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Huellas N.6, Junio 2001

DE VIAJE POR EUROPA

Una pieza tras otra

Davide Perillo

Como en un puzzle, muchas pequeñas historias dan vida a las comunidades de CL en estos dos países centroeuropeos. La experiencia de la fe transmitida de persona a persona


Holanda
¿Pero aún tienes la cinta? «Claro. La he conservado». Tal vez un poco cascada, crepitante, y plagada de esos rumores de fondo que salen en las cintas cuando grabas canciones así, entre amigos. Pero enseguida se da uno cuenta de lo que vale esa cinta para Joep. Contiene voces de amigos. Y cantos que escuchó por primera vez aquella tarde de hace unos doce años, cuando Corien le invitó a conocer a dos jóvenes recién llegados de Italia, y Paolo y Paola contaron su historia ayudándose de la música: Povera voce, Ho un amico... «Me impresionó. Se veía que estaban unidos y que había en juego algo extraño. No lo sé... Pertenecían a algo». Pertenencia, amistad, unidad. Palabras que no se oyen a menudo aquí en Holanda. Es más fácil que suenen otras, tan machaconamente que se han convertido en el carnet de identidad, falso, de todo el país: droga libre y farolillos rojos, matrimonios “gay” y eutanasia, entre todas las demás mercancías expuestas en las vitrinas de las denominadas conquistas civiles, bajo la etiqueta “libertad”. Las escuchas, y te parece imposible que vengan de un lugar tan rico en historia, arte, humanidad y bellezas naturales. Y fe, desde luego. Al menos hubo un tiempo en que era así. «Es extraño, ¿verdad? Pues, fíjate, hasta los años sesenta esta tierra era un baluarte para los católicos», explica Walter Maffenini, profesor de Estadística en el fortín de Milán y memoria histórica de la presencia de CL en estos lugares: «Tal vez era el país centroeuropeo donde la fidelidad al Papa era más sólida». O lo parecía. Maffenini habla de «traición de los clérigos». Cualquiera sabe si «es la humanidad la que ha abandonado la Iglesia» o viceversa.

Patrulla exigua
El resultado es el mismo y basta echar un vistazo para verlo. «Ya en el 69, cuando terminé el instituto, vine de vacaciones con unos amigos. No me acuerdo cómo, pero me encontré en medio de una reunión de sacerdotes que se oponían al celibato. Y nos decían: “¿Lo veis? Vosotros los católicos italianos sois hipócritas: afirmáis un valor, pero después vais en contra de él. Porque también entre vosotros hay sacerdotes que quieren casarse...”. Vale, ¿y qué tiene que ver? Es cuestión de moralismo: si no soy capaz de hacer algo, de ser coherente con ello, entonces quiere decir que ese algo no es justo. Si lo piensas, también la eutanasia viene de ahí». Moralismo. Lo contrario de una vida. Lo había comprendido bien y rápido Alexander van der Does de Willebois, neurólogo de fama y punto de referencia para la patrulla (exigua) de católicos enamorados todavía de la fe. En los primeros años ochenta le llega una invitación de Rímini: «¿Por qué no interviene en el Meeting?». Willebois va, habla, regresa y está tan entusiasmado que se lo cuenta a todos. También a Wim Peeters, un periodista que conoce por el trabajo. Contagio rápido. En septiembre del 86, Wim y su mujer Annette están en París para el Congreso de las familias. «Allí conocí al padre Giorgio Zannoni, de Rímini», cuenta él. «Fue el primer impacto». El otro llegó el siguiente febrero. «Willebois ya estaba muy enfermo, moriría pocos meses después. Un domingo por la mañana me dijo: “acompáñame a La Haya, voy a reunirme con la gente de CL”. Era como si antes de marcharse quisiera confiarnos al lugar que había encontrado».
En La Haya y los alrededores había algunos italianos venidos por cuestiones de estudio o de trabajo: Paolo, Amedeo, Natalino. El embrión de la escuela de comunidad que empezaría en septiembre. La primera de Holanda y el inicio de una historia.

Todo está aquí
«Me acuerdo muy bien de otro domingo que nos vimos», sigue contando Wim. «De pronto les pregunté: “todo lo que hacemos es muy hermoso, pero ¿por qué lo estamos haciendo?”. La respuesta fue sencilla: “por amistad. Todo está aquí”. Me desarmó. Para mí el cristianismo siempre había sido un conjunto de cosas que hacer, de obligaciones, una cuestión de moral. Y, sin embargo, no es más que una amistad». Lo mismo le sucedió a Loe, que leyó algo sobre CL, recuperó del olvido una dirección y llamó a Martin Groos, a Colonia. O Coen, que conoció el movimiento en Inglaterra. Y Corien, Joep, y tantos otros, porque de ahí en adelante la historia se convierte en una colección de nombres y rostros que se alternan: las visitas de don Pino, que viene en avión desde Eichstätt; Maffenini, que viene y va desde Milán; y los primeros pelotones de chicos del CLU llegados aquí para estudiar y que, en algún caso, han terminado levantando una familia entre los tulipanes. Como le sucedió a Silvia, sienesa de pura sangre, que conoció a Coen en Holanda y tras el matrimonio le siguió hasta Taiwán, donde él ha trabajado un par de años antes de regresar a Italia: «Mira, Holanda es hermosa, un mundo fascinante, pero la presencia del movimiento allí es un desafío a tu libertad. Si estás de verdad, comprendes que en la vida la verdadera belleza está en Otro. Lo más grande es que también allí, en aquel caos lleno de atractivo, hay un lugar humano, un lugar en el que el “yo” está en su sitio». Y, además, se mueve. Los primeros actos públicos llegan a toda prisa: La presencia en las jornadas del CRK (el encuentro de los católicos cercanos a Roma); un testimonio en el seminario de Den Bosch; las cartas enviadas a los periódicos sobre hechos relevantes de la vida social; los fines de semana de estudio para los universitarios, que vistos desde Italia parecen algo normal, pero por aquí arriba lo son algo menos. «La idea de poder compartir una necesidad, de que haya aspectos de tu vida que no son privados, es una revolución», explica Coen: «Preguntar y seguir no es muy... holandés». Pero funciona, tanto que ahora, mientras habla de una de las primeras vacaciones oficiales del movimiento (junto a los belgas, Teuven 1990), Joep se detiene un instante, echa cuentas y dice: «Los que estaban entonces, siguen diez años después».

Un mundo nuevo
También para Joep el paso decisivo fueron unas vacaciones: «De chaval yo no era creyente. Comencé a interesarme por el cristianismo tras conocer a un estudiante que se había convertido». Al principio es como entrar en un mundo nuevo, explorado con pasos cautos: alguna visita a un monasterio, un par de congresos, los Ejercicios con los jesuitas. Hasta llegar a Corien, la tarde con los Gerli y la famosa cinta. «Me impresionó mucho, pero todavía no era una preferencia». Llega a serlo poco después, cuando se va a vivir más al sur al obtener una cátedra en un instituto de Roemond. Conoce a Loe, después a los alemanes y a los belgas.
Hasta llegar a la decisión: «Había oído que los belgas se iban de vacaciones a Italia y me fui con ellos». Era 1991, en el puerto del Tonale. «Para mí supuso un cambio radical. Vi un gusto por la vida que no dejaba nada fuera, ni siquiera un detalle». Eran también los primeros mojones de un camino que sigue ahora; añade Joep: «¿El paso que tenemos que dar aquí? Tomar más en serio el contenido de la escuela de comunidad, comparándolo de veras con la vida. En definitiva, partir de la experiencia, no hacer teorías sobre el mundo y sobre la Iglesia, sino “me ha llamado la atención esto”, o bien “ayudémonos en esto otro”. Y ya empieza a ser así». «Es verdad, por aquí hay gente que ha empezado a estar unida de verdad», confirma Giuseppe “Piddu” Mazzitelli, que desde hace cinco años («desde que empecé a trabajar en la Philips») va y viene a Holanda una vez al mes para ir a ver a la comunidad. ¿El fin de semana típico? Salida el sábado por la mañana, aeropuerto, tren hasta Utrecht y aquí escuela de comunidad con los universitarios de Leiden. «El núcleo estable serán cinco o seis. Pero a su alrededor hay un montón de gente, una bonita trama de relaciones. Allí la gente se relaciona fácilmente, no es cierto que sean fríos. Alguno se hace unos cuantos kilómetros para venir a verte. Pero lo difícil es estrechar las relaciones, pertenecer unos a otros. Eso no forma parte de su cultura. Que suceda es verdaderamente una gracia». Una gracia hecha también de nombres y apellidos, montones de estudiantes llegados del resto de Europa vía Erasmus; como Pietro Sala, llegado desde la Católica de Milán, «que conoció a un montón de gente» y se hizo muy amigo de Bernadette y Michiel, hijos de Wim. En torno a ese núcleo, entre aulas y pasillos, nació un trabajo estable en la universidad: el Ángelus a mediodía, la escuela de comunidad (en la que participa también algún protestante). Y así llegamos al don más grande que le ha tocado al movimiento en Holanda: la relación filial con el cardenal Adrianus Johannes Simonis, arzobispo de Utrecht y primado de la Iglesia holandesa.

En bici con el Cardenal
Cuando Pietro llegó a Utrecht, en el 97, fue recibido por el Cardenal: «Hemos desayunado juntos - escribió a sus amigos -, me ha enseñado su palacio, ha tocado el órgano para mí y hemos dado una vuelta en bici por la ciudad. Me ha regalado una bicicleta y me ha invitado a la misa que celebra en la capilla privada. Así, cada mañana tengo la oportunidad de verle y de hacer memoria a través de un rostro tan paterno y caritativo. La gente tiene necesidad de una Presencia que vuelva la vida hermosa y seria, una vida humana».
La estima y la amistad recíproca entre el pueblo “cielino” y el cardenal Simonis había comenzado en el 88, con su participación en el Meeting de Rímini y prosiguió en los años sucesivos con las citas anuales en La Thuile, en la Asamblea internacional de los responsables del movimiento. Precisamente allí, en el 99, durante la homilía, dijo: «Hace dos meses intervine en el Congreso de Roma, promovido por el Pontificio Consejo para los Laicos y la Congregación de los Obispos, para un discernimiento acerca de los movimientos presentes hoy en la Iglesia. Por experiencia personal, pude dar razones en mi vida de la contribución decisiva de tal obra del Espíritu para el renacimiento del pueblo cristiano. Evidentemente, he expresado mi vínculo con vosotros, con CL. He comprobado que la Iglesia, que siempre he amado, está entre vosotros, entre nosotros, como una realidad viva». Y prosiguió: «Hace treinta años era inimaginable. Don Giussani comenzó “algo” y no tenía la intención de fundar un movimiento, pero esto ha sucedido, ha crecido y es una de las grandes esperanzas para el futuro de la Iglesia y del mundo. ¡Siempre me he sentido muy agradecido por estar aquí!».

Gente normal
«Ahora nos conoce a todos, uno por uno», dice Joep. «¿Sabes lo que me dijo una vez?» - añade Wim - «Lo que me llama la atención de los “cielinos” es que son gente normal. Hay de todo». Un poco como sucede en casa Peeters. Wim, Annette, ocho hijos y todo un universo de caras que en cuanto pueden asoman por la puerta. Desde Joost, el hermano de Wim (con otro ejército de niños), a Ben, un ex del 68, y una corriente de amigos, más o menos cercanos. «Cuando leo lo que sucedió en el movimiento en los años setenta, el famoso vuelco del Equipe de 1976 o cosas por el estilo, me impresiona porque son las mismas cosas que hemos vivido aquí», explica Wim. De acuerdo, pero, ¿por qué eres de CL? «Porque cuando conocí el movimiento, vi gente feliz. Comprendí que había en juego algo que me ayudaría siempre. Y tenía razón. Hoy soy más consciente de mi lugar en la historia. Y estoy agradecido porque en el curso de los años mi familia ha podido compartir lo que intuí al principio». Tanto que Michiel, ya columna del CLU junto a su hermana Bernadette, en septiembre irá a Roma, al seminario. Ha pasado mucho tiempo desde aquella tarde en la que los Gerli llegaron a casa Peeters. «Se acababan de casar y vinieron a vernos. Traían incluso regalos. Uno era una cinta de canciones para niños, tipo C’era una volta un pesce rosso. Pues bien, las habían traducido al holandés a propósito para mis hijos». Quién sabe si ésta también andará por ahí todavía, ¡vaya con las cintas!

Bélgica
«¿Te acuerdas de que san Pablo, cuando escribía a las comunidades, hacía un elenco de nombres de los amigos? Bueno, por aquí es lo mismo: un afecto personal, uno a uno. Tal como nos ha enseñado el movimiento». Uno a uno. Nombres, caras, historias... Walter Maffenini las tiene casi todas presentes, “los de Bruselas” y alrededores. Y no sólo porque viene por aquí desde hace tiempo («los primeros viajes fueron a fines de los setenta: estudiaba demografía en Lovaina»), sino porque de aquellos viajes, y de las amistades surgidas en aquel periodo, nació una historia. Una historia forjada de relaciones cultivadas con mimo, “uno por uno”. «Literalmente, ¿eh? Durante años se iba a una determinada ciudad a propósito para ver a una persona. Una». Duro, ¿no? «No, sencillo. Cuando sucede, el otro percibe de inmediato que “este amigo está aquí por mí. No hay otro motivo”. La relación con Cristo se vive en una preferencia. Se transmite de persona a persona. Tal vez me paso, pero dentro de la experiencia del movimiento comunidades como las de Bélgica y Holanda están ahí para dar testimonio de esta dimensión de la fe».
De persona a persona. También en Bélgica el inicio fue así. Aquellos primeros viajes de Maffenini, entonces investigador, permitieron reforzar la simpatía con el padre Julien Ries, el gran antropólogo e historiador de las religiones que había conocido el movimiento interviniendo en el Meeting y colaborando con la editorial Jaca Book. Y permitió conocer a otro sacerdote, el padre Jacques Servais, jesuita, cercano al grupo de la revista Communio y de Hans Urs Von Baltasar, pero sobre todo encargado de la pastoral universitaria en Lieja. «Después de un tiempo nos pidió que le echáramos una mano». En 1982 ya había un grupo de italianos en Lieja. Dos años después también en Lovaina, en la Universidad católica. «Entonces no había ni Erasmus ni una hermosa compañía: para los estudiantes era más difícil desplazarse».

Centro de gravedad de Europa
Sin embargo, para compensar había miles de ocasiones de misión sobre todo en Bruselas, capital de un país que ya de por sí es un puzzle de lenguas y culturas (flamencos, valones, alemanes,...), pero también centro burocrático de la Unión Europea. Si a esto le añades el que muchas multinacionales han emplazado aquí su base europea, te explicas por qué siempre ha habido mucha gente yendo y viniendo. «Es verdad, por Bélgica ha pasado medio mundo», confirma Paolo Bidinost, directivo de una multinacional y punto de referencia de la casa de los Memores de Bruselas. «Ésta, si quieres, es una de las características de la comunidad de aquí: vienen muchos, no sólo de Italia, pero casi siempre tarde o temprano se van. Es duro. Cada vez tienes que volver a empezar relaciones diferentes. Pero no es malo. Para la gente de aquí siempre ha supuesto un desafío». ¿En qué sentido? «Sabes que el que llega, tras un tiempo se va. Por tanto, si estás con ellos, lo haces de manera aún más gratuita».
Es difícil llevar la cuenta de nombres y fechas en este vaivén. Además, para complicar el cuadro, tenemos el bi(o tri)lingüismo, que tiene cierto efecto en las comunidades locales (con los “cielinos” francófonos históricamente más ligados a Francia y Suiza y los flamencos más imbricados en las historias de Holanda y Alemania). Pero si preguntas por ahí, es posible fijar algunos hitos. El primer grupo de Lieja, por ejemplo, formado por los universitarios que vivían «en una casa maravillosa cerca del bosque: todavía se habla de ella», nos cuenta Angelika. O los primeros Ejercicios en francés, en la abadía trapense de Scourmont, 1988, con Angelo Scola. Momentos públicos (como el encuentro con el padre Ries sobre la Guerra del Golfo o los debates sobre el aborto cuando el Parlamento estaba discutiendo la ley) y gestos menos llamativos, como los fines de semana de estudio en la abadía de Orval o las vacaciones de verano, a veces en lugares inesperados como Spiazzi di Gromo, en la Bergamasca, 1996: «Bélgica, Francia y la Suiza francesa: las primeras vacaciones de la francofonía unida», bromea Maffenini.

Nuevos inquilinos
El momento crucial, sin embargo, fue otro más reciente: “La casa de los Memores de Bruselas”. Abierta «a mediados del 98 y tras varios intentos», cuenta Paolo (aquí, en pocos años, ya habían florecido varias vocaciones, con gente dispuesta a testimoniar a Cristo hasta Moscú, como sucedió con Jean François), ya ha visto cambiar varias veces sus ... inquilinos («te lo he dicho, Bélgica es tierra de paso...»). Pero, aún así, es un punto de referencia para toda la comunidad. Que ahora está formada por la patrulla de la capital, donde el movimiento es una especie de multinacional (con belgas e italianos, hay franceses, españoles, alemanes y a veces se cuela algún otro porque el ir y venir es constante), además de un buen grupo en Gante, alguna familia en Lieja y un puñado de universitarios en Lovaina. ¿Total? «En los Ejercicios de la Fraternidad eran treinta más o menos, pero sin las madres y los niños», apunta Angelika, 33 años y tres hijos pequeños. «Y faltaba alguno más».
También Angelika conoció el movimiento en la universidad. «Estudiaba en Bruselas, aunque no soy de allí. El primer encuentro fue una fiesta de cumpleaños. Ese fin de semana no me había marchado a casa y pude ir». Su historia es bien sencilla, pero rica de pasos que hacen entender muchas cosas. El grupito de universitarios que aumenta, las amistades, las iniciativas: «Teníamos un montón de reuniones: nosotros íbamos a Lovaina, los de Lieja venían a vernos a nosotros... Al principio era bonito, porque nos veíamos, pero después nos dimos cuenta de que era demasiado. Gracias a Dios, vimos que no tenía sentido multiplicar las reuniones para imitar a Italia: una vez era la diaconía, otra la escuela de comunidad, otra el centro, pero las personas eran siempre las mismas... El resultado fue «un paso muy importante para todos: el descubrimiento de que uno debe vivir su condición y basta. Mirar a Italia era ciertamente muy importante. Y venían de Milán montones de amigos a vernos. Pero no podíamos calcar lo que se hacía en la Católica, donde hay una comunidad de mil personas. Es necesario que uno viva el movimiento donde está tal como es. Te pongo un ejemplo, ¿puedo?». Claro. «A una jornada de inicio de curso llevé a una compañera del trabajo. Estaba contentísima, hablamos mucho y nació una amistad verdadera. El resultado no fue que se hizo del movimiento, sino que pidió el bautismo en la iglesia protestante de su familia. Su tradición era esa. Y ella, al conocernos, dio un paso hacia su destino». Como Christine, que tras el CLU en Lieja entró en clausura: ahora es monja trapense en Buyon. Y Klaartje y Lisbeth están en la Fraternidad San José.

Viejos zorros y jóvenes leones
Una historia singular cuyo siguiente capítulo es flamenco. Comenzó en Gante, en Flandes, por medio del padre dominico Valentinus Walgrave, fundador de una fraternidad de laicos basada en una idea de lo más sencilla: vivir la fe íntegramente. En la práctica, un movimiento en toda regla. Cuando el padre Walgrave murió, para muchos de los suyos, que en aquellos años ya habían oído hablar de don Giussani y del Meeting, el encuentro con CL fue casi natural. Se trataba de seguir. Basta leer la carta que Roland, uno de los viejos “cielinos” flamencos, escribió hace poco a Paolo y a los amigos de Bruselas tras una escuela de comunidad sobre el cartel de Pascua: «No sé por qué esta noche me he vuelto a preguntar cuál es la razón por la cual nosotros, que ya somos viejos zorros, nos sentimos a nuestro aire con estos jóvenes leones durante la escuela de comunidad. Creo que, por el gran mérito de Giussani, que nos habla continuamente del Acontecimiento de Cristo, se nos ha dado la posibilidad del encuentro con Él - si lo queremos - en cada instante de la vida. La aceptación de este encuentro en cada momento hace de nuestra vida una acción de gracias continua y creo que ésta es la clave de una juventud eterna».
La posibilidad del encuentro en cada instante. Y un corazón abierto a esperarlo. Incluso si llega por el camino más imprevisible, como una llamada de teléfono a un número equivocado. Esto le sucedió a Milena, traductora en las oficinas de la UE, que una tarde se equivocó al llamar por teléfono: «Estaba buscando no sé qué empresa, y le respondió uno de nosotros», cuenta Paolo. Se pusieron a hablar, invitación al canto y una tarde de escuela de comunidad. «Ahora forma parte del movimiento». Un pequeño milagro, uno de los muchos que suceden aquí, en Bélgica, y que te hacen entender mejor lo que dice Maffenini explicando una frase que ha oído más de una vez, sobre todo en boca de sacerdotes ancianos: «Sacerdotes de 70-80 años que, tras habernos conocido, nos han dicho: “pensábamos que la Iglesia estaba muriendo también aquí. En cambio, ahora podemos marchar tranquilos”». Porque la fe se transmite todavía. Uno a uno.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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