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Huellas N.6, Junio 2001

MOVIMIENTO

Hasta los confines de la tierra

Francesco Ricci

A 10 años de su desaparición, proponemos estas notas de viaje que don Francesco escribió alrededor de los años 80. Fueron encontradas fortuitamente entre sus cartas y tal vez estaban destinadas a su publicación


Los primeros mosquitos socialistas
Todo comenzó en el verano del 65, en Podpec, cuatro casas diseminadas sin orden junto a las vías del ferrocarril un poco antes de llegar a Lubiana. Habíamos acampado lo mejor que pudimos junto a un pequeño lago que se acurrucaba bajo el ribazo que da nombre al lugar. Ello nos trajo nuestros primeros mosquitos socialistas, una desagradable sorpresa, y no la única en aquellas tierras todavía desconocidas para nosotros.
Por suerte, una de las casas estaba destinada a “gostilna” y el local era famoso en Lubiana y los alrededores por su cocina. Te servían, a la manera campesina, unas truchas marinadas y unos asados de carne regados con un robusto vino merlot que te hacían olvidarte un poco de mosquitos y socialismo. Y al final, corría la “slivovica” para ayudar a conciliar los cantos y el sueño.
Fue cerca de allí donde conocimos al legendario p. Vinko, un joven cura campesino con regusto a queso de oveja. El encuentro con él tuvo lugar en el claro de un bosque. Recuerdo todavía que Robi y otros montaban guardia para impedir que ojos y oídos indiscretos turbaran el diálogo. Había siempre un seiscientos de la Milicija patrullando en el cruce de Podpec hacia Lubiana.
Hablamos con voz queda y corazón en libertad, descubriendo la vida de fe que existía entre la gente que vivía en aquellos valles de Eslovenia. Nos parecían supervivientes de un naufragio, empapados y victoriosos.
Hoy, el padre Vinko recoge a centenares y centenares de jóvenes de aquellos ásperos y dulces valles eslovenos, aunándolos en una experiencia de fe y amistad, la esperanza más cierta para aquel país que ha permanecido a medio camino entre Oriente y Occidente, y que sufre todos los males de los dos sistemas más poderosos que existen, capitalismo y socialismo. Han pasado veinte años y Vinko tiene los cabellos blancos, pero “Ziva Cirkev” (la Iglesia viva) es una realidad de movimiento que ha renovado la presencia de la Iglesia en una sociedad que la había dado por muerta.

El sótano de Praga
Bajé las escaleras del sótano de un gris edificio estatal situado en una calle cualquiera de la Ciudad de Oro; quien me abrió la puerta tenía el rostro grande y alegre y en el centro dos ojillos de una viveza inusitada. Vestía el uniforme de ordenanza de los almaceneros del Museo Nacional de Arte, de color almendra.
Hablaba un italiano elegante, aunque más que hablarlo lo cantaba con tintineos argentinos. La habitación estaba llena de cuadros, marcos, y cuantos objetos es posible amontonar en semejante depósito. En cuanto supo que era italiano, nacido en Faenza, me mostró un cuadro colocado sobre un caballete, y me aseguró que era el más bello que tenía; se trataba de una dulcísima Virgen con el Niño del más puro Renacimiento por sus colores y formas. Más tarde me regaló una foto del mismo, que conservo como precioso recuerdo.
El hombre había empezado a trabajar en aquello hacía poco, aunque su preparación en historia del arte provenía ni más ni menos que de la Sorbona. No había que asombrarse de que con ese título de estudios no ocupase el puesto de director del Museo. Estaba allí en razón de los trabajos forzosos por los que le había sido conmutada la pena de 16 años de prisión; años transcurridos en su mayoría en la cárcel, desde que en 1959 fuera condenado - junto a muchos otros - como “espía del Vaticano”. Su nombre era Jozef Zverina. En 1968 dio acento cristiano a la “Primavera de Praga”. En 1977 fue de los primeros en firmar la “Carta 77”. Desde entonces ha sido maestro de fe y de cultura.

Una naranja a trozos
El tren que corría en la noche del último día del año 1965 desde Katowice a Varsovia estaba repleto de gente. Mi compañero de viaje y yo habíamos encontrado un hueco en un compartimiento que ya estaba lleno. Los pasajeros polacos, al sabernos italianos, nos acogieron con gran simpatía, como amigos de la casa. No sabíamos una palabra de polaco, pero nos dijimos muchas cosas en un clima que se caldeaba de alegría al acercarse la media noche. Cuando la locomotora ululó la señal del nuevo año, cada uno ofreció a los demás lo que tenía: nosotros, lo recuerdo con un poco de apuro, una botella de vodka, y una chica sentada junto a la ventana una naranja cortada con esmero en ocho trozos, tal vez la única naranja de aquel invierno.
Sucedió que con la euforia de la fiesta nos distrajimos sin darnos cuenta de la parada de Czestochowa donde debíamos bajarnos, peregrinos a Jasna Góra. Vino el revisor y pretendía que pagáramos la diferencia del billete hasta la siguiente estación, pero los polacos nos defendieron decididos a impedirlo; y, no sólo le convencieron, sino que consiguieron que nos cuidara, entregándonos al jefe de estación con el ruego de que nos tuviera a cubierto del frío. Esperamos durante horas el primer tren que nos llevara de regreso, de modo que llegamos al lugar santo de la nación polaca para la primera misa del primer día del milenario.
Por primera vez vi los ojos dulcísimos y tristísimos de la Madre del dolor y de la esperanza. Fuera, el hielo de la noche envolvía la tierra, pero Polonia estaba allí, de rodillas en oración y gestando ya en el seno de su destino el Hijo que el Espíritu había elegido como Padre y Pastor de la Iglesia universal. Rezamos también por nosotros, con trémula humildad, dejándonos envolver por la tan real irrealidad de aquella mañana nueva. Percibíamos con claridad que en aquel lugar fermentaba el misterio de la salvación de las naciones.

El billete de la lotería
Llegamos a las puertas de San Miguel de Tucumán con nuestro “600”. Yo me había quedado anquilosado dentro durante los casi dos mil kilómetros que recorrimos desde Buenos Aires, a través de Rosario, Santa Fe y la paupérrima provincia de Santiago. Eran los años de la guerrilla: “Tupamaros” y “Montoneros” se obcecaban en la imposible revuelta, retomada con inaudita violencia a raíz del régimen militar. Tucumán es el lugar emblemático de la independencia nacional y una y otra vez los guerrilleros habían tratado de conquistarla para convertirla en la primera capital de la Argentina liberada. Fumaba mientras nos deteníamos en un puesto de control. La escena me recordaba los tiempos de la guerra en Italia: ametralladora pesada, metralletas asomando de las garitas, caras severas de la policía militar. Un suboficial revisó los documentos, pasaporte y permiso de conducir. Al darse cuenta de que mi acompañante era un religioso, agachó la cabeza hasta la ventanilla y, con maneras repentinamente más suaves, medio cómplice y medio suplicando, extrajo del bolsillo de la cazadora un fajo y nos dijo: «Padre, ¿me compra un billete de la lotería?».
Le compramos dos, estaba feliz. El billete prometía un premio a quien participara en la lotería a favor del hospital de la policía. No recordaba nada parecido con las S.S. Me pregunté: ¿hacia dónde va la Argentina?
Argentina ha ido muy adelante, en la vía de la violencia y del terror, pero desembocando después en los prados verdes de la democracia. Por las calles de Buenos Aires veo hoy los signos: algunos buenos, otros malos. Me pregunto: ¿terminará también esto en lotería? En el santuario de Luján, donde la Virgen protege el destino de esta noble nación, percibo la respuesta: la esperanza halla respuesta en la fe joven. Hay muchos jóvenes aquí que buscan un nuevo encuentro con Cristo.

Un extraño mercado negro
Nos hicieron parar catorce veces, siete a la ida y siete a la vuelta, en la carretera que va de Tororo a Gulu. Habíamos tenido que aterrizar en Nairobi y cruzar Kenia para poder entrar en Uganda a causa del estado de guerra que perduraba aún después de la caída de Amín, el sanguinario dictador. La guerra había dejado tras de sí los signos de su terrible paso: ciudades y pueblos semidestruidos, las carcasas de los coches blindados a lo largo de las carreteras, el miedo y el hambre en los ojos de la gente. El encanto de aquella tierra bellísima aparecía pisoteado y violado por una furia insensata. Odio y venganza tenían las negras alas de los buitres.
Llegados al décimo tercer puesto de control, la consabida patrulla de soldados, pertrechados con armas más grandes que ellos, detuvo nuestra furgoneta y se puso a inspeccionarla con selvática arrogancia. Yo tenía en las manos no sé qué libro, y el negro que se ocupaba de mí lo cogió y empezó a hojearlo. Encontró una imagen multicolor - creo que de algún santo -, y me dijo que la quería. La metralleta que le colgaba de la espalda pesaba más que cualquier argumento. Le dije que se lo daba encantado, como signo de amistad y recuerdo.
Vi que extraía del bolsillo de la casaca un puñado de papel moneda. Tomó dos o tres billetes de mil liras italianas, que sabe Dios por qué medios ilícitos habían llegado a sus manos, y me ordenó que las cogiera, con tono autoritario y jocoso a la vez. Me encontré, así, participando del “magendo”, el mercado negro, en medio de la guerra.
¿De dónde llegará la paz a Uganda? Han pasado años; aquella guerra todavía no ha cesado de ensangrentar la tierra y los corazones. Pero hay un signo de esperanza en el florecimiento de la comunión entre los hombres y las mujeres de Uganda. Francis, el mártir Francis, es la primera flor, y la más preciada.

La noche de Santiago
A medio día el sol primaveral calienta las grandes “avenidas” (ndt. en castellano en el original) del centro. La gente camina veloz, se detiene o entra y sale de las oficinas repitiendo los gestos de siempre. Todo parece normal, incluso las camionetas de los “carabineros” y aquel tanque en el lugar adecuado, justo delante de la Universidad nacional.
Por la tarde, la atmósfera es diferente, menos tranquila, más tensa. En el centro, la gente camina deprisa, los negocios cierran pronto, las camionetas son cada vez más numerosas, los tanques encienden los motores. De la periferia llegan voces de enfrentamientos y muertes.
Por la noche, cuando ya ha comenzado el toque de queda y ha desaparecido toda huella humana, comienza el crepitar de las armas, crece el número de muertos. Allí arriba, el helicóptero tal vez los cuenta.
Podría ser la crónica de uno de los días de protesta que marcan el nuevo calendario civil de este Chile dolorido. Pero, ¿quién escribe la crónica de los días de esperanza que en algún lugar de este país viven algunos? En los hoteles los corresponsales de los periódicos occidentales desgranan previsiones sobre el fin inminente, retrasado sine die, del general.
Pero, en algún sitio, alguien riega el débil retoño de la verde esperanza con las lágrimas del dolor y lo ilumina con la fe. Yo conozco a los custodios de la esperanza chilena. Sus nombres están escritos en el cielo, no los leeréis nunca en las páginas de vuestro periódico preferido, no los oiréis nombrar por el presentador de vuestro canal de televisión.
Yo los conozco, a los jóvenes vástagos de la esperanza chilena. La violencia de hoy pisotea la savia de su dignidad de hombres y parece aplastarla, pero las raíces de ayer son vivas y profundas y ya preparan los frutos de mañana. Son vástagos de encina: la tempestad les robustece.

Aquella luz allí abajo, sola entre miles
El avión que me lleva de noche desde Río de Janeiro hasta Sao Paolo empieza a descender. Pego la nariz a la ventanilla para mirar afuera. Debajo, la tierra está oscura, pero allá lejos se ven las primeras luces de la ciudad. Desde aquí arriba parece que volamos despacio. Las luces se aproximan, se multiplican, se agrandan, se extienden, se enredan, se dilatan en inmensa latitud. La ciudad es un monstruo deslumbrante. El ojo de buey sólo capta un fragmento y la mirada perdida se detiene en cada destello luminoso que parece brotar de las entrañas de la tierra.
¿Qué vida ilumina este mar de luz artificial? Millones de lámparas encendidas sobre millones de vidas. Vidas útiles e inútiles, felices e infelices, sanas y enfermas, benditas y malditas, santas y dañadas, nuevas y acabadas, amadas y humilladas,...
Megalópolis de noche que revela el enigma de la vida y esconde el misterio...
Mientras la azafata repite la consabida cantinela de abrocharse los cinturones, poner derecho el respaldo del asiento y no fumar, busco entre el laberinto de las arterias, por donde corre como líquido gélido la loca apariencia de vida del monstruo inane, las pequeñas casas en las que brilla la Otra Luz de la fe: la casa de Vando y Joao Carlos, la de Susie y Marina, la de Bené e Ivonne o la de Teresa y Jaire, las casas de los Amigos de la Verdadera Vida. ¿Es una ilusión mía? Tal vez, una vez en tierra, también yo me precipite en el líquido gélido de la soledad, donde el hombre es un extraño para sí mismo y el otro un enemigo o un adversario.
Control de pasaportes. El policía sella los documentos con el mismo gesto del técnico sanitario al marcar las carnes de los animales del matadero. El aduanero finge buscar algo en las maletas. Los portaequipajes te llevarían el alma si te dejaras. Fuera la gente espera. Los ojos atentos a reconocer al ser querido que llega. También yo os veo, amigos míos, os abrazo, bebo de un sorbo vuestras sonrisas. Tenéis un rostro de carne, sois el signo extremadamente humano de Aquel que ha dado su vida por nosotros. Sois su presencia, para mí y para el mundo.

Postscriptum. No he escrito por el gusto de la reminiscencia, sino porque Dios ha elegido salvarnos a través de rostros y lugares, risas y gracias.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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