Alumnos y profesores de la Universidad Católica de Ponce organizan una mesa redonda a raíz de la noticia del alarmante aumento de la tasa de suicidios en la isla. Un encuentro entre personas que buscan un significado o lo afirman como una realidad presente
Son las 5 de la tarde del 12 de marzo en las latitudes del trópico. El sol pica más que de costumbre y me dispongo a entrar a la Biblioteca principal de la Universidad Católica en Ponce, Puerto Rico. El cielo es azul, casi no hay nubes y las enormes palmeras a la entrada de la Biblioteca parecen flanquearnos; la ausencia de nubes deja ver una linda tarde que parece presagiar una bella noche en el Caribe. Sí, parece de veras un “paraíso”.
Algunos muchachos de la Universidad me han invitado para debatir un tema tan delicado y doloroso como es el aumento en el índice de suicidios en Puerto Rico. Yo imparto cursos de psicología en la Universidad, y junto conmigo han invitado para hablar de este tema a la profesora Carmen Rivera, directora del Departamento de Psicología, y al padre Diego di Modugno, que vive en la isla de enfrente, República Dominicana.
Cuál es mi sorpresa al encontrarme con la sala audiovisual de la Biblioteca abarrotada de gente, hasta sentada en el suelo. Somos unas 120 personas, entre estudiantes y profesores.
Los antecedentes
En una cena con los universitarios de CL, Giuseppe había llamado la atención sobre las cifras que un par de semanas antes habían salido en la prensa nacional: un promedio de 300 suicidios cada año, una situación alarmante si se toma en consideración que más del 60% se dan en una población de jóvenes entre los 15 y 24 años y que en la isla viven 3.800.000 puertorriqueños.
¿Qué sentido tiene un hecho tan duro? ¿Cómo nos interroga?
Se planteó la posibilidad de promover una iniciativa en la universidad para hablar del tema y emitir un juicio. Redactamos un panfleto con el fin de invitar a todos los estudiantes.
Ricardo, de Psicología, enseguida comentó: «Es lo que deberíamos hacer a cada momento». Eso bastó para que desde aquella cena quedara “oficialmente” investido como moderador de la mesa redonda.
Repartimos el volante en las clases y entre amigos, y varios profesores, sin conocer quiénes eran “los del panfleto”, invitaban a sus alumnos para que asistieran al acto.
Contra la renuncia
A las 5 de la tarde del 12 de marzo, la música de La muerte y la doncella, de Schubert, resonó en el aula universitaria. Ricardo leyó un par de párrafos de los comentarios de don Giussani a esta pieza, para luego dar paso a los ponentes.
Es mi turno, y hablo de la profunda impotencia de tantas aproximaciones psicológicas frente al drama de la muerte, ya que falta una aproximación verdadera al drama de la vida y de la existencia humana. Sobre todo en las psicologías desarrolladas en Norteamérica, de las cuales en Puerto Rico de alguna manera somos “hijos”.
Después, la profesora Carmen Rivera sorprendentemente puso el dedo en la llaga ciñéndose al plano puramente existencial. Habló de ella misma, del “suicidio soft” de los jóvenes ante el televisor; del drama de ver a su nieta de 10 años que dice «estoy aburrida» y constatar que de alguna manera se tiene que “matar el tiempo”, se tiene que estar matando la vida; y, sin sentido, la vida es una continua y constante renuncia diaria.
La necesidad de un padre
Los comentarios de la profesora Rivera dieron pie a la intervención del padre di Modugno, quien retomó un párrafo del panfleto, citando la frase «Tal vez la culpable es la vida misma…». Se centró en la importancia de la educación. No de la técnica educativa, sino de la posibilidad de tener a alguien que sepa educar, la importancia de tener un “padre” que te pueda introducir en el mundo en el que vivimos, que dé una clave de interpretación para comprender las cosas y te permita “hacer con él”.
En el tiempo de debate surgieron intervenciones de colegas profesores que colaboran en programas de asociaciones destinados a trabajar con los llamados “jóvenes de alto riesgo” en barrios pobres o cerca de puntos de consumo de droga, y comentarios de alumnos de doctorado que trabajan en instituciones educativas, o simplemente de jóvenes de las diversas facultades. Todos los comentarios se remitían de nuevo al volante, al sentido de la vida.
A continuación, se leyeron fragmentos del libro El Primer Hombre de Albert Camus, sobre la idea del padre. Finalmente, después de hora y media de conversación, el moderador retomó una serie de puntos, señalando que él había encontrado una comunidad dentro de la universidad que desea vivir el drama de la vida, que le fascina y acompaña, y que todos los asistentes estaban invitados a conocerla.
Por la noche
Más de veinte estudiantes, junto con los ponentes, decidieron que no podían perder la oportunidad de salir a cenar juntos. Yo estaba al lado de Héctor, doctorando en Psicología clínica, y frente a Carmen, la directora. Seguimos conversando sobre el tema. Poco a poco, otros se fueron acercando, al percatarse de que estabamos aún centrados en lo que se había tratado por la tarde. Carmen hablaba de diversas aproximaciones epistemológicas que le interesan no solamente en su recorrido profesional, sino también en el personal. Héctor, en voz alta, comentó: «¡Pero eso es contenido del tercer capítulo de El Sentido Religioso!» expresado por esta profesora, a quien admiraba intelectual y personalmente.
La sonrisa de Ricardo, la atención de Anne Marie y Gina, que desde aquel momento no se pierden una ocasión para estar con nosotros, el asombro de Héctor, el rostro de Christine, que invitó a una amiga que venía a visitarla de Estados Unidos, las caras de mis alumnos, Jesús, Heidy, Jessreel, que veían por primera vez al “profesor” con sus amigos, eran afirmaciones claras de que merece la pena vivir.
Al día siguiente, Valerie, una alumna, en el pasillo de la universidad me dijo: «¡Qué extraño que para hablar de la muerte se haya tenido que hablar de la vida!».
El primer encuentro
Soy estudiante de bachillerato en Ciencia y Estudios Liberales en la Pontificia Universidad Católica de Puerto Rico. Hace unos cinco meses, hablaba con un compañero de clase a cerca de nuestras experiencias y nos dábamos cuenta de que eran muy similares. Hubo un intercambio de opiniones sobre el sentido de la vida. Habíamos llegado a la frontera, se habían agotado las palabras y nos encontrábamos frente al Misterio. Surgió el silencio; nos quedamos pensando por un tiempo, tratando de descubrir el verdadero sentido de la vida, pero parecía que no era el momento de ninguna revelación. Después de unos minutos, mi amigo me dice: «¿Sabes que un grupo de estudiantes y profesores, nos reunimos un día por semana a discutir estos temas?, por ejemplo, ¿tiene sentido la vida? ¿Hacia dónde se dirige? Si quieres, estás invitado». Antes de contarles mi primer encuentro confieso que en verdad ya tenía la gracia de conocer la verdadera fe católica, pero tengo que reconocer que no la vivía. Cuento esto porque he aprendido que la fe ayuda en el objetivo de esta búsqueda y que la verdad revelada en Jesucristo no está en contradicción con las verdades que se alcanzan con la razón. Mi primer encuentro fue así: Imagínate un grupo de personas de distintas edades, géneros y vocaciones diferentes, que sin embargo tienen el mismo afán de búsqueda y que se interesan por la verdad real de lo que se les presenta. Que, además, expresan sus pensamientos y su manera de sentir en alta voz, frente a un desconocido que acaba de llegar. Al terminar el encuentro percibí una amistad con ellos como si los conociera desde hace tiempo. Sigue siendo lo mismo ahora, igual que cuando nos encontramos, cada mes, con personas de otras comunidades; y esto sucede porque tenemos algo en común: la búsqueda de la verdad. No quiero terminar sin decir que las personas de CL que he conocido aquí, en Puerto Rico, están haciendo una labor extraordinaria.
Pedro, Lugo
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