Durante cuarenta años su voz resonó entre el pueblo de Israel. Nadie como él intuyó y describió con anterioridad la experiencia de la elección del Señor. La nota dominante de toda su predicación: la espera del Mesías como una persona histórica precisa
Es el profeta de la fe y de la santidad de Dios. De la profecía mesiánica y del genio poético. No elabora doctrinas: en él todo es absoluto, perentorio, sin posibilidad de equívoco: las cualidades intelectuales, políticas y morales de los hombres no valen nada. Sólo Dios, guía suprema de los acontecimientos humanos, es todo.
Nadie como él ha arremetido tan violentamente contra la hipocresía y las vanidades humanas. Nadie como él ha intuido y descrito antes la experiencia de la elección del Señor, entregándonos la expresión “santo resto de Israel”. A pesar de la traición, el castigo de Dios no llegará hasta el abandono completo de la humanidad: entre el pueblo es elegido un “resto”, al que salvará y que será testigo de su obra.
Justamente a este hombre se le ha concedido, ocho siglos antes de la Encarnación, profetizar el nacimiento de Jesucristo de una Virgen.
Avanzando por las admirables páginas de su Libro se reconstruye el rostro de un escritor bíblico que, aun sin poseer la capacidad de introspección psicológica de Jeremías, por su potencia expresiva ha sido definido por el teólogo Alonso Schökel “el Dante de la literatura hebraica”, cuyo mensaje en cierto sentido está sintetizado en su nombre, homólogo al de Jesús: Isaías, es decir “Yahveh salva”. Isaías es el primero entre los teólogos de Israel cuyo nombre conocemos.
De Isaías se ha escrito: «Lo ha previsto todo, lo ha dicho todo, lo ha escrito todo» (J. Vermeylen).
Un aristócrata que llama de “tú” al rey
«Visión que Isaías, hijo de Amós, vio tocante a Judá y Jerusalén en tiempos de Ozías, Jotam, Ajaz y Ezequías, reyes de Judá» (Is 1,1).
Al comienzo de los 66 capítulos del Libro de Isaías encontramos pocas pero suficientes informaciones para situarlo en un tiempo y un espacio precisos: los últimos cuarenta años del siglo VIII a.C. (740-700). Su vocación profética tuvo comienzo «en el año en que murió el rey Osías», es decir, en el 739 a.C.
Isaías nació en Jerusalén, la capital del reino de Judá. Tuvo una mujer, profetisa también ella. Dos hijos: “Un resto volverá” y “Veloz Saqueo” (o Rápido Botín), nombres simbólicos que anuncian cuál será la suerte del pueblo: para los impíos el juicio y la destrucción, para el “resto elegido” la conversión y la salvación.
Isaías era cultísimo. Conocía uno a uno, por ejemplo, los nombres de las plantas y de los árboles de su tierra. Y la fauna. Y las tradiciones religiosas de su pueblo.
De noble linaje, trataba al rey de “tú”, y era admitido en su presencia cuando lo deseaba. Incluso cuando el monarca se encontraba fuera de palacio, lo mandaba llamar. Su predicación no parece haber encontrado la oposición que encontró la de los profetas Amós y Jeremías. En resumidas cuentas, podía hablar sin tapujos en cualquier lugar.
Su predicación tuvo lugar en Jerusalén, en una época especialmente atormentada de la historia de los reinos de Israel y de Judá. Es el momento en el que son protagonistas sobre la escena política dos “superpotencias”: Asiria y Egipto, que libran una batalla por la hegemonía en Oriente Medio. Como corolario, algunos pequeños estados que, para sobrevivir, se ponen a favor de uno u otro coloso. Mientras que Israel se alinea inmediatamente con Egipto en contra de Asiria, el reino de Judá busca, mientras le es posible, mantenerse alejado del campo de tiro, también gracias a su situación geográfica.
Isaías asistió a la conquista de Asia occidental por parte de los grandes generales asirios Tiglat-Pileser III (745-727), Salmanasar V (726-722), Sargón II (721-705) y Senaquerib (705-681). Fue testigo de la caída a manos de los asirios de Damasco, de Samaria, de A dod y de gran parte de las ciudades de Judá: durante cuarenta años la voz de Isaías resonó solemne entre su pueblo.
En defensa de los hombres, contra los hipócritas
Para trazar las coordenadas que posibiliten comprender la obra profética de Isaías es necesario señalar al menos cuatro momentos principales: el primero va desde el año 740 al 736: son los años de mayor prosperidad de Judá, porque las guerras tienen lugar fuera de sus fronteras y las ciudades del pequeño reino, sobre todo su capital, Jerusalén, pueden prosperar.
La riqueza, sin embargo, fomenta la injusticia social y el formalismo religioso y cultural: Isaías, entonces, comunica violentamente al pueblo la indignación del Señor con respecto a las clases altas y pudientes de los potentados y de los comerciantes, que no se preocupan de los estratos humildes de la población, formada por campesinos y pastores, protegidos por la ley mosaica.
El Libro de Isaías, en este sentido, resulta apasionante ya desde los primeros versos del primer capítulo (1,10-20): «¿A mí qué, tanto sacrificio vuestro? - dice Yahveh -. Harto estoy de holocaustos de carneros y de sebo de cebones (...) no sigáis trayendo oblación vana (...) Vuestros novilunios y solemnidades aborrece mi alma: me han resultado un gravamen que me cuesta llevar(...) Aunque menudeéis la plegaria, yo no oigo (...) Aprended a obrar bien, buscar la justicia, defended al oprimido, sed abogados del huérfano, defensores de la viuda».
«Nunca se subrayará bastante el interés de Isaías por la ley divina», escribe el biblista G. Von Rad. «Esto aparece ya desde el uso de los términos “justicia” y “derecho”, que tienen una función central en la predicación de Isaías (..) Es la actitud de la sociedad hacia esta ley lo que establece si su relación con Dios va por buen camino; y esto explica por qué sus predicaciones están llenas de referencias a Jerusalén, en la que hay jueces irresponsables (...) A sus ojos la ley divina es la mayor bendición salvífica».
La política
Sin embargo, la paz no dura: en el periodo comprendido entre 735 y 733 comenzaron las presiones de Egipto, Israel y Damasco para que Judá se aliase con ellos en contra de Asiria.
Isaías trató de disuadir al rey Ajaz de que pidiera ayuda a Asiria, convirtiéndose así en vasallo de una potencia idolátrica. El rechazo del rey a seguir sus consejos indujo a Isaías a anunciar la ruina del país como castigo divino.
Retirado de la vida pública, esperó en silencio durante quince años el cumplimiento de sus profecías. Éstas se realizaron parcialmente cuando la parte septentrional de Judá fue destruida por los asirios.
Entre los años 716 al 711 Isaías se enfrentó también con el último rey de Judá con el que tuvo relación: Ezequías. Para emanciparse de una vez por todas de los asirios, el rey había pedido ayuda a los egipcios. Isaías temía sobre todo la contaminación religiosa. También en este caso el profeta demostró tener razón: la necia política de Ezequías tuvo como consecuencia la expedición victoriosa del asirio Sargón sobre Palestina en el 711. Ezequías evitó la definitiva ocupación extranjera porque tuvo la precaución de consolidar los vínculos del vasallaje con Asiria. En los años 705 al 701, Ezequías trató de nuevo de reconquistar la independencia de Judá. Pero se volvió a encontrar con que Isaías no estaba de acuerdo con sus estrategias políticas, quien también esta vez tuvo razón: el país fue invadido, aunque Jerusalén se salvó de la catástrofe milagrosamente.
Después de la liberación de Jerusalén del asedio de Senaquerib el asirio en el 701 no se vuelve a hacer mención de Isaías. Según una antigua tradición judaica y cristiana habría vivido hasta los tiempos de Manasés y habría muerto mártir.
Dios en el centro del cosmos y de la historia
Una sublime concepción de Dios sostiene toda la enseñanza de Isaías. Dios es el verdadero dirigente de la historia: a él rinden homenaje las fuerzas de la naturaleza y las naciones de la tierra. Nada puede oponerse a su voluntad.
Yahveh estimula a Siria y a los filisteos para que devoren a Israel: «Yahveh ha dado ventaja a su adversario, Rasón, y azuzó a sus enemigos: Aram por delante y los filisteos por detrás, devoraron a Israel a boca llena» (Is 9, 10-11). El hombre desaparece en el polvo frente a Dios: es débil, insuficiente y corrupto. Solo un soplo que pasa: «Desentendeos del hombre», dice Isaías, «en cuya nariz sólo hay aliento» (Is 2,22).
El gran profeta lleva a cabo una obra sistemática de desengaño: los designios humanos que se oponen al plan divino no se realizan, no se mantienen. No en vano todos los reyes de Judá, a los que él trata inútilmente de poner en guardia, no logran jamás realizar sus propios planes políticos. El hecho es que los hombres no comprenden los designios divinos porque en la realización del plan de Dios existen tiempos y demoras, la historia madura las decisiones celestes al igual que el tiempo madura las plantas, del mismo modo que crece el cuerpo humano. Pero el hombre no sabe esperar el momento de Dios: «¡Ay, los que despertando por la mañana andan tras el licor; los que trasnochan encandilados por el vino! (...) y no contemplan la obra de Yahveh, no ven la acción de sus manos» (Is 5,11-12).
Yahveh mantiene una relación especial con Israel, al que ha elegido como su pueblo entre todas las naciones. De la boca de Isaías salen las definiciones del Señor con relación a Israel: “Poderoso de Israel”, “su luz”, “la roca”. Una y otra vez es el solícito viñador, el padre del pueblo, el amigo, el marido que denuncia la infidelidad de la esposa. Y sobre todo es el “Santo de Israel”, es decir, el trascendente, el incomprensible y que, sin embargo, entra en relación íntima con el pueblo que ha elegido. Precisamente en esta relación se inserta una nota característica de la teología de Isaías, según la cual Yahveh gobierna el curso de los acontecimientos históricos y los dirige hacia el término fijado por él: «Porque como en el monte Perasim surgirá Yahveh (...) para hacer su acción, su extraña acción, y para trabajar su trabajo, su exótico trabajo (...) ¿Acaso cada día ara el arador para sembrar, abre y rompe el terreno? Luego que ha igualado su superficie, ¿no esparce la neguilla, y desparrama el comino, y pone trigo, cebada y espelta, cada cosa en su tablar? Quien le enseña esta usanza, quien le instruye es Dios (...) También esto de Yahveh Sebaot ha salido: trazar un plan maravilloso, llevar a un gran acierto» (Is 28, 21.24-26.29).
Hay una fase preliminar del plan de Dios: es el juicio contra los pecados de los individuos, del pueblo de Israel y de todas las naciones paganas.
¿Qué es el pecado en la teología de Isaías? Es la expresión del orgullo humano que tiene diversas formas: la indiferencia hacia la religión: «¡Ay de aquellos que llaman al mal bien y al bien mal, que cambian las tinieblas en luz y la luz en tinieblas». La vanidad de las mujeres: «Dice Yahveh: “Por cuanto son altivas las hijas de Sión, y andan con el cuello estirado y guiñando los ojos, y andan a pasitos menudos, y con sus pies hacen tintinear las ajorcas”, rapará el Señor el cráneo de las hijas de Sión» (Is 3,16-17). La presunción y la cobardía de los intelectuales no son sino manifestaciones de desprecio hacia el Señor. Pero el castigo divino no se hace esperar: los pecados personales son golpeados con castigos individuales como la pobreza, el hambre, la sed. El estado en cambio es condenado a la anarquía, a la devastación y a la desolación del país, a la invasión enemiga, al asedio y al abandono de Jerusalén.
El santo resto
Pero al Señor sólo le importa una cosa: la salvación. Un don que no afecta a todos, sino solamente a una parte del pueblo, que Yahveh, por boca de Isaías, llama “santo resto”.
Precisamente en el fragor de la guerra sirio-efraimítica, Isaías reunió en torno a sí a un pequeño grupo de personas llenas de fe. Asiria diezmará al pueblo, pero sobrevivirá un resto que pondrá de nuevo sus esperanzas únicamente en Yahveh y no en los extraños. «Aquel día no volverán ya el resto de Israel y los bien librados de la casa de Jacob a apoyarse en el que los hiere, sino que se apoyarán con firmeza en Yahveh (...) Que aunque sea tu pueblo, Israel, como la arena del mar, sólo un resto de él volverá» (Is 12,20-22). Escribe J. Steinmann: «Isaías inaugura el evangelio del pequeño número de los elegidos (...) Él no espera nada de la masa. La salvación es asunto de una élite».
Para nada sirven entonces las alianzas diplomáticas y la confianza depositada en los recursos y ayudas humanas. La política de Isaías puede definirse, como sugiere el estudioso Stefano Virgulin, como “una política de la fe”, proclamando en los momentos más decisivos de la historia de Judá la potencia de la confianza en Dios y haciendo depender la supervivencia del estado de esta actitud. Se da en Isaías una innegable relación entre fe y política como escribe de nuevo Steinmann: «Isaías es uno de los mayores genios de su raza. Trasciende su tiempo, anuncia el porvenir, supera el futuro judaísmo, que se cerrará cada vez más en la religión de la Torá».
El Mesías
Gracias a su fe, el santo resto participará en la salvación concebida escatológicamente como un reino de justicia, de paz, de libertad y de luz: el reino de Dios, profetiza Isaías, será instaurado por el futuro rey ideal de la dinastía de David y piedra angular sobre la que se yergue el edificio divino: «He aquí que yo pongo por fundamento en Sión una piedra elegida, angular, preciosa y fundamental: quien tuviere fe en ella no vacilará» (Is 28,16). El rey que venga estará dotado con las virtudes espléndidas del poder, de la sabiduría y de la fortaleza. Isaías anuncia al Mesías a Ajaz precisamente dentro de su palacio. Es el momento en el que el profeta trata de disuadir al soberano de pedir ayuda a los asirios, y le insta a volver a poner la confianza sólo en Yahveh: «Pues bien, el Señor mismo va a daros una señal: He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel. Cuajada y miel comerá hasta que sepa rehusar lo malo y elegir lo bueno. Porque antes que sepa el niño rehusar lo malo y elegir lo bueno, será abandonado el territorio cuyos dos reyes te dan miedo» (Is 7,14-16).
A pesar de las distintas interpretaciones de la identidad del Emmanuel, que significa “Dios con nosotros”, la interpretación cristiana tradicional, favorecida por la versión griega que traduce “joven mujer” por “virgen”, reconoce en el niño al Mesías. San Mateo reconoce en el texto el anuncio del nacimiento prodigioso de Cristo de María virgen y madre.
La grandeza de Isaías coincide por tanto con la promesa de un Mesías. Con anterioridad a él existía una confianza genérica en la dinastía de David, objeto de antiguas promesas. Isaías en cambio da un nombre concreto a tal espera: anuncia al Salvador. El de Isaías es un mesianismo nuevo y creador, que, aun perteneciendo al Antiguo Testamento, encuentra su cumplimiento final en el Nuevo.
El texto del santo resto es retomado por san Pablo en la Carta a los Romanos, a propósito del pequeño grupo de judíos que acepta la fe cristiana. Como el pasaje relativo al pueblo obstinado, que es citado por cinco veces en el Nuevo Testamento en Mateo y Juan. Pero seguramente el más conmovedor es la profecía sobre Emmanuel que se cumple en el nacimiento virginal de Cristo en el evangelio de Mateo. La profecía «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los habitantes que se encontraban en tinieblas resplandeció una luz» encuentra su realización cuando Jesús comienza su predicación en Galilea. También “la piedra de escándalo” y “la piedra angular” anunciadas por Isaías se refieren a Cristo. En el evangelio de Lucas leemos: «En aquel tiempo fue Jesús a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el Libro del Profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor”. Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba, y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirles: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”» (Lc 4,16-21).
El mesianismo de Isaías es un mesianismo personal: el Mesías es una persona histórica precisa cuyo nacimiento describe como un signo divino. «La espera del Mesías, presente en toda la obra de Isaías», escribe P. Aubray, «contribuye a expresar esta confianza serena que, a pesar de la severidad de muchos oráculos, permanece como la nota dominante de toda su predicación».
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