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Huellas N.10, Noviembre 2000

ORIENTE MIEDO

Tierra santa y ensangrentada

Giancarlo Giojelli

Con la reanudación de las hostilidades entre israelíes y palestinos se aleja la posibilidad de una convivencia pacífica fundada en el respeto recíproco de las identidades

Dos imágenes impresionan los ojos y el corazón. Mohammad ad-Dara, 12 años, arrodillado junto al cuerpo de su padre, el rostro deformado por el llanto y el terror, mientras el hombre alza desesperado una mano en un patético intento de parar los proyectiles. Padre e hijo se aprietan contra el muro, al amparo inútil de un bidón de hojalata. Dura poco la agonía. Las ametralladoras barren el aire. Muere de esta forma, no lejos de su casa de Netzarim, el chico palestino, con la cabeza inclinada sobre las rodillas de su padre, que intenta una última y tierna caricia con su mano casi rígida, con su cabeza bloqueada en una postura antinatural a causa de los golpes que le han destrozado la espina dorsal. No muy lejos, algunos días después, centenares de personas vociferantes y amenazadoras rodean una casa de Ramallah: es la sede de la comisaría de policía palestina. Desde la ventana cae algo: es el cuerpo de un soldado israelí, capturado y linchado por la muchedumbre árabe. El teléfono móvil del militar suena, es su mujer. Responde un palestino: «¿Tu marido? Acabo de matarlo».
Son imágenes que han dado la vuelta al mundo con rapidez y han dilatado el horror. Toda guerra es atroz pero en esta guerra, en estos muertos, hay algo que nos toca más de cerca. Cada uno de nosotros pertenece de alguna forma a esas piedras, cada uno de nosotros siente cercana esa tierra y la historia que allí se ha esculpido. Israelíes y palestinos se pelean incluso por el modo de llamar a esos territorios, aunque hay uno sobre el que coinciden, hasta el punto de que en los tratados oficiales se habla de él: Holy Land, Tierra Santa.



Una torre y un muro

Hay otra imagen que ha vuelto a mi mente en estos días. Me la enseñaron una hermosa mañana llena de sol en la sala de un kibbutz construido en la frontera con el Líbano. El kibbutz Hanita, fundado en 1936. Una vieja ley turca asumida por el gobierno mandatario británico de Palestina asignaba las tierras incultas a los que en una noche construyeran una torre y un muro. “The rule of Tower and Wall”, se llamaba. Proyectadas sobre una tela, las siluetas de los primeros colonos construyen una empalizada. Entonces llega el rabino con los rollos de la Torah, y los campesinos árabes se sientan a la mesa con los judíos y hay tiempo para tomar un té juntos. Pero dura poco: la escena cambia enseguida, asoman los fusiles y los campesinos están ya en guerra. Una guerra que no aparece solo en la vieja imagen: el hermoso día de sol y la puesta de sol rojiza en la que los chicos y las chicas del kibbutz preparaban la sala para el sabbah termina con una noche pasada en los refugios mientras los Katiuscka, los terribles lanzacohetes palestinos, disparan desde la frontera libanesa. Esa frontera era la pesadilla de Israel y no por casualidad la retirada del ejército del Líbano meridional, ocupado desde hacía casi veinte años, ha señalado el comienzo de la nueva Intifada. Pero esta es una revuelta muy distinta de la del 88. Entonces los israelíes comprendieron que el enemigo no estaba ahora fuera de las fronteras conquistadas en cuatro guerras contra los árabes. Y resultó claro que la paz debía ser negociada para que el Estado de Israel pudiese sobrevivir. Y que la negociación debía tener como interlocutor al odiado Arafat, el dirigente palestino, y no sólo a los jefes de los Estados árabes, jordano, egipcio e incluso sirio. Había que negociar con ese pueblo que no habría tenido que existir en aquellos territorios. Israel tenía que mostrarse más fuerte que su capacidad militar.



Yad Vashem

Hay un lugar que todos los ciudadanos de Israel, que todo judío que llega a Tierra Santa visita con los ojos llenos de lágrimas. Y en donde el turista goym, no judío, entra con el corazón encogido. Es Yad Vashem, el museo del Holocausto, rodeado de un pinar de seis millones de abetos, uno por cada judío exterminado en la Shoá. Es el lugar de la memoria, de la vergüenza y de la rabia. Israel, se dijo, había nacido para que todo esto no pudiese suceder jamás. Pero ahora, dicen muchos en Israel, nos hemos convertido en un Yad Vashem con la aviación. Un museo congelado por la memoria del horror, obligado a la guerra e incapaz de fiarse en una negociación de paz. Capaz de negociar sólo con armas en la mano. Por lo demás los hechos se encargan de nuevo de desmentir las esperanzas de los que quieren la paz; “Peace now”, paz ahora, es el eslogan. Pero, ¿cómo se hace la paz en la tierra de la paz? Muchas personas en Israel están convencidas de que el día que tuvieran que ceder, aunque fuera un poco, la derrota final sería inevitable y sería una responsabilidad frente a todo el mundo judío, porque el Holocausto podría volver a comenzar. La formidable aviación, la formidable capacidad militar no bastan para superar este horror enraizado en el alma. Sin embargo hace doce años, en los días de la Intifada, algo resultó claro: Israel tenía que negociar y tenía que ceder algo. Paz a cambio de territorios. Territorio para los palestinos que todavía viven en Israel, territorio para los palestinos que viven en Cisjordania y en Gaza, ocupadas, liberadas - según los distintos puntos de vista - por los carros armados con la estrella de David. Entonces, en 1967, los países árabes creían que terminarían con Israel, y la artillería jordana lanzó sus cañonazos sobre Jerusalén desde el Monte de los olivos, con sus obuses acuartelados en el cementerio judío, un poco más arriba de la tumba de Isaías. Territorios para el medio millón de palestinos refugiados desde hace cuarenta años y para sus hijos nacidos y crecidos en los campos libaneses.



Judío y democrático

Es un dilema en el que Israel se debate desde su nacimiento. «Los judíos sionistas que habían fundado Israel - ha escrito el periodista americano Thomas Friedman, corresponsal en Beirut y Jerusalén desde hace más de treinta años - cuando pensaban en el tipo de estado que querían construir se fijaban tres objetivos fundamentales: querían crear un estado judío, un estado democrático y un estado grande, que comprendiera todo el territorio histórico del pueblo judío»... ¡Qué lástima que en aquellos territorios viviese también otro pueblo, el palestino! En 1947 la ONU asignó a los judíos la mitad del territorio, dejando una parte a los árabes. David Ben Gurion, líder del movimiento sionista, fundador de Israel, comentó lúcidamente: podemos elegir dos de los tres objetivos: ser un estado judío y democrático, pero no tener toda la tierra. Ser un estado democrático que comprenda todos los territorios desde el mar hasta el Jordán, pero entonces no podrá ser un estado sólo judío, porque deberá salvar los derechos de los árabes. O bien ser un estado grande y judío, pero limitando la democracia. Ben Gurion eligió la primera opción: Israel era un estado judío, era democrático, tenía sede en la antigua Tierra Prometida, pero no en toda. Cuando los árabes atacaron en junio de 1967 esperando eliminar para siempre a Israel, David-Israel logró el milagro de destrozar la ofensiva de Goliat-árabe. Y el ejército judío, T’shal, se extendió por el Sinaí egipcio, por la franja de Gaza, por Cisjordania, y por los altos del Golán sirios. Israel sorprendió al mundo, pero la victoria introdujo una cuña en su seguridad: la misma cuña que amenaza todavía hoy la paz. ¿Cómo negociar con los palestinos en los territorios ocupados (conquistados, liberados)? La respuesta fue una limitación de los derechos de la población árabe, que se quedó incluso sin ciudadanía, obligada a viajar con salvoconductos y viejos pasaportes jordanos. Por otro lado estaba el asentamiento de los colonos. Desde todos los lugares del mundo llegaron los nuevos colonos judíos que se instalaban en las casas y en las tierras de los palestinos huidos al Líbano. La espiral de atentados y de ataques empujó a Israel a una política cada vez más rígida: negociar la paz de forma separada con los vecinos árabes, Egipto y Jordania, y conquistar nuevos territorios en el sur del Líbano para resguardar la Alta Galilea de los ataques. Un camino de operaciones diplomáticas y militares que iba poco a poco en aumento.



La guerra de las piedras

Hasta que comenzó la Intifada, momento en que explotó la “guerra de las piedras” en el corazón de Israel y nadie podía ya sentirse tranquilo. Era necesario negociar. Paz a cambio de territorios. Pero en los territorios se habían instalado ya centenares de miles de colonos (desde 1989, con la caída del Muro y del imperio soviético, habían llegado a Israel medio millón de judíos rusos). Ceder los territorios quiere decir arreglar las cuentas con estos judíos que no tienen otro lugar al que ir. Ceder los territorios a la autonomía palestina quiere decir aceptar, antes o después, otro estado, con ejército, cañones y aviación. Un estado, un ejército, una aviación palestinos. La autonomía acordada después de las conversaciones de 1994 se halla ante su prueba más dura. La esperanza congelada por el asesinato de Rabin, el hombre que había empujado con más decisión a Israel por la vía de los acuerdos, un año después es cada vez más tímida. Tanto el israelí Barak como el palestino Arafat saben que tienen enemigos por todas partes, y sobre todo en casa. La retirada del Líbano ha sido interpretada por los integristas islámicos como una señal de debilidad. El uso de la fuerza como una señal de miedo. La policía palestina parece incapaz de garantizar a Israel la seguridad de los territorios administrados. Las elecciones americanas a las puertas agudizan la incertidumbre del protector histórico de las conversaciones palestino-israelíes, Estados Unidos. En Siria ha muerto Assad, en Jordania Hussein. Desaparecen de la escena los viejos protagonistas, partidarios de un equilibrio hecho de terror, guerra, masacres pero también, y precisamente por esto, capaces de gestos de conciliación. Los únicos capaces de garantizar una tregua porque controlan las armas, el terrorismo de las facciones e incluso los conflictos tribales internos.



El vendaje del abismo

Dos pueblos continúan conviviendo sobre la misma tierra, la misma Tierra Santa. Uno, el palestino, cargado de odio y de deseo de venganza. En él crece la facción islámica más integrista. El otro, el israelí, incapaz de olvidar. El escritor David Grossman recuerda su boda: «Una tía que había regresado de Auschwitz se presentó con una venda sobre el brazo. Escondía el tatuaje de los campos de concentración. No quería turbar la alegría de los invitados. Esa venda es Israel; todos saben que debajo está el abismo, que si se levanta el vendaje todo puede comenzar de nuevo». Por esto todo gesto de paz está lleno de sospecha. Y la religión se entrelaza con el rencor. No es casualidad que los últimos enfrentamientos hayan tenido como chispa el paseo del “halcón” Ariel Sharon por la explanada de las mezquitas, el líder sionista caminando sobre la tierra sagrada musulmana, y que hayan continuado con el lanzamiento de piedras desde la explanada contra los judíos que un poco más abajo rezaban frente al Muro de las lamentaciones. Y los palestinos han destruido la tumba de José en Hebrón, porque está escrito que donde reposan los huesos de tu padre, allí está tu tierra. Y cada gesto está lleno de otros gestos, con miles de años de historia. Y el rostro de aquel niño asesinado entre los brazos de su padre y el grito desesperado de la mujer del soldado linchado delante de la televisión se confunden en un único horror. Más arriba, justamente delante del kibbutz Hanita, en la frontera con el Líbano, los hombres de Hetzbollah, el Partido de Dios, los integristas islámicos han escrito: «Hoy hemos liberado el sur del Líbano, mañana Palestina». Un poco más al sur, en Cesarea de Filipo, vuelan las piedras lanzadas sobre la autopista desde un puente. En la laica Tel Aviv los extremistas judíos han incendiado un restaurante frecuentado por clientela musulmana. Las negociaciones son débiles y cada vez que se afronta el tema tabú, el estatuto de Jerusalén, la Ciudad Santa, entre Barak y Arafat se abre el abismo. Y las llamas se alzan en la Tierra de la Paz.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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