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Huellas N.3, Marzo 2001

LOS PROFETAS EN LA BIBLIA

El profeta y los reyes. La genealogía carnal de Jesús, el genio de Dios

Giuseppe Frangi y Antonio Socci

Tras la derrota de Israel frente a los filisteos, Samuel y Natán aparecen como los nuevos interlocutores escogidos por Dios para retomar el hilo de una historia jamás interrumpida, y para dar un rey al pueblo elegido


Un pedacito de tierra de pocos kilómetros cuadrados, habitado por tribus desunidas entre sí e impotentes frente a un enemigo compacto, los filisteos, que les asediaban: así era Israel alrededor del año 1050 antes de Cristo. Silo, un diminuto pueblo entre Samaria y Judea, era la pequeña y pobre capital religiosa. En ella se conservaba el Arca de la Alianza, custodiada por el último de los Jueces, Elí, un personaje fatalmente destinado a la derrota. No era una autoridad política, ya que su papel era de referente religioso. Así pues, cuando los filisteos dieron el golpe de gracia, la resistencia de las tribus de Israel se desmoronó. Y los temibles enemigos que habían desembarcado en la franja de Gaza, expulsados de Egipto por el faraón, llegaron a Silo. Destruyeron el templo, capturaron el Arca e hicieron estragos entre las desordenadas filas de los pobres israelitas. En definitiva, que si no hubiera intervenido un factor imprevisto, bien se podía dar por concluida la historia de las tribus de Moisés. Sin embargo, ese otro factor ya había aferrado in extremis el hilo de aquella historia. El método elegido estaba en consonancia con el pasado: una mujer estéril, como lo fueron Sara y Raquel, que se acerca al templo implorando a Yahvé la Gracia y haciendo voto de ofrecer al sacerdocio el fruto de su seno. La mujer se llamaba Ana, era mujer de Elcaná, un levita, lo cual legitimaba la vía sacerdotal de aquel hijo eventual. Yahvé fue fiel a su palabra, como lo fue Ana. Y Samuel, el niño, se convertiría en la persona con la que Dios reanudaría el diálogo con su pueblo: un nuevo profeta.

Sólo un niño
A pesar de que a los ojos de los hombres pudiera parecer una hipótesis totalmente improbable, con aquel niño, consagrado en el templo de una aldea asediada por el silencio y la devastación («En aquellos días la palabra de Dios era preciosa, porque las visiones no eran frecuentes», dice la Biblia), comenzaba un capítulo increíble de la historia de Israel. La manera en que Samuel llegó a saber que era el elegido destinatario de las revelaciones de Yahvé, constituye una de las páginas más conmovedoras de la Biblia: una voz lo llama en la noche y él se alza del lecho para acercarse al viejo y desilusionado Elí. Pero Elí niega haberlo llamado. Esto se repite tres veces. Hasta que el anciano intuye de quién puede ser la voz y ordena al chico que si vuelve a oír la llamada, responda de esta forma: «Habla, Señor, que tu siervo escucha».
Dios había vuelto a hacerse presente para encarrilar de nuevo la historia de su pueblo predilecto y lo hace por medio de un profeta. Como dice siempre la Biblia (1Sam 3, 19), «Dios estaba con Samuel, y ninguna de sus palabras dejó de cumplirse». Samuel, en cuanto autoridad religiosa, había comprendido que lo que les faltaba a las tribus a las que Josué llevó a la Tierra Prometida era un jefe político. Durante un tiempo, con la ayuda de sus dos hijos, trató de cubrir él mismo este vacío. Envuelto en su efod de lino había echo llegar a Israel las promesas recibidas de Yahvé: «Fijad vuestro corazón en Yahvé y servidle a él sólo, y entonces él os librará de la mano de los filisteos». Llamó al pueblo a la batalla en Mispá, y él se quedó rezando en el monte, como le habían suplicado los israelitas. Al final, por primera vez, los filisteos se batieron en retirada. «Samuel tomó una piedra y la erigió entre Mispá y Yesaná y le dio el nombre de Eben Haézer, diciendo: “Hasta aquí nos ha socorrido Yahvé”».

Otro rey
Las presiones del pueblo para tener un rey eran cada vez más apremiantes. Samuel comenzó a pensar que también para Israel había llegado el momento, como para todos los pueblos de su entorno, de tener un monarca. ¿Pero cómo se podía tener otro rey cuando era evidente que Yahvé era su rey? Samuel, que ya era viejo, trató de resistir a las presiones. Mejor sufrir otras derrotas antes que traicionar al único Dios. Además, ¿dónde encontrar un rey?, ¿qué criterio humano podría ser adecuado para hacer una elección de esas características? ¡Dar un rey al pueblo que ya tiene a Dios como su rey! Era algo impensable. Y la Biblia nos cuenta cómo Dios mismo, con un tacto casi conmovedor, saca a Samuel del dilema. Le dice que tiene razón, que el pueblo yerra al pretender un rey, pero que es mejor que ahora les dé contento, Él le autoriza. Es más, le indica quién debe ser el elegido.
En definitiva, Yahvé se hace a un lado y, además, tiene la delicadeza de no herir la fidelidad de su viejo servidor, Samuel. Le señala el candidato: un chico alto y guapo, hijo de Quis, miembro de la tribu de Benjamín, que llegó a donde estaba Samuel, a Ramá, siguiendo unos asnos de su padre que se habían perdido. Se llamaba Saúl, Sha’ul, “solicitado a Dios”. Era un personaje impetuoso, generoso, valiente, pero también lleno de orgullo, con cierto exceso de confianza en sus propios medios. Samuel lo reconoce como el indicado por Dios y lo unge “príncipe” de Israel en una ceremonia casi clandestina. Todavía no es rey: primero, el profeta quiere ponerle a prueba.
La ocasión no se hizo esperar; fue en el año 1040: había que expulsar a los filisteos de Guibeá, donde habían impuesto un gobernador. Saúl mandó antes a su hijo Jonathan para que lo mataran, después aceptó la guerra en campo abierto y venció. Samuel renunció entonces a la judicatura y se limitó a seguir siendo jefe religioso de Israel. Saúl era rey a todos los efectos. Aún así, Samuel vigilaba. Veía a Saúl dividido entre la fidelidad a su tarea y los impulsos de su orgullo. Primero le coge in fraganti, cuando por las prisas de combatir, realizaba el sacrificio previo a la batalla sin esperar a Samuel. Después, llega el acto de rebeldía de Saúl, que rehúsa secundar la orden de Yahvé y no mata a Agag, el rey de los amalecitas. Samuel se encarga por sí mismo de realizar la voluntad de Dios, pero desde ese momento romperá las relaciones con el rey. No lo verá más «hasta el día de su muerte», escribe la Biblia.

David, el sucesor
El viejo Samuel sabía que era necesario encontrar un sucesor. Y lo encuentra una vez más por caminos inescrutables: el último de los siete hijos de Jesé, cuya familia era una de las principales de Beth-lehem, de la tribu de Judá. Lo ungió a escondidas de Saúl, lo introdujo en la corte con su cítara y desencadenó en el corazón de Saúl el terrible desastre de los celos. David, el jovencito capaz de derrotar a Goliat, el gigante de los filisteos; David, que conquista los corazones y la simpatía de los dos hijos de Saúl; David, que le lleva al rey los doscientos prepucios de los guerreros filisteos, como le había pedido para poder obtener la mano de su hija. Resultaba demasiado evidente que David era el elegido por el Señor, y el equilibrio psicológico de Saúl no puede resistir tal evidencia, por lo que le declara abiertamente la guerra y lo obliga a pasarse al campo enemigo hasta refugiarse en Ramá, entre los brazos del anciano Samuel.
Era una persecución sin ninguna posibilidad de salida, porque confiándose a Samuel, David se confiaba a Yahvé. Al final, Saúl muere en la última batalla y David puede abandonar su escondite: será el rey que, a partir de ese pequeño pedazo de tierra alrededor de Silo, fundará un gran reino. Samuel podía morir en paz, sin tener que contemplar con sus ojos las otras pequeñas traiciones de su rey. Para vigilarlas, de modo severísimo, llegaría un nuevo profeta, Natán. Él inflingirá a David tremendos castigos, como reo de adulterio con la bella Betsabé, pero sobre todo, por haber mandado matar al marido de ésta, Urías. Natán ata las manos de David, impidiéndole ser prisionero de su gloria: no será él quien termine el gran templo de Jerusalén, como tampoco Moisés traspasó con su pueblo las fronteras de la Tierra Prometida. A través de sus profetas, Yahvé está siempre vigilante: sólo Él es el amigo y protector de su pueblo. Como anunció Natán a David, no sería él quien construyera una casa a Yahvé, sino que sería Yahvé quien le construiría a David una “casa”, es decir, un linaje, un reino.



La genealogía carnal de Jesús, el genio de Dios

ANTONIO SOCCI

Un Caín lo hay hasta en las mejores familias. Es más, en la mejor de todas, la más santa, la de Jesús. A pesar del sarcasmo con el que los bienpensantes se refieren a sus “familias bien”, no es en ellas donde suceden los hechos más interesantes. El que Caín pertenezca a la familia de Jesús no es un incidente imprevisto que venga a echar por tierra toda una reputación. Fue él mismo, el Salvador, el que quiso encarnarse naciendo allí, en aquella familia. Porque «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia», dice san Pablo. Y no se trata de una paradoja genérica, buena para las crónicas actuales, llenas de horrendos crímenes que a ciertos comentaristas les lleva a evocar el nombre del asesino de Abel, quien inserta el homicidio en la historia humana, esa historia que se convierte en un auténtico matadero (definición hegeliana).
Las genealogías bíblicas son mucho más fiables y reales de cuanto se cree. El parentesco de sangre Caín-Jesús es revelado por un tratado teológico acerca de la liturgia bizantina, de 1836 páginas, escrito por Tommaso Federici, profesor de la Pontificia Universidad Urbaniana y prestigiosa firma del Osservatore Romano. He aquí su reconstrucción. «En el Génesis 15, 19, el quenita es considerado como un pueblo antiguo que, según la Promesa y la alianza (Gen 15, 1-18), está llamado a ser poseído por la descendencia de Abraham como parte integrante de la tierra prometida.» En Números 24, 21 se dice que los quenitas son descendientes de Caín y su tierra se extiende donde después se levantará Belén. En un paso sucesivo (34,19), la Biblia recoge los nombre de los jefes de las doce tribus de Israel entre los que Josué debe repartir la tierra conquistada. El jefe de la tribu de Judá es Caleb, llamado quenita, al que Josué le asigna una porción de la tierra de Judá. Los quenitas son, por lo tanto, «una subtribu de Judá», y su tierra está en la «parte montañosa», con capital en Hebrón. Esta tierra comprendía la Belén de Caleb, por parte de su esposa Efrata. «A los quenitas se les puede llamar de forma más explícita y desarrollada cainitas».
La tribu de Judá es la más importante. Según la Promesa, de ella habría de nacer el Mesías. Y la promesa se le hace a David, de la tribu de Judá y de la subtribu de los cainitas. De David, pastor de Belén, descienden José y María (por eso tuvieron que ir a registrase a Belén, con ocasión del censo romano, pues era su pueblo de origen, donde José aún conservaba pequeños terrenos de familia). Así pues, «los daviditas son en realidad los quenitas o cainitas. Se puede apreciar a qué abismo descendió el Inmortal Eterno para asumir la carne de los pecadores. De esta manera, Cristo Señor asume en sí a todos los Caínes de todos los tiempos para salvarlos», escribe Federici, y Jesús es «el signo» que Dios coloca por encima de Caín «por el que éstos han salvado la vida».
Escribe Isaías: «Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores... ha sido traspasado por nuestras rebeldías, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron». El cristianismo es el llanto de Pedro cuando se ve perdonado y abrazado por Jesús tras su traición: la experiencia de los pecadores “agraciados” es para todos. Éste es el sentido de esta historia. En el mismo linaje de Jesús se reúnen «tanto Israel como Judá, los paganos y los pecadores más alejados». «De hecho», explica Federici, «en Belén, Booz, antepasado de David, al casarse con Rut la moabita, pagana e idólatra, la inserta con todos sus derechos en el pueblo de Dios, llegando a ser antepasada de David».
La genealogía carnal de Jesús es sorprendente por los pecadores y los crímenes que contiene, pero sobre todo por la predilección de Dios, por la gratuidad de su gracia. Su misteriosa preferencia a menudo no cae sobre los mejores, sino sobre los pecadores, lo cual a veces hace gritar escandalizados a los bienpensantes. Entre los hijos de Jacob es elegido Judá, el cuarto, uno de los hermanos que habían vendido a José. Alguien cuya moralidad se hunde estrepitosamente al unirse con su nuera, Tamar, unión de la que desciende Jesús. Forman parte de su genealogía los reyes, muchos de los cuales fueron idólatras, inmorales y alguno criminal, con tan sólo dos excepciones. Lo mismo se puede decir si consideramos el periodo posterior al exilio babilonio (la fidelidad de David, el más grande rey de Israel y el más amado por Dios, se entrelaza con pecados y delitos espantosos). Las mujeres de la genealogía de Jesús, escribe el cardenal Van Thuan «impresionan por sus historias; son mujeres que se hallan todas en situaciones irregulares y de desorden moral: Tamar es una pecadora que, valiéndose del engaño, se une incestuosamente con su suegro, Judá; Raab es la prostituta de Jericó que acoge y esconde a los dos espías israelitas enviados por Josué y es admitida en el pueblo judío; Rut es una extranjera; en cuanto a la cuarta mujer... “la que fue mujer de Urías”, se trata de Betsabé, la compañera de adulterio de David».
El evangelio no sólo no oculta esta genealogía, sino que la expone al comienzo, lo cual asombraba a Peguy cuando escribía: «Hay que reconocerlo, la genealogía carnal de Jesús es espantosa... Y en parte es lo que da al misterio de la Encarnación todo su valor, toda su profundidad, todo su ímpetu, su carga de humanidad. De carnalidad».
Parece el retrato de familia en un infierno. Y, sin embargo, es la historia de la salvación. En el matadero de la historia hay una esperanza.
(Il Foglio, 1 de marzo de 2001)

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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