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Huellas N.10, Noviembre 2000

FAMILIA

«Cultura de la vida y cultura de la muerte»

Luigi Giussani

Congreso internacional teológico-pastoral “Los hijos, primavera de la familia y de la sociedad”, organizado por el Consejo Pontificio para la familia con ocasión del Jubileo de las familias.
Roma, 10-12 de octubre de 2000



1. «No fue Dios quien creó la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes»
El hombre de hoy, como el de todos los tiempos, pertenece de innumerables modos al Misterio que lo ha creado, y esta pertenencia forma parte de su experiencia, lo quiera o no, sea o no consciente de ello. La Biblia, la palabra que Dios ha dado al hombre para que se convierta en luz que juzgue la raíz profunda de la que procede su modo de obrar, viene en nuestra ayuda para poder comprender todas las cosas. Ya en las primeras páginas del Libro de la Sabiduría, la cultura de la vida se opone a la cultura de la muerte. «No fue Dios quien creó la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes; Él todo lo creó para que subsistiera, las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas veneno de muerte ni imperio del Hades sobre la tierra, porque la justicia es inmortal» (Sb 1,13-15).
Dios nos ha creado con esta promesa: y ésta es la justicia.
Sin embargo, continúa el Libro de la Sabiduría: «Pero los impíos con las manos y las palabras llaman a la muerte; teniéndola por amiga, se desviven por ella, y con ella conciertan un pacto, pues bien merecen que les tenga por suyos. Porque se dicen discurriendo desacertadamente: “Corta es y triste nuestra vida; no hay remedio en la muerte del hombre ni se sabe de nadie que haya vuelto del Hades. Por azar llegamos a la existencia y luego seremos como si nunca hubiéramos sido. Porque humo es el alimento de nuestra nariz y el pensamiento, una chispa del latido de nuestro corazón; al apagarse, el cuerpo se volverá ceniza y el espíritu se desvanecerá como aire inconsistente. Caerá con el tiempo nuestro nombre en el olvido, nadie se acordará de nuestras obras; pasará nuestra vida como rastro de nube, se disipará como niebla acosada por los rayos del sol y por su calor vencida. Paso de una sombra es el tiempo que vivimos, no hay retorno en nuestra muerte; porque se ha puesto el sello y nadie regresa» (Sb 1,16; 2,1-5).
Como siempre, el texto bíblico es una gran profecía acerca de la vida del hombre. Pero creo que en este tiempo trágico dichas palabras adquieren aún una mayor validez. En su encíclica dedicada al Evangelio de la vida, Juan Pablo II escribe: «El Evangelio de la vida, proclamado al principio con la creación del hombre a imagen de Dios para un destino de vida plena y perfecta, parece estar en contradicción con la experiencia lacerante de la muerte que entra en el mundo y oscurece el sentido de toda existencia humana. La muerte entra por la envidia del diablo y por el pecado de los primeros padres. Y entra de un modo violento» (Evangelium vitae, 7).
Para los hombres de nuestra época, la realidad - cosas, personas, deseos y proyectos - adquiere así el carácter que tan bien describe el Libro de la Sabiduría: una apariencia que infunde temor. Todo parece tener la nada como nombre común. Y todo parece arrastrado por un torbellino que induce a decir: «Nuestra existencia es una sombra que pasa». ¡Qué terrible es esta posición humana que acusa el impacto de una negatividad absoluta y total, sin ningún remedio!
Sin embargo, esta actitud no es conforme a la naturaleza del hombre; más bien es el resultado de un acto desleal, es fruto del insinuarse de un factor extraño a la vida humana tal como Dios la pensó y la creó.
El hombre no nace como una realidad negativa, destinada a la nada, sino como una promesa buena. El niño, apenas sale del seno de su madre, grita ya el deseo de vida que teje su identidad; es sólo a causa de una educación incorrecta, y con el tiempo, como llega a debilitarse su estructura original, insinuándose la duda de que todo carezca de sentido. Partir de la duda, convertirla en el punto de vista sobre la realidad, no puede fundamentar una existencia personal, porque, además, no corresponde a nada real.
Las palabras del Libro de la Sabiduría nos ayudan a comprender la relación entre “Cultura de la vida y cultura de la muerte”, ya que son un juicio sobre la mentalidad que rige hoy - consciente o inconscientemente - la vida del pueblo e incluso la de muchos que se dicen cristianos.
La muerte domina el sentir común, y extiende sobre todas las cosas el velo de una apariencia que dura tan sólo un instante, como la nieve bajo el sol. Y esta negatividad lleva a exaltar el instante fugaz de una satisfacción momentánea, ya que el resto carece de cualquier expectativa de duración.
Así describe el Libro de la Sabiduría la actitud de quienes de este modo reducen su humanidad: «Venid, pues, y disfrutemos de los bienes presentes, gocemos de las criaturas con el ardor de la juventud. Hartémonos de vinos exquisitos y de perfumes, no se nos pase ninguna flor primaveral, coronémonos de rosas antes que se marchiten; ningún prado quede libre de nuestra orgía, dejemos por doquier constancia de nuestro regocijo; que nuestra parte es ésta, ésta nuestra herencia. Oprimamos al justo pobre, no perdonemos a la viuda, no respetemos las canas llenas de años del anciano. Sea nuestra fuerza norma de la justicia, que la debilidad, como se ve, de nada sirve. Tendamos lazos al justo que nos fastidia, se enfrenta a nuestro modo de obrar, nos echa en cara faltas contra la Ley y nos culpa de faltas contra nuestra educación. Se gloría de tener el conocimiento de Dios y se llama a sí mismo hijo del Señor. Es un reproche de nuestros criterios, su sola presencia nos es insufrible, lleva una vida distinta de todas y sus caminos son extraños. Nos tiene por bastardos, se aparta de nuestros caminos como de impurezas; proclama dichosa la suerte final de los justos y se ufana de tener a Dios por padre. Veamos si sus palabras son verdaderas, examinemos lo que pasará en su tránsito» (Sb 2,6-17).
He aquí la descripción del mundo tal como lo conocemos, al menos en los últimos siglos: la exaltación de la apariencia como única razón para vivir; la hostilidad declarada hacia el que de alguna forma afirma que es otra la consistencia de las cosas y que es distinta la realidad que a partir de la experiencia se muestra con evidencia.
Como el justo del relato bíblico, también nosotros somos llamados hoy a vivir una responsabilidad respecto de nuestros hermanos los hombres, que se hallan envueltos en una especie de nube tóxica que los vuelve insensatos y obceca su vista. Y la primera víctima de esta contaminación general es la familia, ese nivel elemental de amistad entre un hombre y una mujer que tiene asignada una tarea particular: colaborar con Dios en la extensión de la vida sobre la Tierra mediante la procreación de los hijos.
¿Dónde se sitúa, pues, el problema de la cultura de la vida? Si queremos responder a esta pregunta hemos de acudir a nuestra experiencia elemental, a la que la Iglesia responde con el anuncio de Cristo, muerto y resucitado, vivo por tanto mientras dure la historia, hasta la eternidad.

2. El punto de partida del desarrollo de una cultura de la vida es el reconocimiento de que la vida es misión. Jesús dice: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Dios asigna a la vida una finalidad que parece anularse con la muerte.
Nosotros poseemos la vocación cristiana. Y esto precede al hecho de ser hombre o mujer: «Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,27-28). Existe un principio profundo que otorga al comienzo de la relación afectiva entre un hombre y una mujer - comienzo de gracia tan fascinante - un significado muy distinto. Es el único principio que puede garantizar la continuidad en el tiempo y la fidelidad. ¡Qué gran verdad!: sin la conciencia que expresa san Pablo, la mentalidad mundana - podemos decir también moderna -, que mira según los ojos de la carne, que ve las cosas como las ven todos, con los ojos naturales, tiene forzosamente en el divorcio, por poner un ejemplo, su ideal de humanidad y de compasión. En efecto, resulta realmente imposible concebir de otro modo la verdad de la relación. Lo que permite la continuidad no es el amor natural del hombre y la mujer, sino el amor del hombre y la mujer hecho posible por otro factor. En el Bautismo se ha sembrado en nuestro ser este principio profundo: mediante un signo en apariencia tan insignificante, Cristo nos ha querido, nos ha tocado y elegido. ¿Para qué nos ha elegido y por qué? ¿Acaso porque somos más coherentes y mejores que los demás? No. «Como el Padre me ha enviado, así os envío yo». La vida concebida como misión es la única definición exhaustiva de la vida según Jesús, y por eso la conciencia de la vida como misión cumple la conciencia de uno mismo y del valor de todo lo que nace de nosotros. No partir de aquí significa poner en primer plano otro factor cualquiera derivado del sentimiento mundano de la existencia: el éxito, la atención material a los hijos, la hospitalidad. Pero todo esto lo hacen también los paganos. No haría falta ser cristianos para hacer estas cosas.
¿Cuál es entonces la misión? ¿Para qué hemos sido enviados por el Misterio al que pertenecemos? Juan Pablo II nos lo recuerda: «Presentando el núcleo central de su misión redentora, Jesús dice: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10)» (Evangelium vitae, 1). Y el capítulo XVII del evangelio de Juan especifica: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). Porque «todo es vuestro, el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro, todo es vuestro; y vosotros, de Cristo» (1Co 3,21-23). Continúa la encíclica papal: «Precisamente el anuncio de Jesús es el anuncio de la vida. Él es el “Verbo de la vida” (1Jn 1,1). En él “la vida se hizo visible” (1Jn 1,2); él mismo es “la vida eterna, que estaba junto al Padre y se hizo visible ante nosotros”... Este Evangelio de la vida se identifica con Jesús mismo» (Evangelium vitae, 29).
Por eso, el punto de partida es la conversión de la persona a Cristo, la liberación de la persona para que viva su vida cumpliendo el deber de este anuncio, de forma cada vez más madura y consciente. Lo afirma igualmente la liturgia del matrimonio: Dios concede los hijos para que puedan ser regenerados (textualmente, según la antigua fórmula del evangelio).
He aquí el punto de partida: la vida concebida como misión. De ahí el corazón de cada uno hace brotar todo lo demás, pero sin ninguna clase de automatismo, porque la libertad está siempre en juego, tal como Dios ha querido en su relación con el hombre, con su criatura. En cualquier caso, a partir de este inicio toma cuerpo una cultura de la vida que afecta a los distintos aspectos de la existencia y de la sociedad. Para el hombre y la mujer la familia es el comienzo cotidiano y continuo de una sociedad nueva. Es la forma de relación que testimonia de manera más humana lo que nos capacita para la misión: el sacramento del Bautismo. Los demás sacramentos incrementan esta capacitación. El matrimonio tiene un sentido preciso: completar el rostro de mi sujeto misionero. Y la primera misión es hacia la mujer y hacia el marido; más aún, la primera misión es hacia uno mismo. Un error en el que todos hemos caído es el de pensar que la mera convivencia genera comunión, mientras que es el misterio de Cristo en nosotros lo que genera la comunión.

3. La familia realiza su vocación a través de la educación de los hijos, porque su finalidad no consiste simplemente en procrear, sino en educar en el sentido de la vida. Al comienzo de nuestro movimiento surgió un canto que lo expresa muy bien: «Si nuestra voz no tiene un porqué, es la pobre voz de un hombre que no tiene consistencia... Toda la vida reclama la eternidad».
Fruto y síntoma de la conciencia misionera, y por tanto también de la comunión que une al hombre y a la mujer, es la educación de los hijos. Los niños crecen observando cómo vivimos los mayores. Por eso, educar a los hijos significa hacerles partícipes de una realidad, la comunión del hombre y de la mujer que les han dado la vida.
«Es principalmente mediante la educación de los hijos como la familia cumple su misión de anunciar el Evangelio de la vida. Con la palabra y el ejemplo, en las relaciones y decisiones cotidianas, y mediante gestos y expresiones concretas, los padres inician a sus hijos en la auténtica libertad, que se realiza en la entrega sincera de sí. La tarea educadora de los padres cristianos debe ser un servicio a la fe de los hijos y una ayuda para que ellos cumplan la vocación recibida de Dios» (Evangelium vitae, 92).
Que una familia de nuestra sociedad se tome en serio la tarea educativa no resulta tan obvio como podría parecer. El teólogo Jungmann definía la educación como ayuda para introducir a alguien en la totalidad de la realidad. Esto, sin embargo, exige una riqueza de intereses y preocupaciones, que nuestro clima social tiende a desaconsejar, pues lo que se pretende es que la vida de los adultos sea lo más cómoda posible. Además, hoy se tiende a justificarlo todo, y a eliminar incluso la distinción entre el bien y el mal. Por tanto, si por un lado resulta evidente que la familia es el primer ámbito educativo (la primera estructura dinámica donde la naturaleza realiza su capacidad de generar y desarrollarse), por otro, no hay que dar por supuesto que la preocupación educativa sea la que guíe la presencia y el proceder de los padres. En la confusión de valores que caracteriza al mundo actual, el desarrollo de los hijos desde el punto de vista humano se considera secundario con respecto a otras preocupaciones: la salud, la preparación para conseguir un buen puesto de trabajo y un estatus social.
Es necesario resaltar, sin embargo, que ningún clima ni contexto histórico podrá jamás eludir lo que por naturaleza lleva el hombre dentro, ni tampoco suprimir las ansias y exigencias que Dios hace vibrar por naturaleza en el corazón de su criatura. Lo más importante y necesario para educar es también lo primero que hoy se pierde; en otro tiempo el clima social lo mantenía, aunque fuera de manera inconsciente, hoy en cambio lo arranca. Para comprender qué es esto tan necesario para educar, imaginemos a una madre que por la mañana entra en el cuarto de su hijo para despertarlo. Suponed que en un momento humanamente afortunado se detuviera a dos metros de la cama y mirara cómo duerme esa criatura que ha salido de ella, que antes no existía, casi ignorando el hecho de que es suya, pensase: «Quién sabe qué le deparará la vida, quién sabe qué se encontrará», y después añadiese: «Pero esta criatura tiene un destino, de otro modo habría sido injusto e inútil traerla a la vida, porque traerla a la vida significa exponerla a la posibilidad de grandes dolores». Es un sentimiento humano, madre, pensar que ese niño es tuyo y no es tuyo. ¡Tiene un destino totalmente propio! En términos cristianos se dice, con una palabra cargada de significado, que tiene una vocación propia, es decir, que ha sido llamado por Algo que no eres tú y este Algo lo llama a una meta, a un fin que no eres tú, padre y madre. Aquí se afirma la posibilidad de una cultura de la vida, es decir, del desarrollo bueno de esa promesa con la que se nos ha traído a la existencia.
Creo que la primera condición para poder educar a una criatura humana - los hijos, primavera de la familia y de la sociedad - es que exista cierta distancia, esa noción de respeto, ese sentido de temor y temblor por el Misterio que habita en la criatura, que es tan tuya y, sin embargo, no es tuya. Sin esto, ¿cómo podrían los padres respetar y ayudar a dar pasos en un camino que nadie puede fijar, ni siquiera el sujeto mismo? Padre y madre acabarían cumpliendo la terrible profecía del Libro de la Sabiduría, en una posesión del hijo, al que sofocan mientras lo estrechan.
En cambio, la distancia de la que estamos hablando es como el sentimiento de no poder agotar la relación con el hijo al estréchalo entre los brazos, al cogerlo de la mano o al imponerle lo que a nosotros, adultos, nos parece más justo, verdadero o adecuado para él. Es una distancia real, pero no existe unidad más profunda con el hijo que la de unos padres que tratan de guiar a su criatura teniendo siempre presente ese dato imponente y misterioso que es su destino; custodiando este pensamiento: que es un ser en relación con Algo mucho más grande que nosotros, y que lo tenemos que acompañar para que camine hacia su destino sirviéndose, paso a paso, de las cosas y las circunstancias con las que se tope. Por esto yo tengo que ayudarle a servirse de todo, a tomarse la vida de tal modo que su camino, instante tras instante, tienda lo más posible hacia su destino. De otra forma, sería inútil e injusto que lo hubiera engendrado porque entonces sería inútil vivir. Tendrían razón los “impíos” del relato bíblico.
Se educa a un hombre cuando se favorece en él el crecimiento de un ideal, entendiendo por ideal algo último, más grande que uno mismo, algo por lo que uno hace todo, más allá de sí mismo. En esto radica la abolición del egoísmo y una defensa de la vida como camino hacia el destino que Dios ha preparado para cada uno de nosotros.

4. La familia hace partícipe de la cultura de la vida no en solitario, sino junto a otras familias. La unión con otras y el propagarse de esa unidad constituyen el flujo del pueblo cristiano.
Hemos dicho que la familia es fundamental como factor educativo. Hay que añadir en este punto, sin embargo, que su poder es reducido y sobre todo frágil en el tiempo. La familia es como una casa, una habitación sobre la que continuamente caen rayos. La familia está hoy tan cercada por las fuerzas sociales que, en ningún caso, puede salvar por sí misma su propia capacidad educativa. En realidad, esto excede la situación actual. Recuerdo la novela El jardín de los Finzi-Contini: el ideal de aquella familia era vivir resguardada tras los muros del gran jardín, tan autosuficiente que parecía autónoma; pero esta seguridad se ve destruida por un cambio fortuito de la historia.
No es inteligente ni sincero pretender educar contando sólo con el instrumento de la familia. Siempre ha sido verdad, pero en nuestro tiempo esto asume un valor trascendente, ya que si antes la resistencia de la familia o su influencia sobre los niños podía cuantificarse en un 70% ahora se limita a un 5%.
¿Qué puede hacer la familia frente a la fuerza de una sociedad que controla el ambiente familiar por medio de la televisión? ¿Qué puede hacer frente a la escuela, donde el maestro está en disposición de hacer lo que le apetece, y puede dañar a su antojo la conciencia del niño, a veces de forma sistemática? ¿Qué puede hacer frente a la publicidad? Ninguna familia puede resistir sola.
Por eso, la preocupación educativa de una familia es inteligente y humana en la medida en que se decide a salir de una situación cómoda, incluso merecida, para establecer relaciones que creen una trama social que se oponga al clima social dominante. El lugar propio de este esfuerzo es la comunión de la Iglesia. En su encíclica Mater et magistra Juan XXIII indica la libertad de asociación como uno de los diez derechos fundamentales del hombre. Escribe Juan Pablo II: «Somos enviados como pueblo. El compromiso al servicio de la vida obliga a todos y cada uno» (Evangelium vitae, 79).
Tener hijos a los que educar es la mejor ocasión que Dios da para despertar la fe en nosotros. Hay un momento de la vida en el que, quizá a través del ejemplo de otros, o por el sentimiento de impotencia frente al deber de un comportamiento que debiéramos asumir, la fe aparece como algo interesante no sólo para la eternidad, sino también para esta vida, de forma que surge en el horizonte de nuestra vida el alba de un día nuevo. «El Evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres. Trabajar en favor de la vida es contribuir a la renovación de la sociedad mediante la edificación del bien común» (Evangelium vitae, 101). Se empieza a percibir un sentido de la vida, un gusto por vivir, una utilidad que a la vez que define el yo de cada uno, abre una perspectiva nueva en el contexto mundano que parece inevitablemente abocado a la muerte, es decir, a la nada. Pero, «no fue Dios quien hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó para que subsistiera» (Sb 1,13-14). Ésta es la gran promesa que el anuncio cristiano realiza definitivamente y con seguridad, por la energía de Cristo resucitado que ha vencido y vence al mundo.
«El Evangelio de la vida no es una mera reflexión, aunque original y profunda, sobre la vida humana; ni sólo un mandamiento destinado a sensibilizar la conciencia y a causar cambios significativos en la sociedad; menos aún una promesa ilusoria de un futuro mejor. El Evangelio de la vida es una realidad concreta y personal, porque consiste en el anuncio de la persona misma de Jesús» (Evangelium vitae, 29).
De esta forma el Evangelio de la vida se convierte en una cultura de la vida, según la expresión de Juan Pablo II: «Una fe que no se convierte en cultura es una fe no plenamente acogida, no intensamente pensada, no fielmente vivida» (Congreso M.E.I.C., 16.1.1982).

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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