El viaje de María y José y la búsqueda de un lugar donde vivir el nacimiento de Jesús con reserva y discreción. El acontecimiento que divide en dos la historia del hombre
«Sucedió que por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento tuvo lugar siendo Cirino gobernador de Siria. Iban todos a empadronarse, cada uno en su ciudad» (Lc 2, 1-3). En estas descarnadas líneas del evangelio de Lucas se hallan todas las noticias referentes a la fecha del nacimiento de Jesús, las circunstancias históricas en las que el Eterno ha entrado en el tiempo, asumiendo en todo, menos en el pecado, nuestra naturaleza humana.
El senador Sulpicio Cirino, citado desde hace dos mil años en las lecturas de la liturgia de Navidad, nació en Lanuvio, cerca de Túscolo, y había gobernado en Creta y Cirene. El historiador romano Tácito confirma que fue nombrado cónsul en el año 12 antes de Cristo y que fue gobernador de Siria como legado imperial, pero sitúa el desarrollo de esta tarea en los años 6-7 después de Cristo, es decir, algún tiempo después del nacimiento del Salvador. Para resolver el problema algunos exegetas proponen traducir así el texto de Lucas: «Este empadronamiento tuvo lugar antes (de aquel que se llevó a cabo) siendo Cirino gobernador de Siria». Pero, según el abad Giuseppe Ricciotti (autor de la Vida de Jesucristo), una inscripción fragmentaria descubierta en Tívoli a finales del siglo XVIII ofrece una base suficiente para afirmar que ya anteriormente Cirino fue legado en Siria unos años antes de la era cristiana, y que había ordenado el primer empadronamiento, el cual se prolongó durante algunos años y fue llevado a término por su sucesor, Senzio Saturnino. El registro de todos los habitantes de Palestina se desarrolló a la manera judía: todos los censados debían inscribirse en sus lugares de origen y no en el territorio donde vivían, como habría sucedido de haberse realizado según el ordenamiento romano.
«Subió también José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta» (Lc 2, 4-5). Las tribus judías se dividían en grandes familias y éstas en linajes; donde quiera que fueran a vivir, los nuevos grupos familiares conservaban con tenacidad el recuerdo de la cepa originaria. Belén (Beth-lehem, en origen Beth-Lahamu, es decir, “casa del dios Lahamu”, divinidad babilónica, interpretada después en sentido judío beth-lehem, “casa del pan”) era un pequeño núcleo que distaba nueve kilómetros de Jerusalén y en la época de Jesús no debía contar con más de mil habitantes, sobre todo pastores y campesinos. Sin embargo, era un lugar de paso para las caravanas que se dirigían de Jerusalén a Egipto, de modo que desde antiguo el hijo de un amigo del rey David, Chamaam, había construido un caravasar (en hebreo geruth, “hospedería”).
De viaje para empadronarse
Belén dista de Nazaret casi 150 kilómetros y el viaje de José y María no debió durar menos de tres o cuatro días. No sabemos si la ley obligaba también a la presencia de la esposa, además de la del cabeza de familia. Pero por las palabras de Lucas se puede intuir que el avanzado estado de gestación debió animarles a que la madre del Salvador no se quedara sola. Además, el ángel de la anunciación ya le había predicho a María que al que iba a nacer «el Señor Dios le dará el trono de David, su padre», y ello representaba una razón de más para que el parto tuviera lugar precisamente en Belén, la ciudad que el profeta Miqueas había indicado en las Escrituras como patria del Mesías de Israel. Se puede suponer que los caminos estarían en condiciones bastante desastrosas y atestados de familias desplazándose a causa del censo. En la mejor de las hipótesis - observa Ricciotti - los dos cónyuges debieron tener un asno, cargado con las provisiones y equipaje necesarios para el viaje. Un viaje nada fácil para María, que estaba a punto de dar a luz. Las tres o cuatro noches de camino debieron pasarlas en casa de amigos o más probablemente en los lugares públicos de descanso, a cielo abierto, rodeados de los demás viajeros, los asnos y los camellos. Llegados a Belén, José y María encontraron la ciudad de David abarrotada de gente. Incluso el caravasar, tradicional lugar de hospitalidad para los viajeros, estaba saturado. «Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada» (Lc 2, 6-7). El albergue o posada (to kataluma en el griego de Lucas) no era otra cosa que el caravasar: un espacio a cielo descubierto, rodeado de un muro bastante alto. Dentro, en torno al patio, corría un pórtico que ofrecía refugio y estaba cerrado en algunos tramos por un murete. Así, se creaban una especie de pequeños habitáculos, reservados para quienes podían permitirse pagar por tener una intimidad mayor. El evangelista señala que «no había sitio para ellos en la posada». Según el abad Ricciotti, esta frase es más intencionada de lo que parece a primera vista. Es difícil imaginar que en el caravasar o en toda Belén no hubiera un rincón en el que acoger a los dos esposos. Sin embargo, ese «para ellos» podría indicar que en aquellos días y en aquellas circunstancias, con el abarrotamiento y la absoluta promiscuidad que se vivía en los lugares públicos y en las casas pobres de Belén, lo que María no encontraba era un lugar donde vivir el nacimiento de Jesús con reserva y discreción. Lucas se limita a escribir que «María dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre». El pesebre supone un establo y los establos, en la pobre ciudad de David, eran pequeñas grutas excavadas en la roca en los alrededores de las casas o en las colinas que rodeaban Belén.
Aquellos gestos modernos
José y María se acomodaron lo mejor que pudieron en una de estas sombrías grutas junto a algún que otro animal. De las palabras del evangelista se deduce que el parto tuvo lugar sin la ayuda de otras personas. La misma madre atiende al recién nacido, lo envuelve en los pañales y lo coloca en el pesebre, donde José, que ni siquiera es nombrado, debió disponer la paja limpia. «El texto deja entrever un parto fácil y bien llevado. Y María sabe llevar a cabo los primeros gestos maternos por instinto, como toda mujer», escribe René Laurentin en su Vida auténtica de Jesucristo. La alusión al «hijo primogénito» no debe conducir a engaño y hacer suponer que la Virgen traería al mundo otros hijos: “hijo primogénito” (en hebreo bekor) es un término técnico de especial importancia jurídica, porque el primogénito judío debía ser presentado en el Templo, circunstancia que Lucas describe en los capítulos sucesivos.
Así, el Mesías de Israel viene al mundo en la semioscuridad de una apartada gruta excavada en la roca. Es un soberano bien distinto del Herodes que reina en Jerusalén rodeándose de lujos en su palacio dorado. Pero también ese niño indefenso, ese rey de Israel nacido en circunstancias tan humildes, recibe el homenaje de sus primeros “cortesanos”. Súbditos cuya condición social no es muy diferente de la del mismo rey David, que era pastor de ovejas. Belén se alzaba y se alza en el límite con la estepa. Si bien es cierto que muchas cabezas de ganado eran conducidas a las grutas por la noche, también es cierto que muchos rebaños permanecían siempre a descubierto, día y noche, invierno y verano. Grupos de hombres los vigilaban y vivían con ellos durante todo el tiempo. «Estos pastores - escribe Ricciotti - tenían una pésima reputación entre los escribas y fariseos: en primer lugar, su misma vida nómada en la estepa donde escaseaba el agua les volvía sucios, hediondos, ignorantes de las más fundamentales leyes del lavatorio de las manos, la pureza de la vajilla, la elección de la comida. Ellos constituían más que nadie ese “pueblo de la tierra” que para los fariseos era digno del más cordial de los desprecios; además, pasaban por ladrones y se aconsejaba no comprarles ni lana ni leche que podían ser robadas».
El niño en pañales
«Había en la misma comarca algunos pastores, que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño. Se les presentó el Ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz; y se llenaron de temor. El ángel les dijo: “No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. Y de pronto se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace”. Y sucedió que cuando los ángeles, dejándoles, se fueron al cielo, los pastores se decían unos a otros: “Vayamos, pues, hasta Belén y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado”. Y fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, dieron a conocer lo que les habían dicho acerca de aquel niño; y todos se maravillaban de lo que los pastores les decían. María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2, 8-20). El Altísimo hecho carne, el acontecimiento (Lucas usa el término rhema, que copia el hebreo dabar y tiene el doble significado de “palabra” y “acontecimiento”) que divide en dos la historia del hombre, el Mesías tan esperado por el fiel pueblo de Israel, se manifiesta ante todo a los pastores “sucios y malolientes”, progenie de aquel rey pastor que fue David. Es el inescrutable método de Dios, tan distinto y alejado de toda imaginación humana: el infinitamente grande abraza al infinitamente pequeño. Advertidos por el ángel, los pastores acudieron a la gruta. «Siendo pobres de dinero pero nobles de espíritu - hace observar Ricciotti - no piden nada, y vuelven sin más a sus ovejas: sólo sienten una gran necesidad de alabar a Dios y de hacer saber a otros del lugar lo que había sucedido». Habrán dejado, a los pies del recién nacido, un poco de lana y un poco de leche. Esos productos que los fariseos consideraban robados.
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