comunión con Cristo, es decir el Espíritu Santo, promesa de incorruptibilidad, garantía de nuestra fe y escala por la que subimos a Dios... Porque donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia. Ahora bien: el Espíritu es la Verdad. Por eso, los que no participan de él no se amamantan a los pechos de la Madre para la vida, ni beben de la purísima fuente que mana del cuerpo de Cristo» (AH III, 24,1).
Es interesante señalar que, para Ireneo, la tradición es ante todo tradición oral - «incluso en el caso de que los apóstoles no nos hubiesen dejado las Escrituras, ¿no deberíamos seguir el orden de la Tradición, que transmitieron a aquellos a quienes confiaron las Iglesias?» (AH III,4,1) -, transmisión garantizada por la autoridad del testigo y por la transparencia de la sucesión. Sólo en un segundo momento y como ayuda ciertamente querida por Dios, los principales contenidos de esta tradición oral fueron fijados en la tradición escrita. Así escribe Ireneo: «No ha sido por medio de otros como nosotros hemos conocido la economía de nuestra salvación, sino por medio de aquéllos a través de los cuales el Evangelio llegó hasta nosotros. Es el Evangelio que predicaron y que después, por voluntad de Dios, nos lo transmitieron en algunas Escrituras para que fuese fundamento y columna de nuestra fe» (AH III,1,1).
La perfección del conocimiento - la verdadera “gnosis” - la otorga el Espíritu Santo. No es el fruto de una revelación secreta y particular, sino el don que los apóstoles recibieron el día de Pentecostés cuando «gracias a la venida del Espíritu Santo se vieron llenos de certeza sobre todas las cosas y adquirieron el conocimiento perfecto» (AH III,1,1).
Una cuestión de método importante
Ireneo no niega la posibilidad de una verdadera ciencia sobre Dios, de una “teo-logía”, porque la razón es criatura de Dios y porque ha habido una Revelación, pero advierte que «es mejor y más útil ser ignorantes y poco instruidos pero estar cerca de Dios por medio del amor, que no creerse doctos y expertos pero ser luego hallados blasfemos ante el propio Señor... Sería mejor no buscar nada mediante la ciencia fuera de Jesucristo, Hijo de Dios, que fue crucificado por nosotros, antes que caer en la impiedad a causa de cuestiones sutiles y un estilo alambicado» (AH II,26,1). Al rechazar las exageraciones gnósticas Ireneo no cae en el extremo opuesto de quien niega absolutamente la posibilidad de conocer a Dios, sino que recuerda una importantísima cuestión de método, es decir, que no se puede conocer a Dios sin Dios: «El Señor no anunció que el Padre y el Hijo no pueden ser conocidos en modo alguno, pues entonces su venida hubiera sido inútil. ¿Para qué habría venido? ¿Simplemente para decirnos: “No busquéis a Dios porque es incognoscible y no lo encontraréis”, como - conforme a las falsas opiniones de los discípulos de Valentín - Cristo habría dicho a sus Eones? Pero, ¡eso es una estupidez! El Señor nos ha enseñado que nadie puede conocer a Dios si no es Dios mismo el que se lo enseña, es decir, que no se puede conocer a Dios sin Dios; pero es voluntad del Padre que lo conozcamos, porque “lo conocerán aquellos a los que el Hijo lo querrá revelar”» (AH IV,6, 4).
Si es verdad que «el hombre por sí mismo no puede ver a Dios», es más verdad aún que «Él, por su propia voluntad, se dejará ver por los hombres que quiera, cuando quiera y como quiera» (AH IV,20,5). Entonces la cuestión es reconocer la modalidad con la que Dios ha querido darse conocer a los hombres.
La economía de la Encarnación
«¿Cómo aceptar que lo divino se haya convertido en embrión, que después de su nacimiento haya sido envuelto en pañales, todo sucio de sangre, de bilis y aun de cosas peores?» (Porfirio, Contra los cristianos, fr 77). Con este tremendo realismo formula el filósofo pagano Porfirio la gran objeción del paganismo al anuncio cristiano de la Encarnación. Para un pagano, en efecto, era inconcebible que el Misterio se mezclase con la materia, de por sí despreciable por ser obra de un poder malvado. El Salvador gnóstico no podía asumir la carne porque, según ellos, «la materia no puede acoger la salvación» (AH I, 6,1). Por eso, no tenía sentido creer en la realidad del cuerpo humano de Cristo: «Según ellos el Logos no se ha hecho propiamente carne, sino que afirman que el Salvador se ha revestido de un cuerpo psíquico, preparado con inefable providencia con vistas a la economía de modo que fuese visible y palpable. Pero la carne - concluye Ireneo - es la antigua plasmación de Adán, hecha por Dios a partir del fango y, como señaló Juan, el Logos de Dios se ha hecho verdaderamente esta carne» (Gianni Valente).
Ireneo, el menos platónico de los Padres, no tiene dudas frente a esta objeción radical: «Lo que parecía, eso era». El Verbo se hizo verdaderamente hombre para recapitular y conducir a la salvación la obra de sus manos: «Llegó, pues, y unió, como hemos dicho antes, el hombre a Dios. Pues si no hubiese sido el hombre el que venció al adversario del hombre, el enemigo no habría sido vencido justamente. Por otra parte, si no hubiese sido Dios quien nos dio la salvación, no la habríamos recibido establemente. Y si el hombre no hubiese sido unido a Dios no habría podido hacerse partícipe de la incorruptibilidad... Pero Él era lo que aparecía: Dios que recapitula en sí su antigua criatura, que es el hombre, para matar el pecado, destruir la muerte y vivificar al hombre» (AH III,18,7). Y precisamente gracias a su aparición, gracias a que se hizo visible, palpable y tangible, la antigua creación, el hombre creado en Adán, comprendió por fin, en el hombre-Cristo, a imagen de quién había sido creado y tuvo la posibilidad de recuperar la semejanza perdida a causa del pecado original: «En tiempos pasados también se decía que el hombre ha sido hecho a imagen de Dios, pero no aparecía como tal, porque era todavía invisible el Verbo a imagen del cual fue hecho el hombre, y precisamente por eso fácilmente perdió la semejanza. Pero cuando el Verbo de Dios se hizo carne confirmó lo uno y lo otro: mostró verdaderamente la imagen, haciéndose él mismo aquello que era su imagen, y restableció firmemente la semejanza, haciendo al hombre semejante al Padre invisible por medio del Verbo que se ve» (AH V,16,2).
Cristo, verdad de lo humano
De esta manera el hombre descubre su verdadera naturaleza porque en el encuentro con Cristo Verbo encarnado “ve” su propia realización. Sin Cristo el hombre no se entiende, porque Cristo no es sólo el Redentor después del pecado, sino la Imagen visible del Dios invisible y del hombre creado. El hombre completo - carne, alma y espíritu - fue creado a imagen y semejanza del Verbo y está llamado a la semejanza perfecta que es la de la carne gloriosa de Cristo después de su Resurrección. El hombre es «capax caro virtutis Dei» (AH V,3,2): la carne humana, el carácter material y concreto del hombre, el hombre histórico y contingente es “capaz” de la salvación, no por sí mismo, sino por el poder de Dios. A aquellos que niegan que la carne sea capaz de acoger la incorruptibilidad Ireneo les responde con un argumento eucarístico: «Si ésta (la carne) no recibe la salvación, entonces indudablemente ni el Señor nos ha rescatado con su sangre, ni el cáliz de la Eucaristía es la comunión de su sangre, ni el pan que partimos es la comunión de su cuerpo. Pues la sangre procede de las venas, de la carne y de la restante sustancia humana, y justo porque se ha hecho verdaderamente todo esto es por lo que el Verbo de Dios nos ha rescatado con su sangre» (AH V,2,2). Si ya en nuestra vida terrenal recibimos como fieles, en la debilidad de la carne, el don de la Eucaristía, «¿cómo pueden decir que la carne no es capaz de recibir el don de Dios que es la vida eterna?» (AH V,2,3). La carne es el templo de Dios, templo que el Espíritu predispone y prepara «acostumbrándonos poco a poco a acoger y a llevar a Dios» (AH V,8,1). Pero si ya en la vida presente nos volvemos espirituales «esto sucede no por el rechazo de la carne, sino por la comunión del Espíritu» (AH V,8,1), anticipo de la herencia futura, «cuando, resucitados, lo veremos cara a cara, cuando todos los miembros entonarán desbordantes un himno de alabanza, glorificando a Aquél que les habrá resucitado de los muertos y les habrá dado la vida eterna» (AH V,8,1).
Debido a esta vocación el hombre es superior a todas las criaturas, incluidos los ángeles, ya que sólo el hombre al final será conforme al Verbo en su humanidad glorificada y divinizada: «La obra por Él plasmada se hace conforme y concorpórea al Hijo de Dios, para que su Progenie, el Verbo Primogénito, descienda hacia su criatura, es decir, hacia la obra plasmada, y sea acogida por ésta, y a su vez la criatura acoja al Verbo y suba a Él, sobrepasando a los ángeles y haciéndose imagen y semejanza de Dios» (AH V,36,3).
Cristo «ha traído toda novedad trayéndose a sí mismo» (AH IV,34,1). Todo había sido anunciado pero tenía que suceder. Y la Encarnación del Verbo, su entrada en la historia y en la vida de los hombres es el Acontecimiento que fundamenta toda novedad.
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