Hemos querido recordar a nuestro querido Enzo dos años después de su muerte publicando una conferencia que impartió en Módena en 1978. Es una aportación inesperada para profundizar en el tema de los Ejercicios de la Fraternidad sobre “Abraham: el nacimiento del yo”
La figura que más inunda el Antiguo Testamento con la luz profética de la fe es la del patriarca Abraham quien, como emblema de la fe, es venerado por las tres grandes religiones monoteístas. Que todavía hoy en día sea él el punto de unión y de reconocimiento entre judíos, cristianos y musulmanes demuestra lo excepcional de este personaje.
Frente al enorme eco que ha tenido Abraham en la historia, resulta llamativa la exigua documentación histórica que acompaña a su figura. ¿Cuándo vivió este pastor nómada, que se trasladaba con su mujer, los esclavos y esclavas, los rebaños, en busca de buenos pastos, y vivía, más o menos, como tantas tribus nómadas de hoy? Los historiadores le sitúan entre los siglos XVII y el XVI a.C., y son meras hipótesis.
Los acontecimientos de su vida son los propios de aquella época y circunstancias: una migración en un mundo de emigrantes, el nacimiento de un hijo, el conflicto entre una señora y una esclava, un sacrificio humano, la compra de un pedazo de tierra. Son hechos que apenas se pueden considerar materia de la historia, pero Dios los carga de un significado inmenso. Realmente Dios provoca escándalo, hasta el fondo y desde el principio, a nuestra razón. Abraham representa la característica esencial del Dios distinto del hombre y transgresor de sus esquemas, respecto al cual el hombre sólo puede situarse superándose a sí mismo, yendo más allá de sí mismo.
La promesa
Abraham es un origen, representa cómo Dios se sitúa delante del hombre en el comienzo, por lo que encarna el método de Dios, un método original y, por ello, constitutivo y absoluto.
Entre los párrafos de la Biblia que hablan de Abraham, hay uno que es el que más destaca el valor pleno de la fe. Es la escena nocturna de Gn 15, 1-6: Abraham sufre por no tener hijos, su heredero será un criado. Pero éste no puede sustituir al hijo de sus entrañas, el único en el que el hombre puede sentir una continuidad, una prosecución de sí mismo, de la propia esencia, más allá de la muerte.
Frente al lamento, Dios pone la promesa: «Mira el cielo, cuenta las estrellas si puedes; así será tu descendencia». Abraham creyó. El verbo hebreo, según su raíz, se traduciría: “estimó como cierto”, “consideró a Dios como fiable”, “se apoyó en Dios con certeza”. Es un acto puro de juicio: no se nos cuenta ningún comportamiento particular sino su fe. Ante las estrellas y la evidencia de su esterilidad y la de su mujer, Abraham creyó en la promesa. Así, Pablo comenta: «Abraham, apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza, que llegaría a ser padre de muchas naciones, según lo que se le había dicho: “Así será tu descendencia”. No vaciló en la fe, aún dándose cuenta de que su cuerpo estaba medio muerto - tenía unos cien años - y estéril el seno de Sara. Ante la promesa no fue incrédulo; se hizo fuerte en la fe por la gloria dada a Dios al persuadirse de que Dios es capaz de hacer lo que promete, lo cual le fue reputado como justicia» (Rm 4, 18-22).
La potencia de Dios
El abandono al Misterio le hizo justo, fue la matriz de su justicia; por eso complació a Dios. La justicia en la Biblia es siempre fruto de un “hacer”, de obras: el hombre es juzgado por sus obras, son éstas las que deben agradar a Dios. En este paso la fe aparece verdaderamente como una obra diferente y mayor que la de la ley; por ello, Pablo se apoya con tanta fuerza en Gn 15, 6 (cf. Rm 4, 2-5). Pero también Juan califica netamente la fe como una obra: «Ellos le preguntaron: “¿Cómo podremos ocuparnos en los trabajos que Dios quiere?” Respondió Jesús: “Éste es el trabajo que Dios quiere: que creáis en el que Él ha enviado”» (Jn 6, 28-29). El acto de fe tiene la forma de un juicio; el juicio que alguien da cuando reconoce a Dios como fundamento de sí y de la vida. Abraham juzgó al Señor capaz de cumplir la promesa y se fió de él. Ésta fue la obra que le volvió justo, de la que obtuvieron justicia las demás obras. Así, para nosotros la fe es la obra, el trabajo de la vida. En este sentido la fe es conocer de verdad a Dios. Quien no lo juzga sólido, cierto, seguro, quien no lo trata como la única consistencia y certeza de la existencia, no lo conoce. Quien no tiene fe, no sabe quién es Dios. Lo ignora en aquello que mejor le define: la capacidad de cumplir, de realizar, de cambiar; en términos más tradicionales, la potencia, la omnipotencia. No tener fe es tratar a Dios como si no fuera omnipotente o incapaz de llevar a cabo su obra. «Dios lo puede todo» (Mc 10, 27; cf. Gn 18, 14; Jer 32, 14; Lc 1,37).
En realidad, esta frase es una auténtica confesión de fe. Tener fe es confesar la potencia de Dios sobre nosotros, la historia y el mundo. La fe de Abraham no se mantiene siempre con el mismo grado de entereza y decisión. En Gn 15, 7-18 (que pertenece a una unidad narrativa distinta a la de los versículos precedentes), Abraham pide un signo al Señor que le ha prometido la tierra: «Señor Dios, ¿cómo sabré que voy a poseerla?». Y el Señor responde con la famosa escena del rito imprecatorio, con los animales cortados por la mitad y la llama divina atravesándolos, rito con el cual en aquel tiempo se estipulaban los pactos que implicaban promesas (cf. por analogía, Jer 34, 18). A Abraham, que pide un signo, el Señor le da como signo su compromiso solemne, y en última instancia, su promesa.
La obediencia
Según la tradición sacerdotal, Abraham atravesó también un momento de incredulidad (Gn 17, 17-18), pensando que era suficiente que naciera el hijo de la esclava, Ismael. «Me contento con que conserves sano a Ismael en tu presencia» (Gn 17, 18). La vida de Abraham, dominada por la promesa, era una continua espera de su cumplimiento, y por tanto, adhesión a todas las formas en que aquella parecía cumplirse: mediante la adopción del criado fiel, mediante el nacimiento del hijo de la esclava, que eran medios previstos por las costumbres y leyes de su tiempo. Después Dios le hacía comprender que el modo de cumplimiento de la promesa era otro, y Abraham debía seguir esperando; hasta el momento supremo en el que, habiendo nacido el hijo de Sara, Dios se lo pide en sacrificio (otra costumbre habitual entonces): Abraham estaba dispuesto a comenzar de nuevo. En él la fe no es algo pasivo o una falta de iniciativa, antes bien es tomar la iniciativa en la dirección que Dios parece trazar, con la mayor disponibilidad posible para detenerse y cambiar de rumbo en la dirección que Dios le indique.
Así, la fe de Abraham tiene como su lógica expresión en la vida la obediencia. Es el método de vida en el que se encarna la fe. Abraham parte hacia una tierra que aún desconoce (Gn 12, 1-4). A la hora de dividir la tierra entre ellos y su sobrino Lot, Abraham deja que éste elija (Gn 13, 8-9): sabe que actuando así deja elegir al Señor (Gn 13, 14-15). Cuando Dios le pide que ofrezca a su hijo, Él mismo detiene a Abraham después de haberle “puesto a prueba” (Gn 22,1).
El hombre es puesto a prueba cuando debe ofrecer a Dios lo que más quiere, lo que para él es todo o casi todo. Dios, para ser reconocido verdaderamente como Dios, debe ser preferido a cualquier otra cosa. Éste es el objeto de la obediencia de Abraham: el ofrecimiento total. Abraham expresa toda su adhesión al misterio de Dios en el momento en que le sacrifica todo, se lo ofrece todo.
Amar a Dios sobre todas las cosas: la parábola de Abraham tiene su punto culminante en esta suprema preferencia, en este supremo juicio de valor.
Uno no puede ser padre, generador, si no tiene a nadie como padre. No digo «si no ha tenido», sino si «no tiene» a nadie como padre. Porque si no tiene a nadie como padre quiere decir que no se trata de un acontecimiento, no es un encuentro, no es una generación. Generar es un acto presente. Entonces el problema es seguir. Lo indica mejor la palabra ‘filiación’. Un hijo toma la cepa del padre, hace suya la cepa del padre, está constituido por la cepa que le viene del padre. Está todo él tomado por esto.
(don Giussani)
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