Apuntes de una conversación de Luigi Giussani con un grupo de los Memores Domini
Tabiano, 1 de octubre de 1995
Perdonad que haga esta excepción, pero aunque me haya llegado tarde, esta pregunta parece muy útil.
Pregunta: Creo que el reclamo que nos hiciste ayer versa sobre el fundamento, es decir, el Misterio. La tuya es una argumentación de tipo ontológico y no centrada en las consecuencias éticas. Quería saber si esta impresión es justa, y si es así, por qué.
Don Giussani: No sé si conseguiré responder a la segunda parte, pero tu pregunta es fundamental.
I - La carencia, lo que falta, lo difícil, aquello a lo que el ánimo no puede llegar si el brazo del Señor no le sostiene, no le agarra y le lleva (como dice el Salmo 63: «Mi alma está unida a ti y tu diestra me sostiene»), la verdad esencial es una revelación de valor ontológico.
Lo ontológico atañe a “cómo está hecha la realidad”. ¿Qué es la razón? La conciencia de la realidad según la totalidad de sus factores. Lo que no es conciencia de la realidad es mera fantasía dictada por un sentimiento y, en consecuencia, por el egoísmo, la pusilanimidad o la mezquindad. Lo ontológico, aunque la palabra resulte difícil, indica «lo que es, en realidad». Y en realidad todo es tal y como lo hizo Otro, ¡no nosotros! Nuestras manos que tocan, nuestra mente que se implica, el corazón que se sacrifica, es como si se midieran con algo que es de Otro, se aplicaran a un objeto real, es decir, a algo que hace presente al Ser, al Misterio de Dios.
Quiero partir de una observación que ya habéis olvidado y que recordé ayer o antes de ayer.
Leo.
«Hemos hablado fundamentalmente de la naturaleza de la razón como relación con el infinito [¡un milímetro más acá del infinito, del infinito “entero” - lo cual es más una paradoja que una contradicción -, uno se muere!»], que se manifiesta como exigencia de explicación total. El culmen de la razón es la intuición de que existe una explicación que supera su medida [el culmen de la razón es la intuición de que existe una respuesta, pero que está más allá de su medida]…
Ahora bien, aún cuando la razón toma conciencia de sí misma hasta el fondo, al descubrir que su naturaleza se realiza en último término intuyendo el misterio inaccesible, no por ello deja de ser exigencia de conocimiento [la razón no deja de ser exigencia de conocerlo, entiende que no puede conocer el misterio, pero no deja de buscarlo, por su propia naturaleza no puede cesar de preguntar]».
Estoy releyendo el capítulo XIV de El Sentido Religioso1, que la mayoría ha aparcado porque es un libro… que ya se leyó.
«Por eso, una vez descubierto esto [es decir, que la respuesta está más allá de uno mismo], el tormento, por así decirlo, de la razón es poder conocer esa incógnita. La vitalidad de la razón le viene dada por su voluntad de penetrar en lo desconocido como el Ulises de Dante, de ir más allá de las columnas de Hércules, símbolo del límite que la existencia permanente y estructuralmente [ontológicamente] pone a este deseo [“ontológicamente”, por la naturaleza misma de la razón, por la naturaleza misma de las cosas y de su significado que se llama ‘Dios’].
«Es más, la tensión por entrar en ese ámbito desconocido es precisamente lo que define la energía de la razón. Como ya hemos indicado anteriormente, en los Hechos de los Apóstoles, san Pablo, delante de los “filósofos” que estaban en el Areópago de Atenas, dice: “El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra, no habita en santuarios fabricados por mano de hombres [no coincide con nada de aquello a lo que tu deseo último da forma en cada instante; en cada instante efímero damos a las cosas una forma a partir de nuestro deseo último. Por tanto creamos una forma, identificamos con un objeto nuestro deseo último, un objeto que está ‘falsamente’ presente porque no dura; ‘no es’, aunque parece ser]; ni es servido por manos humanas, como si de algo estuviera necesitado, Él que a todos da la vida, el aliento y todas las cosas. Él creó de un solo principio todo el linaje humano, para que habitase toda la faz de la tierra, fijando los tiempos determinados y los límites del lugar donde habían de habitar [vuelve aquí la medida, la medida que nosotros podemos aplicar, pero que establece Otro. Fijó los tiempos determinados y los límites del lugar donde habían de habitar, es decir, la grandeza, las dimensiones, la anchura, la hondura de las cosas, que podemos medir, pero que Otro hace], con el fin de que buscasen a la divinidad, para ver si a tientas la buscaban y la hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros, pues en Él vivimos, nos movemos y existimos, como ha dicho alguno de vosotros. Porque somos también de su linaje”.
«Todo el caminar humano [el chico que hoy domingo subirá al tren para ir a Rovigo a ver a su novia; la novia que desde Rovigo subirá al tren para ir a Lecco confundiéndose de sitio...], todo el esfuerzo de “esa laboriosidad que nos mueve sin descanso de aquí para allá”, se resume en el conocimiento de Dios [este es el carácter sagrado de toda acción humana, incluso de la más equivocada; incluso de la del asesino]. El mismo movimiento de los pueblos sintetiza en una fórmula todo el inmenso esfuerzo de búsqueda del hombre [¿cuál es la alternativa? Que el movimiento de los pueblos se convierta en una forma de guerra: la Primera Guerra Mundial, que la masonería promovió contra el imperio austrohúngaro, porque era católico; la guerra de Hitler, o de Churchill, por el triunfo del poder alemán o inglés]. Lo que mueve a la razón, su fuerza motriz, es descubrir el misterio, entrar en el misterio que subyace a la apariencia, que subyace a lo que vemos y tocamos [subyace al momento presente, al instante efímero que no perdura].
Así pues, lo que permite afrontar la aventura del más acá es precisamente la relación con el más allá [¿recordáis al Ulises de Dante y a los suyos? Pretendían ir más allá de las columnas de Hércules. Esto hace que también el más acá se convierta en una aventura real: ¡navegaban por el Mediterráneo con una decisión que asustaba hasta a los peces! Imaginaos a los hombres que se encontraban con ellos]; en caso contrario se adueña de nosotros el aburrimiento, origen de la presunción evasiva e ilusoria o de la desesperación aniquiladora. Sólo la relación con el más allá vuelve posible afrontar la aventura de la vida. La fuerza humana para aferrar las cosas del más acá nos la da nuestra voluntad de penetrar en el más allá. [tratamos de penetrar y experimentamos la imposibilidad de conseguirlo: pero la imposibilidad de penetrar es sólo señal de la intensidad de la voluntad de hacerlo].
«Pero más allá de este mare nostrum que podemos poseer, controlar y medir, ¿qué es lo que hay? [más allá de estos “pocos palmos” con los que medimos la apariencia]. El océano del significado. Uno comienza a sentirse hombre [esto es, libre] cuando traspasa estas columnas de Hércules, cuando supera ese límite extremo que impone la falsa sabiduría, con su seguridad opresiva, y se interna en el enigma del significado [sólo entonces el hombre empieza a comprender lo que es la libertad]. Cuando la realidad produce su impacto sobre el corazón humano, obtiene la misma dinámica que las columnas de Hércules en el corazón de Ulises y de sus compañeros: sus rostros tensos por el deseo de alcanzar otra cosa distinta. Para esos rostros ansiosos y esos corazones llenos de pasión, las columnas de Hércules no representaban un límite, sino una invitación, un signo, algo que invitaba a ir más allá de sí mismo.
«Pero hay una página mayor aún que la del Ulises de Dante (...) Está en la Biblia, cuando Jacob vuelve a su casa desde el exilio, (...) “Ya no te llamarás Jacob sino Israel, que significa: ‘he luchado con Dios’ ”. Esta es la grandeza que tiene el hombre en la revelación judeo-cristiana».
Y he aquí la frase por la que acabo de volver a leer el capítulo entero: «Quien llega a percibir esto de sí mismo es un hombre que marcha cojo entre los demás, es decir, marcado [trabaje en una escuela primaria o en la televisión]. Ya no es como los demás hombres; está marcado.
«Si ésta es la posición existencial de la razón, es bastante fácil de entender que adoptar una postura consecuente resulte vertiginoso [como me pasa a mí ahora que se me baja la tensión y me levanto de golpe sin acordarme de la advertencia de Giancarlo o de Adriano y al cabo de un minuto me da vueltas la cabeza].
«Es casi como si, por ley, como norma de vida, yo tuviera que permanecer pendiente de una voluntad que no conozco [“ontológicamente”, porque esto “es” el hombre dentro de la creación], instante tras instante. Sería la única postura racional [quedar pendiente de una voluntad que no puedo conocer]… Durante toda la vida [entonces] la verdadera ley moral consistiría, pues, en estar pendientes de cualquier seña de este desconocido “señor”, atentos a los gestos de una voluntad que se nos mostraría a través de la mera [limitada] circunstancia inmediata [y de nada más]».
¡Nada de utopía! Lo utópico es un engaño, una mentira violenta que descarga tu vértigo en la vorágine del “hacer”. Esto, en cambio, es el ser real, la existencia real que se experimenta, se toca, se reconoce y percibe a través del roce tangencial que la relaciona con Otro, con el Infinito. Y este instante, el momento en que la razón alcanza su culmen, tiene también otro nombre: mística.
«Repito: el hombre, la vida racional, debería estar pendiente del instante, pendiente en todo momento de estos signos tan aparentemente volubles, tan casuales, como son las circunstancias a través de las cuales me arrastra ese desconocido “señor” y me convoca a sus designios. Y tendría que decir “sí” a cada instante sin ver nada, simplemente obedeciendo a la presión de las circunstancias. Es una posición que da vértigo [como alguien que se sube en un trapecio a doscientos metros de altura sin haberlo hecho nunca]».
Recordad que éste es el capítulo XIV de El Sentido Religioso, que no habéis vuelto a leer. Lo leísteis creyendo que era obvio y, en cambio, ¡nunca lo habéis percibido! ¡Jamás! Quién no percibe esto, todavía no ha franqueado el umbral de la niñez, cuando ya uno empieza a ser malo, pero todavía no se ha adherido libremente al bien.
Esto es la premisa. Una premisa que encontraréis confirmada en otro párrafo de un texto titulado La fe es un camino de la mirada, que podéis leer en el último número de 30Días2. La primera parte de este “camino” señala la necesidad de que el hombre sea él mismo, pues si no, no puede encontrar respuesta a la pregunta que es. Al capítulo XIV de El Sentido Religioso le corresponde una buena parte del primer apartado de este artículo, que evoca un caso extraordinariamente ejemplar de mi vida, que se me quedó grabado y que recuerdo a menudo. Fue una circunstancia que yo no quise, que no preví, que me provocó a ir más allá, según la lógica interna de todas las situaciones que nos toca vivir. Porque toda circunstancia tiene una lógica interna que nos conduce al corazón del mundo que se llama “Verbo de Dios”.
Esa noche estaba cansado y me acosté (en aquel tiempo, cuando decidía ir a dormir, dormía: «Cuando eras joven te ceñías e ibas a donde querías, cuando seas viejo otro te ceñirá» - cuando Él quiera: por ejemplo, a las tres de la madrugada; por eso al día siguiente uno está más cansado al hablar - ¡qué le vamos a hacer! -; pero, cuando pasa eso, tu corazón se ve provocado a la verdad, y tu “dura cerviz”, es decir, tu razón, a una agudeza neta, objetiva, mordaz).
Me fui, pues, a la cama. Al levantarme - tenía que entregar una parte de la tesis por la tarde -, me sumergí inmediatamente en el texto Naturaleza y destino, la obra magna de Reinhold Niebuhr, el mayor pensador americano de los años treinta y cuarenta. Abro el libro y empiezo a leer: «No hay nada más increíble que la respuesta a un problema que no se plantea»3. ¡Que «dos más dos son cuatro» no es tan evidente como esto! Esto es más evidente porque es más humano y, por tanto, más interesante, arrastra consigo mucho más de nosotros: «No hay nada más increíble que la respuesta a una pregunta que no se plantea».
Cristo es la respuesta al hombre que se plantea conscientemente esa pregunta inmensa, imperecedera, inagotable que constituye su corazón.
Cuanto más se percibe el propio corazón, cuanto más se comprende, se mira, se tiene en cuenta, se tiene presente al mirar el rostro de la persona amada, de los hijos y de la multitud, al calcular logaritmos o cábalas matemáticas, en esa medida nos planteamos: «¿Qué respuesta existe? ¿Qué respuesta tiene mi pregunta?». Y en esa misma medida te percibes a ti mismo y puedes comprender cuánto más importante de lo que eres es la respuesta a lo que eres, ¡porque si no hay respuesta a la pregunta que eres, eres un desgraciado!
Imagínate que vas a la plaza del Duomo de Milán a las seis de la tarde, en verano o primavera o al principio del otoño. La plaza del Duomo está a rebosar de gente que va y viene; pero hay algo que no encaja: ¡van todos sin cabeza! Imaginaos que estáis allí, que van todos sin cabeza, ¡sólo vosotros tenéis cabeza! La vida es así, el mundo es así. Leed el primer párrafo del artículo de 30Días.
¿Cómo se pueden decir estas cosas sin “corazón”? ¿Cómo se pueden pensar y escuchar sin “afecto”? Sólo si las escucharais sin “corazón” dejarían de valer; pasarían inadvertidas sin dejar huella, sólo si vuestra alma está vacía, porque el vacío lo vacía todo, es como un pozo sin fondo. Parece que las hemos dicho mil veces pero - cada vez que se repiten - nunca se dicen como antes; nunca, ni siquiera una vez, ni siquiera por casualidad.
II - Quien guía al hombre es quien lo ha creado, porque Dios ha dado su respuesta. A la situación humana que Él permitió que fuera así - descrita en el capítulo que acabamos de leer: el hombre vive así, ontológicamente; la existencia humana es ésta, estructuralmente -, a nuestra humana existencia el Misterio ha respondido. Ha respondido como en un diálogo, como si el grito del hombre resonara en el corazón de Dios, dentro de la casa de Dios, que es lo eterno, que es el paraíso; como si el grito se hubiera pronunciado allí dentro. Hay alguien, allí dentro, que lo recoge como un eco excepcional. El grito del hombre resuena en el corazón de Dios a través de un repetidor excepcional: un hombre que está dentro del misterio de Dios, dentro del Misterio último.
Leed la página 14 de El tiempo y el templo, que presenté diciendo que era como el resumen de todo lo que he dicho en cuarenta años, de todo lo que más interés he tenido en decir en cuarenta años. Dios ha respondido. La pregunta del hombre, tal y como se describe en el capítulo XIV de El Sentido Religioso, encuentra su respuesta.
Dios que hizo al hombre así, Dios del que todas las circunstancias son expresión - y serían por sí mismas la única expresión, el único motivo, la única energía motriz de los pasos a tientas de un hombre ciego, de un hombre que camina completamente a oscuras, sin ver nada -, Dios ha respondido “con”. El “con” lo decimos al final del párrafo.
Leo. «Para que Cristo sea todo en todos [por tanto está claro que la respuesta es que la razón última, la consistencia última, aquello por lo que todo es hecho, se llama Cristo], para que Cristo aparezca como todo en todos [aparezca, sea reconocido, se vea, se experimente que es todo en todos], para que la gloria de Cristo se manifieste como la forma y el contenido de todas las cosas [esto es “ontológico”, no “moral”: la realidad es así] - “todo en Él consiste” -, para que se muestre así hay una predilección o elección que lleva a cabo el Misterio, el Padre, Dios»4.
Hay una elección en la raíz de la respuesta de Dios. Una predilección, una elección, lo cual parecería “lo contrario” de una respuesta, porque se trata de un punto elegido como respuesta completa, una parte elegida como explicación del todo.
¿De qué clase de predilección se trata? ¿De qué elección se trata? ¿Qué significa esta predilección?
“Elección” podría referirse a la maceta con flores que Marco tiene en su ventana; no habría sido misterioso, pero sin duda irracional, porque ¿por qué voy a pedir respuesta a una maceta? Puedo gritar a alguien que me oye, a alguien como yo, a quien yo también puedo oir; que es como yo, pero es diferente de mí; es como yo, pero es lo que yo no soy, y es lo que yo pido como respuesta: un hombre. Eligió a un hombre. Podía haberlo elegido dentro de seis años, en el famoso año 2000, en el comienzo del tercer milenio del cual hablan todos los grandes de la tierra (antes que rompa el alba del tercer milenio, todos velan en la espera: ¡un cuerno!); podía haberlo elegido en el 6222. ¿Y por qué no podía elegir a ese hombre que hasta llegó a matar, Moisés, patriota encarnizado, tan encarnizado que trató al otro como un perro?
En cambio, esperó el momento antes de que el pueblo Israel fuera destruido y su Estado arrasado; tanto es así que no se encuentra ni un solo documento de antes del año 70. Precisamente en esto se basan muchos, primero los ateos y los escépticos, después los protestantes e incluso algunos católicos, para afirmar que Cristo nunca existió y es fruto de una leyenda, o si existió, no se puede conocer hoy: es la disyuntiva con la que Schweitzer concluyó sus investigaciones sobre Cristo, antes de marcharse a Africa. ¡Tenemos que admitir que Dios tiene verdaderamente un humor impresionante! ¡Los fragmentos de papiro5 que se acaban de encontrar se remontan todos a antes del año 70! ¿Creéis que esos teólogos católicos reconocen su error? Lo reconocen los protestantes y los demás, pero los católicos no. El dogmatismo puede hacernos prisioneros de nuestra caja craneal. Que me perdone el Señor si me río de esto; tal vez también Él se ríe: ludit in orbe terrarum, juega sobre la faz de la tierra, siente ternura por la existencia del hombre.
«Hay una predilección o elección que lleva a cabo Dios, el Misterio del Padre». Esta es la categoría fundamental para explicar la relación entre la criatura y Dios, en cuanto nexo consciente, relación entre dos libertades, diálogo y desafío (desafío de Dios al hombre y del hombre a Dios) como el rabioso reconocimiento del Capaneo dantesco o como el amor de Catalina de Siena, o como el de una chica del segundo año de noviciado a la que sorprendí esta mañana llorando. Le pregunté: «¿Por qué lloras? ¿No te alegras de estar aquí?». «¡No es eso! Acabo de leer a san Juan y lloro porque nunca sabré amar al Señor como él». Una vez cada veinte años nos encontramos frente a algo excepcional; esta respuesta, por lo menos, lo es; no sé si ella lo será, pero la respuesta sí. Que Dios me conceda recordarlo.
Jesús de Nazaret se sintió “tomado” como hombre y destinado a una tarea, una tarea universal (la tradición dice que esto se hizo patente cuando Juan el Bautista le bautizó). La elección es un acto del Ser, es una categoría del Ser, en cuanto actúa sobre lo que crea; es una categoría que el Ser mantiene, proclama como método suyo en relación con lo que ha creado.
«Fuera de esta predilección o elección únicamente puede haber una multitud de pordioseros, de mendigos que recogen las migajas que caen de la mesa de los hijos, exactamente como decía la cananea: también los perros pueden alimentarse con las migajas que caen de la mesa de los hijos»6.
Dios ha respondido a la pregunta que describe el capítulo XIV de El Sentido Religioso, a esa situación vertiginosa que se plantea un hombre serio, un hombre que se toma en serio a sí mismo. De otra forma, no habría «nada tan increíble como la respuesta a un problema que no se plantea» (Niebuhr puede pasar a la historia tan sólo por esta afirmación. Es más, si su legado permanece por esta frase es más seguro, más claro y útil, que si perdura por su ilimitada producción, que impresionó y tuvo mucha incidencia sobre la política americana de los años 40 y 50; pero después de los años 40 y 50 ocupó su lugar justo lo contrario).
Predilección y elección. Ya lo he dicho, tal vez de manera directa en lugar de dramática, como realmente es. Se trata de la palabra «drama» referida al misterio de la Trinidad. Y esto lo podemos hacer porque para acercarnos al Misterio último nosotros sólo podemos usar las palabras más altas que describen las relaciones humanas. Es el drama de la Trinidad, de esa comunión que constituye la esencia del Ser, la naturaleza del Ser. Se trata siempre de ontología, Laura, como justamente has observado.
El drama de la Trinidad fue la elección de un hombre. El hombre Jesús de Nazaret, elegido para ser la humanidad del Verbo, la humanidad de Dios, Dios que responde al corazón que ha creado, Dios que es respuesta exhaustiva y sobreabundante, al grito del corazón que Él mismo ha plasmado. El grito humano se refleja en la naturaleza misma del misterio de la Trinidad a través de la presencia, obrada por el Espíritu, de un hombre judío, nacido de una mujer de 17 años. No sé si me conmueve más que haya nacido de una mujer o que ésta tuviera 17 años; pero es lo mismo (lo segundo es sentimental, lo primero es una maravilla que me veo obligado a reconocer objetivamente).
Esta predilección o elección es permanente. Es una categoría esencial de la forma que Dios ha tomado para dirigirse a nosotros, sus criaturas, a su criatura consciente, en la medida en que vive el diálogo con Él, le va conociendo y toma conciencia de Él, se somete, le obedece y le ama. Dicha relación está permanentemente regida por la categoría de la elección. En efecto, el Arcángel Gabriel llevó el anuncio a aquella joven mujer que vivía en su casa, en Nazaret. Y cuando se entra en esa casa ¡verdaderamente uno se estremece! Creo que aunque fuera un ateo acérrimo me estremecería igualmente ante la objetividad de la obra del Ser. La ontología es tan objetiva que, cuando actúa deja una huella del Ser; al dar señales de sí queda un reflejo en su creación, deja en la vida del hombre huellas indelebles y eficaces.
Pero dejemos la línea que sigue El tiempo y el templo y que debéis leer por entero. Me temo que muchos lo hayan leído sin comprender sus pasos (que son aparentemente evidentes), sin comprender la importancia que cada uno tiene con relación a los demás. Todo el elenco señala matices diferentes en cada uno de los pasos identificados7.
La primera elección fue la de ¡este hombre! Era un descendiente de Abraham; a través de Abraham, que es descendencia de Adán. A través de Abraham. No a través de Cam o Sem, no a través de otro, ¡a través de Abraham! Podría haber sido a través de Lot, que era el sobrino de Abraham: ¡estaba allí al lado! ¡Podría equivocarse en medio milímetro! De estas observaciones depende el valor del cielo y de la tierra, depende el valor del calor del sol o del color del mar.
III - Para elegir a este hombre, ¿dónde fue el Espíritu? ¿Adónde se dirigió el Misterio? ¿Cuándo lo hizo? No se pueden evitar, en la categoría de la predilección, de la elección, este dónde y este cuándo. “Dónde” y “cuándo” son los dos componentes fundamentales de lo existente, del espacio humano, de la realidad natural, visible, concreta, de la expresión material del hombre. Porque el aspecto material del hombre lo define exactamente igual que lo espiritual: no se puede concebir a un hombre sin materia.
¿Entendéis que el concepto de predilección y elección - elección y predilección del Misterio por una realidad terrenal y humana, dentro de lo creado - implican un “cuándo” y un “dónde”, porque el tiempo y el espacio son factores inevitables de lo que es el hombre, pertenecen a su ontología. Por eso una moral - bueno, digámoslo ya -, la moral sólo puede depender de la ontología. El comportamiento sólo puede depender del ser, de lo que uno es. El temperamento, por ejemplo, ¿pertenece a la moral o a la ontología? ¡A la ontología! Es un color que adquiere la ontología. Menos mal que existen los rojos, los verdes y los moteados. Tendríamos que pasar un día juntos, comiendo juntos, descansando un poco, y desarrollando estas cuestiones mediante un diálogo; si falta este diálogo no se consigue dar a entender a alguien un paso nuevo, y él no lo hace suyo aunque lo entienda muy bien; lo entiende con la cabeza, pero no con la vida, con la existencia, con su “yo”; con la cabeza y no con el “yo”. ¿Me explico?
Decidme, por favor, si entendéis esta expresión: elección o predilección implican responder a la pregunta “¿cuándo?” y “¿dónde?”. Tiempo y espacio. Implican un tiempo y un espacio: ¡Nazaret! Podría haber sido: en “aquel” tiempo, el ángel del Señor llegó a Ostia, cerca de la capital, Roma. ¡No! Habría acontecido en el centro del mundo de entonces, del mundo mediterráneo, trasladado de Grecia a Roma, gracias a las victorias militares de los romanos; y Ostia era el puerto de donde zarpaban todas las naves y donde llegaban todas. Pero el ángel del Señor le llevó el anuncio a esta joven mujer de Nazaret, que dio a luz, llegada su hora, después de nueve meses, en Belén. Por eso es extraño que los jefes le preguntaran a Jesús: «Usquam animam nostram tollis, ¿hasta cuando nos tendrás en vilo? ¿Dinos quién eres y de dónde vienes?». No se si respondió así (el Evangelio no dice nada más, pero tampoco lo excluye): «Consultad el censo de Belén y tendréis la respuesta». Todo se juega en espacios y modalidades que son total y absolutamente comunes.
¿Cuál fue el primer lugar donde este mensaje - como realidad inicial, como germen, como semilla - prendió con fuerza, irresistiblemente, entró en la vida del hombre y en su historia en el mundo? ¡El seno de esta mujer! ¡Qué impresionante!
La primera morada fue la Virgen, y también la mirada de San José sobre ella. ¡Cómo la miraba! Aquí José es la figura del hombre “hombre”. No hay hombre que se le pueda comparar. Mejor dicho, se comprende qué es un hombre si se le compara con San José. En él se encarna la mirada que guarda una distancia ante el rostro de la persona amada. ¡Y mirada amorosa más poderosa que esta no existe! ¡Que San José nos ayude a tener esa mirada! Pero esto es ya moral. El seno de esa mujer y, por tanto, su casa. El primer hombre, el primer elemento del pueblo, el primer miembro del pueblo que se dio cuenta de ello fue ese joven carpintero, enamorado de esa chica, que se encontró ante algo que le desbordaba por completo, que le habría aplastado por todas partes si no hubiera reconocido su ontología: aquello era el misterio del Dios que se revelaba, que empezaba a manifestarse al hombre como la respuesta inefable a su porqué, como la respuesta a su pregunta, a su grito de ayuda. Cuanto más escucha un hombre dentro de sí ese grito, más espera una respuesta y más percibe su llegada: antes que rompa el alba, vive en la espera. Las figuras del pueblo judío, los personajes más conmovedores del Antiguo Testamento, son los que, fueran o no inteligentes, ¡esperaban! (los había inteligentes y cultos: Simeón debía ser culto; la Virgen debía haber leído con atención los “libros sagrados”, tanto que compuso el Magníficat con frases bíblicas que ella repetía y por eso conservaba en su interior).
Precisamente “un” hogar, esa morada. Después empezó a irradiarse y entró en las casas de unos pescadores, y más tarde moró en los ojos de todos los que pasaban por la calle. Pero por la calle era demasiado móvil, inestable, estaba demasiado expuesto a los peligros, y entonces se cobijaba unas veces en una casa (Betania), otras veces en otra. Después, en el momento más terrible y sublime (que describen los cuatro capítulos de san Juan que leemos el Viernes Santo durante el Retiro Pascual de los universitarios), en esa sala mal iluminada por las antorchas, cuando aquel hombre dijo (imaginad la cara de los otros que estaban allí al oírle): «Sin mí no podéis hacer nada», nada, ¡Nada!
Creo que ante alguien que dice seriamente lo que estoy recordando yo, la sociedad civil no puede dejar de pensar: «Es mejor encerrarlo en un manicomio o eliminarlo, antes que dejarle hablar». Porque este mensaje plantea una alternativa inevitable: lo que no es esto es ilusión, mentira, negación blandida siempre por el poder. Siempre. También desde el punto de vista educativo, que fue el tormento, la pesadilla de Pasolini (esa tarde en el aeropuerto no me acerqué a él - esperaba el último avión que partía de Milán hacia Roma -, ¡distraído por monseñor Pisoni! ¡Si Pasolini hubiera asistido a un par de nuestras reuniones, nos habría lanzado miles de improperios, pero se habría convertido en uno de nuestros responsables! Hay que hacer justicia de estas cosas. ¡Es lo mínimo que un hombre debe decir para poder seguir siendo hombre!).
Seguimos. Después, ese grupo se dispersó; no podían reunirse ni siquiera en la calle. Luego se les vio bajo el Pórtico de Salomón, aunque tenían una sede, una sala donde celebraron la última cena con Él. Y después se extendieron por el mundo - y por eso Marco propuso un lema estupendo para el Meeting del próximo año: «Se levantó un viento impetuoso del Este [“impetuoso” por una parte puede representar una invitación al entusiasmo y, por otra, puede suscitar el instinto represor del poder: entusiasmo y cárcel] y seguros de su guía [¡seguros! ¿Cuál es la primera condición de la fe? La certeza; esto es lo que aprendí de pequeño, y de lo que trataron de disuadirme de mayor], llegaron hasta los confines de la tierra».
Estamos navegando hacia los confines de la tierra, porque los confines de la tierra no son los geográficos, sino los de la historia entera. Los confines de la tierra son aquellos donde las aguas bañan los pies de Cristo que viene a juzgar, «a juzgar a todos los humildes de la tierra», reza el salmo, donde “juzgar” quiere decir “exaltar”. ¡No vino para juzgar al mundo, sino para salvarlo!
Naturalmente, esta red de personas dispersa por el mundo entero dejaba huellas donde llegaba, suscitar testigos, obras, documentos. Todavía hay huellas en el Kerala de los primeros cristianos del siglo IV; hay huellas del apóstol Santiago en Compostela, como sufragan las investigaciones científicas.
Después llegó a Rávena. ¡Y en Rávena adquirió una de las formas más hermosas, uno de los “dónde” y “cuándo”, más bellos de su historia! Generó una humanidad que tu debes gustar y defender, porque esta es tu tarea. Y si eres pobre, débil, si te sientes atraído por mil cosas, esta humanidad permanece y sigue siendo tu dignidad. Esto te salva aunque cometieras setenta asesinatos como el buen ladrón, que le dio a Cristo al final la misma respuesta de Simón; y Simón habría dicho lo mismo, aunque hubiera tenido todavía las manos manchadas de sangre por el delito del día anterior. Pero esto es otro problema que, sintiéndolo mucho, no podemos tratar; lo haremos la próxima vez. Empieza un nuevo año y empezaremos un trabajo sobre nuestro compromiso ético.
Pero la conclusión de este año, tan rico en descubrimientos... el descubrimiento es acerca del ser, de la ontología, ese dato que todos descuidan porque, como la zorra de Esopo, tratan de saber algo de él y al no conseguirlo, sueltan la famosa sentencia: «Nondum matura est», que es como decir: «¡Nada es verdad!».
Quiero acabar.
Hemos recordado la forma - “forma”, quiere decir el lugar y el tiempo en que la ontología de las cosas se plasma; por su forma se comprende qué es una cosa - en que Dios ha respondido al grito del hombre, a la sed suprema que le espolea, de la que habla el capítulo XIV de El Sentido Religioso. Se trata del sentido de uno mismo y cuanto más nos planteamos esa pregunta, más sentimos nuestro propio corazón, más preguntamos para alcanzar respuesta: «No hay nada más increíble que la respuesta a una pregunta que no se plantea». Sólo negar, renegar del propio corazón, puede hacernos indiferentes a la respuesta que se nos ofrece.
La respuesta llega. Dios responde al grito humano que ha entrado en su propia naturaleza, en su misma vida trinitaria. ¡Tu grito ha entrado en su misma vida!
¿Cómo ha respondido a ese grito? Utilizando una categoría que es la afirmación soberana de su libertad. La suprema afirmación de su libertad es la pura elección, la categoría de predilección o elección.
¿Por qué llamaste a éste? Porque yo - dice Dios - he querido llamar a éste. ¿Y por qué no elegiste a otros? Porque no he querido elegir a otros. «Pues hago gracia a quien hago gracia y tengo misericordia con quien tengo misericordia»8. Sólo en el misterio de Dios la libertad absoluta equivale al derecho de elección; en nosotros no. El derecho de elección, en nosotros, es una utopía en el sentido de la rana rupta et bos, de la rana que quiere ser grande como el buey y explota en el intento.
La categoría de la elección señala inmediatamente un momento de la historia, un punto de la geografía humana, del universo que el hombre puede observar; un punto infinitesimal en el sentido literal del término: presente como un “punto” en el seno de una mujer de raza judía, de una joven mujer de Nazaret, en Palestina. Por ello, la historia de la salvación tiene que volver a recorrer toda la historia judía. Quien no hace memoria de todos los matices y dramas de la experiencia del pueblo judío, de su historia, no es buen cristiano, no entiende qué es ser cristiano. No es un buen cristiano porque, como afirma Pablo, la historia del pueblo de Israel es pedagogía para nosotros; por ejemplo, nos lleva a comprender el concepto de elección, de vocación o elección, que es estrictamente judío, porque los demás pueblos no lo tenían.
En cualquier caso, elección. ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué él está aquí? ¿Por qué yo estoy aquí? Tengo suficiente fantasía y riqueza de sentimientos para observar un sin fin de posibilidades que no detallo, pero estoy aquí porque Otro me hizo “para”, Otro me elige “para”. También existe un componente moral, que es mi respuesta a “la respuesta” que Dios da al hombre: plasmar mi vida conforme a Su propuesta, es decir, responder a Quien me elige. Sea cual fuere el punto de la trayectoria de la intervención de Dios en que situéis la elección, vuestra vida ha sido elegida, llamada “para” corresponder a “la gran respuesta” de Dios, para corresponder a Jesús, a la presencia de Jesús. “Para” corresponder a la presencia de Jesús, no mediante un trabajo u otro, no haciendo esto o aquello, no organizando o creando grupos; todo ello será una eventual consecuencia, si Dios lo quiere. Hace cuarenta años, lo último que habría pensado al ver reír o sonreír por primera vez a mi querido y viejo amigo Adriano, que ahora está ahí a mi izquierda, lo último que pensaba es que llegaríamos a ser más de veintitrés (entonces éramos tres).
La categoría de predilección o elección llega hasta lo concreto, alcanza su objeto - llega hasta Rávena en un determinado momento, que no es 1890 sino 1990 - que eres tú. Si hubiera sucedido hace treinta y cuatro años, no habrías estado tú.
Esto es fundamental. Llega en un tiempo y en un lugar determinados, un tiempo y un lugar confluentes, coordinados. El uno se integra con el otro y se crea un punto de intersección. El don que caracteriza este punto de intersección se llama también carisma, porque puede ser el vehículo de un “acento particular” en la forma de percibir a Dios, de reconocer a Cristo, de un determinado sentimiento por Cristo, de un modo de concebir la fidelidad a Cristo, la tenacidad de la relación con Él, Su grandeza, Su presencia. El don puede llegar a esa encrucijada que eres tú. Tú, porque el “cuándo” y el “dónde” llega a tu casa; entra por las ventanas y atraviesa las paredes, entra en el seno de tu madre, pero tú eres un crío y ya has salido afuera; entonces te busca, va a la escuela, allí está tu maestra, aquella maestra; después va donde están tus amigos, «aquellos» amigos: ¡y allí se para y te toma! Y ya no puedes escapar; puedes rechazar, pero no sustraerte. Puedes decir que no, pero alguien que se rebela ante dos manos que le acarician, acaba ahogándose. La libertad consiste en responder; entonces esas dos manos se convierten en tu apoyo.
Tu elección coincide con una realidad contingente de tiempo y espacio (que, como es nuestro caso, tiene algo extraordinario que testimoniar; porque hablar así de Cristo es excepcional hoy; el pueblo fiel pronuncia el nombre de Jesús, y expresa la conmovedora adhesión a algo evidente, más evidente que la vida misma; tanto es así que hay quien muere por su nombre, ¡pero no es algo excepcional!), coincide con un lugar, un espacio donde tú has sido alcanzado. ¡Dios mío, podrías haberte equivocado en un milímetro! Si se hubiera equivocado sólo en un milímetro, ¡Dios no lo quiera!, el rayo habría alcanzado a otro; en cambio, me ha alcanzado a mí. Te ha aferrado a ti con ese don del Espíritu que es el carisma, don que te prepara para comprender y adherirte a Cristo, que te hace estar contento, sereno y alegre en medio de tu debilidad. Este don se derrama sobre ti porque «Dios es mi roca y mi canto» (nosotros no somos un canto y no tenemos fuerza, pero Dios es nuestro canto y nuestra fortaleza). Estás preparado, por tanto, para ser testigo ante los demás. En la medida en que sean sencillos, te mirarán como a un testigo. Si son sencillos, puedes cometer diez errores más de los que cometes, puedes equivocarte diez veces más, pero no se escandalizan; se escandalizan, pero no dudan; se escandalizan, pero no se quedan en eso porque lo que dices resuena ante ellos con una evidencia mayor que las sombras que proyectan tus errores. Igual que nadie sencillo repara en los errores de Simón Pedro como un obstáculo para esperar en la roca que es Pedro. Y «cualquiera que tenga esta esperanza se purifica como Él es puro». «Se purifica como Él es puro». Lo que nos ha reunido durante este año es una fuerza y un canto más grandes que nuestra debilidad e inconsciencia, que nuestra pusilanimidad y mezquindad. El año que empieza se nos da ¡para que nos purifiquemos como Él es puro! ¡Porque la esperanza en Él es la roca sobre la que todo se edifica, sobre la que todos podemos construir, sobre la que construimos juntos!
La ontología que gobierna nuestra relación con el infinito - todos nuestros pensamientos y acciones, todo lo que somos - se refleja en la vida, en primer lugar, en una “comunión” terrenal.
Por ello, al levantarte por la mañana y mirar tu casa, con sus cinco habitantes (que te dan náuseas porque te encuentras fatal, o bien porque ellos están “de los nervios” mientras que, gracias a Dios, tú eres inconscientemente insensible), vivir con esos cinco no es un acto de benevolencia por tu parte: te ha puesto allí, estás allí. ¿Y si te fastidian todo el día? Son igualmente el misterio de Cristo que se hace cercano, que te rodea, ¡te apremia! y mediante una continua ósmosis, con el paso del tiempo y navegando por todos los espacios, poco a poco, te permitirá conocer cada vez más a Jesús. Te sentirás más tú mismo porque reconoces y amas más a Jesús. Esta será nuestra meditación al comienzo del adviento y la reflexión para todo el año que empieza.
Este año que estamos concluyendo, sin que nadie lo pidiera, he querido exaltar la ontología cristiana que es la del actor nuevo en la historia del mundo, el actor vencedor: mientras le estaban matando vencía, como dice Eliot (id a leerlo).
El año que viene será lo que Dios quiera; pero es justo prever, es moral prever, es un deber prever nuestro trabajo para profundizar en esta frase misteriosa y sublime: «Se purifica como Él es puro». Quien tiene esta razón de ser - que eres Tú, ¡oh Cristo! - se purifica como Él es puro, como Tú eres puro9.
No hay nada mejor que podamos hacer los unos por los otros que ayudarnos en esto. Aunque compartiéramos todo el dinero que tenemos y entregáramos nuestro cuerpo a las llamas por los demás (como dice san Pablo en I Cor, 13), aunque lo diéramos todo, de nada valdría frente a esta suprema virtud de lo humano - reflejo e imitación del misterio mismo de Dios - que es la caridad, la gratuidad. Y la gratuidad consiste en reconocer y amar a Jesús cada día, desde el rezo del Ángelus por la mañana al Ángelus de la tarde, lo más frecuentemente posible durante el día. La gratuidad es la casa. Este es el valor de la casa: ser el primer lugar que te recuerda a Cristo, que renueva en ti su memoria. Ninguna acción que hagas u obra que emprendas, que tendrás que emprender - y cuantas más, mejor -, es negativa en sí. Pero ninguna obra que lleves a cabo, nada de lo que crees con tus manos y gobiernes sabia e inteligentemente, según el gusto propio de tu carácter, aún siendo un instrumento de misión, vale tanto como ese lugar. Nada vale como ese lugar muchas veces amorfo - que tú haces amorfo -, como ese lugar tan callado en el mal sentido de la palabra, es decir, falto de diálogo, ese lugar tan penoso de soportar y que puedes percibir como alternativo a tu temperamento y forma de afrontar las cosas, que es la casa.
La casa es la primera fuente de la memoria de acuerdo con esa vocación que ha establecido el “dónde” y el “cuándo” tú serías llamado.
Por tanto, debemos responder a una realidad objetiva, no caprichosa, que no nos imponen unos hombres o las tradiciones, sino que ha establecido el Ser, es decir, que tiene un valor ontológico.
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