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Huellas N.10, Noviembre 2000

FAMILIA

«No tengáis miedo de la vida»

Marina Ricci

El 14 y 15 de octubre tuvo lugar el Encuentro Mundial de las Familias. «Vosotros, cónyuges cristianos, estad tranquilos: el sacramento del Matrimonio os asegura la gracia necesaria para perseverar en el amor mutuo, que vuestros hijos necesitan como el pan»

Les veo el sábado acalorados bajo el sol y el domingo estremecerse bajo la lluvia. Abuelos, padres, madres e hijos. Doscientos cincuenta mil según las cifras oficiales, bien distribuidos en los sectores de la plaza de San Pedro o acampados alrededor, en la vía de la Conciliazione y por las callejuelas del casco antiguo. Les miro y me pregunto, como madre y como periodista, dónde encuentran la energía y las ganas, a pesar de las fatigas de la vida cotidiana y la borrachera de citas y peregrinos de estos nueve meses jubilares. A primera vista la escena no es distinta de otras que ya se han visto muchas veces en la plaza de San Pedro o en los viajes por el mundo siguiendo a Juan Pablo II. Tampoco el tema es nuevo: el Papa ha hablado y vuelto a hablar de la familia, y el programa del Encuentro Mundial de las Familias prevé, como siempre para la tarde del sábado, cantos y testimonios. Cuando el jeep blanco de Juan Pablo II sale de la vía de la Conciliazione y se dirige a la explanada delante de San Pedro, Anderson está contando su historia. Las pantallas gigantes de la plaza envían las imágenes en directo de la televisión, la muchedumbre comienza a agitarse pero nadie tiene el valor de interrumpir a quien está hablando para anunciar que llega el Papa. Nadie es más importante que la historia de un niño que nunca conoció a su padre y que perdió a su madre a los nueve años, que ha vivido en las calles de Río de Janeiro como tantos otros menhinos de rua, que ha consumido droga y ha visto morir a sus amigos, que sabe lo que quiere decir la palabra infierno. Hoy Anderson tiene 21 años y puede contar lo que ha vivido porque un amigo le pasó la dirección de una casa de acogida. Ésta ha sido su familia, su padre y su madre. En esa familia ha crecido y ha seguido trabajando por reconocimiento hacia ese Dios que lo ha amado, para ayudar a otros menhinos de rua a huir del infierno. En la plaza ahora es como si sólo estuvieran ellos dos: el Papa que llega y el chico que cuenta su infancia. Las palabras de Anderson tienen el sorprendente efecto de tirar por tierra la escenografía, de hacer vanos los elementos de kermesse religiosa y hacer añicos el todo indistinto de la muchedumbre, suprimiéndolo y presentándolo como la suma de rostros e historias, más o menos fáciles. La más sencilla es la que llega de Bélgica: padre, madre y dos hijas.



Capacidad de perdón

Una familia media de esa Europa fecunda de historia pasada y ahora estéril de sueños y esperanzas. Salen al atrio de la basílica vaticana cohibidos y con los ojos abiertos de par en par, como si no lograran explicarse el porqué de su presencia allí. «Nuestra familia - dicen - no ostenta méritos especiales. No somos distintos a los demás. Cada uno de nosotros tiene su carácter y no siempre es fácil estar juntos. Tal vez, la única diferencia es que cuando nos peleamos tratamos después de perdonarnos». Hela aquí, la palabra «perdón», banal y decisiva, expulsada de nuestro tiempo. Esa que sólo adquiere sentido dentro de la conciencia de la propia pobreza y mantiene unidos a los hombres en la piedad de los unos hacia los otros. Tal vez Juan Pablo II está aludiendo a esta capacidad de perdón cuando dice: «Vosotros, cónyuges cristianos, estad tranquilos: el sacramento del Matrimonio os asegura la gracia necesaria para perseverar en el amor mutuo, que vuestros hijos necesitan más que el pan». Y vuelve a referirse a la piedad entre las personas cuando añade que «frente a tantas familias deshechas, la Iglesia se siente llamada a expresar no un juicio severo y distanciado, sino más bien a introducir entre los pliegues de tantos dramas humanos la luz de la palabra de Dios, acompañada del testimonio de su misericordia. Éste es el espíritu con el que la pastoral familiar trata de hacerse cargo incluso de las situaciones de los creyentes que se han divorciado y se han vuelto a casar. Ellos no están excluidos de la comunidad sino que se les invita a participar de su vida, haciendo un camino de crecimiento en el espíritu de las exigencias evangélicas. La Iglesia, sin callar la verdad del desorden objetivo en que se encuentran y de las consecuencias que de ello se derivan para la práctica sacramental, trata de mostrarles toda su materna cercanía». Conviene explicar (la preocupación en este caso no es materna sino puramente profesional) que lo que el Papa ha dicho no es posible reducirlo a unos parámetros estándar de apertura o cerrazón de la Iglesia ante los divorciados. Los parámetros son otros y justo por eso en el discurso de Juan Pablo II la misericordia y la comprensión para quien ha vivido una experiencia infeliz no tienen necesidad de negar la constatación de los daños provocados por la incapacidad de amarse y perdonarse: «¿No han sufrido bastante los niños a causa de la plaga del divorcio? Qué triste es para un niño tenerse que resignar a repartir su amor entre unos padres en conflicto. Muchos hijos llevarán para siempre la marca psicológica de la prueba a la que se han visto sometidos por la división de sus padres».



Sin padre ni madre

Sí, los hijos. Ellos son los que han inspirado el tema del Jubileo de las Familias: “Los hijos, primavera de la familia y de la sociedad”. Título tal vez poco afortunado, que hace venir a la mente las incitaciones a la fecundidad de la Veintena fascista, pero que te hace alejar de inmediato el mal pensamiento cuando te das cuenta de que está lleno del dolor y la preocupación por esos hijos que no tienen ya ni padre ni madre. El Jubileo de la familia se vuelve lleno de la ausencia de familia. De la ausencia no de un valor abstracto, sino de manos y de brazos, capaces de proteger y acudir. Que la culpa sea de la guerra o de la miseria, de la muerte o del abandono voluntario, no cambia la soledad desesperada de quien está indefenso. Las palabras de Gabriel, misionero laico, evocando las encantadoras playas de Sri Lanka, «meta del turismo perverso de hombres a la busca de pequeñas víctimas a buen precio», ven acompañadas de toda la ira y el horror de quien asiste a un desastre y con el asombro lleno de dolor de quien se da cuenta, en su intento de prestar ayuda, de tener los mismos rasgos somáticos de esos turistas occidentales que te hacen sospechoso a los ojos de los niños. «En nuestro tiempo - señala Juan Pablo II - el reconocimiento de los derechos del niño ha conocido un indudable avance, pero sigue siendo motivo de aflicción la negación práctica de estos derechos, tal como se manifiesta en numerosos y terribles atentados contra su dignidad. Es preciso estar atentos para que el bien del niño esté siempre en primer lugar. Desde el momento en que se desea tener un hijo. La tendencia a recurrir a prácticas moralmente inaceptables en la generación traduce la absurda mentalidad de un “derecho al hijo”, que ha tomado el lugar del justo reconocimiento de un “derecho del hijo” a nacer y después crecer de manera plenamente humana. Qué distinta y meritoria es, por el contrario, la práctica de la adopción. Un verdadero ejercicio de caridad, que mira el bien de los niños antes que las exigencias de los padres».



La alternativa de la adopción

Se podría sintetizar su propuesta en “la adopción contra la probeta”. Pero tal vez ni siquiera se podría decir así. Porque un discurso como el del Papa llama a la palestra también a quienes no han tenido problemas para engendrar a sus hijos de modo natural. Llama a tener en cuenta el significado, que tan a menudo damos por supuesto, del ser padre y madre, camino éste que es en parte instintivo, pero en buena parte, tal vez mayor, confrontación personal, a veces despiadada, con las propias debilidades e inseguridades, con la fatiga y la paciencia, con la tristeza y la alegría. El pasado 5 de septiembre, una chica que participó en Roma en el encuentro de las familias que han adoptado a sus hijos a través de las Misioneras de la Caridad de Madre Teresa, contaba cómo percibe un hijo lo que quiere decir ser padre y madre. Sus palabras vuelven automáticamente a mi mente cuando Juan Pablo II alude a la opción de adoptar. «¿No querrías conocer a tu verdadera madre? Ésta es la pregunta que todo el mundo me hacía. ¿Pero quién es mi madre y quiénes mis hermanos? No será mi madre la mujer que me sueña desde que iba a la escuela, que me canta la nana antes de dormirme, que me enseña a rezar, que desesperadamente trata de hacerme masticar mientras aprieto la boca, que cuenta cada una de mis respiraciones... y mi padre no es tal vez ese hombre que durante noches enteras me lleva en brazos y, pasillo para arriba, pasillo para abajo, va recitando el Ave María para no dormirse, que deja de fumar porque sufro de asma, que sobre la herida invisible de mi dedito coloca la tirita más grande que existe, que sueña cosas grandes para mí, que me acompaña al colegio siempre con retraso... No es sólo la carne o la sangre lo que hacen de un hombre o de una mujer un padre o una madre; no basta la generación de la carne, es necesaria la generación del espíritu... Madre Teresa te quiero porque, como Jesús, me has dicho: “éstos son tus padres”, y a ellos: “ésta es vuestra hija”». ¿Quién, padre o madre, adoptivo o natural, no reconoce en estas palabras la pertenencia más grande junto a la ausencia de todo derecho, de toda posible propiedad? Cuando la tarde va cayendo sobre la plaza de San Pedro le toca al Papa conmoverse, a él, que acaba de decir que «justo en los países de mayor bienestar, traer niños al mundo se ha convertido en una elección realizada con grandes vacilaciones, que están bien lejos de esa prudencia que una procreación responsable requiere necesariamente. Se diría que a veces los niños se perciben más como una amenaza que como un don...Vosotros estáis aquí esta tarde para testimoniar vuestra convicción, basada sobre la confianza en Dios, de que es posible invertir esta tendencia». Pero cuando «la tendencia que se invierte» toma el rostro de tres niños discapacitados, adoptados por una familia italiana, Juan Pablo II no puede contener su emoción al besarles. El Papa que acaricia a una niña con síndrome de down es la imagen que cierra la tarde en San Pedro.



Lluvia torrencial

El despertar a la mañana siguiente es una ducha fría... Bajo el diluvio, armados con paraguas, cartones, sombreros improvisados con bolsas de plástico, miles de familias se cruzan en las calles alrededor del Vaticano. Pero no renuncian. A las diez la plaza vuelve a estar llena. Solidario con sus empapados peregrinos, Juan Pablo II rechaza el paraguas y se baña también mientras cubre la breve distancia que separa el atrio de la basílica del palco erigido sobre la explanada exterior. Seguramente es un signo de fortuna para las ocho parejas de novios, llegados de los cinco continentes para ser casados por el Papa, pero la mirada del cronista sigue llena de perplejidad bajo el diluvio que inunda el Jubileo. Sin embargo, nada empaña las miradas de los dieciséis candidatos al matrimonio. Se pierden el uno en los ojos de la otra, jurándose amor eterno, casi olvidando la presencia de Juan Pablo II. En la beata inconsciencia del momento, los anillos no entran y las voces tiemblan, como sucede en todas las bodas. Y hasta el periodista más escéptico sonríe ante la fotografía nítida del deseo humano de que el amor sea para siempre, como el primer día. Y el Papa explica que Jesucristo responde a este deseo. Juan Pablo II cita el Génesis «no es bueno que el hombre esté solo, quiero darle una ayuda que se le parezca... Por esto el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos serán una sola carne... Una sola carne. ¿Cómo no captar la fuerza de esta expresión? El término bíblico “carne” no evoca sólo el aspecto físico del hombre, sino su identidad global de espíritu y cuerpo. Lo que los cónyuges realizan no es sólo un encuentro corpóreo, sino una verdadera unidad de sus personas. Una unidad tan profunda que de alguna manera les vuelve reflejo en la historia del “Nosotros” de las Tres Personas divinas. Se comprende entonces lo que estaba en juego en el debate entre Jesús y los fariseos en el Evangelio de Marcos... Para los interlocutores de Jesús se trataba de un problema de interpretación de la ley mosaica, la cual permitía el repudio, provocando una discusión sobre las razones que podían legitimarlo: Jesús supera totalmente esta visión legalista, yendo al corazón del designio de Dios. En la norma mosaica él ve una concesión a la “esclerocardia”, a la “dureza de corazón”. Pero Jesús no se resigna a esta dureza. ¿Y cómo podría, él, que ha venido justo para derretirla y ofrecer al hombre con la redención la fuerza para vencer las resistencias debidas al pecado?». Jesús no se resigna, pero los hombres y las mujeres sí y Juan Pablo II lo sabe. «...la Iglesia no se esconde ante las dificultades y los dramas que la experiencia histórica concreta registra en la vida de las familias. Pero también sabe que el deseo de Dios, acogido y realizado con todo el corazón, no es una cadena que vuelve esclavos, sino la condición para una libertad verdadera que tiene su plenitud en el amor». ¿Puede ser de verdad así? ¿Cómo convive la fragilidad de lo que somos con la plenitud de lo que se nos ha prometido? El Jubileo ha terminado. De la plaza de San Pedro se apean las familias y se preparan los próximos: misioneros, deportistas, “pizzeros”...
*Corresponsal de TG5 en el Vaticano



Del discurso de Juan Pablo II a las familias la tarde del sábado 14 de octubre


He tenido recientemente la alegría de ser peregrino en Nazaret, el lugar en el que el Verbo se hizo carne.

Y precisamente esta tarde queremos revivir el clima espiritual de la Casa de Nazaret.

Mirando a la Sagrada Familia vosotros, cónyuges cristianos, sois animados a preguntaros por las tareas que Cristo os asigna en vuestra estupenda y comprometida vocación.

Los niños son la esperanza que sigue floreciendo, un proyecto que continuamente se reaviva, el futuro que se abre sin descanso. Representan el florecimiento del amor conyugal, que en ellos se orienta y se consolida. Necesitados de todo, especialmente en las primeras etapas de la existencia, ellos constituyen de forma natural una llamada a la solidaridad.

La situación de los niños es un desafío para toda la sociedad, un desafíoque interpela directamente a las familias. Nadie como vosotros, queridos padres, puede constatar hasta qué punto es esencial para los hijos poder contar con vosotros, con vuestras dos figuras - la paterna y la materna - en la complementariedad de vuestros dones. No, no es un paso adelante en la civilización el secundar la tendencias que ensombrecen esta verdad elemental y pretenden afirmarse también en el plano legal.

A vosotras, queridas madres, que lleváis dentro un instinto incoercible por la defensa de la vida, os dirijo un llamamiento apremiante: ¡sed siempre fuentes de vida, nunca de muerte! Os lo digo a vosotros juntos, padres y madres: sois llamados a la misión altísima de cooperar con el Creador en la transmisión de la vida, ¡no tengáis miedo de la vida! Proclamad juntos el valor de la familia y de la vida. Sin estos valores, ¡no hay futuro digno del hombre!





De la Homilía de Juan Pablo II durante la Misa del domingo 15 de octubre

«No es bueno que el hombre esté solo: voy a hacerle una ayuda adecuada» (Gn 2, 18).

De esta manera, en el libro del Génesis, el autor sagrado dibuja la exigencia fundamental sobre la que se apoya la unión esponsal de un hombre y una mujer, y la vida de la familia que nace con ellos. Se trata de una exigencia de comunión. El ser humano no está hecho para la soledad, lleva en sí una vocación de relación, enraizada en su misma naturaleza espiritual. Por la fuerza de esa vocación, él crece en la medida en que entra en relación con los otros, encontrándose plenamente «en el don sincero de sí» (Gaudium et spes, 24).

Es verdad que hay dificultades. Pero Jesús ha previsto el proporcionar a los esposos lo medios de gracia adecuados para superarlas. Por su voluntad el matrimonio ha adquirido, en los bautizados, el valor y la fuerza de un signo sacramental, que consolida los caracteres y las prerrogativas. Así pues, en el matrimonio sacramental los cónyuges se comprometen a expresarse recíprocamente y a testimoniar al mundo el amor fuerte e indisoluble con el que Cristo ama a la Iglesia. Es el «gran misterio», como lo llama el apóstol Pablo (cfr. Ef 5, 32).

La bendición de Dios está en el origen no sólo de la comunión conyugal, sino también de la responsable y generosa apertura a la vida. Los hijos son de verdad la «primavera de la familia y de la sociedad», como reza el lema de vuestro Jubileo. En los hijos el matrimonio encuentra su florecimiento:en ellos se realiza el coronamiento de ese total compartir la vida (“totius vitae consortium”: C.I.C., can.1055 § 1), que hace de los esposos «una sola carne»; y esto vale tanto para los hijos nacidos de la relación natural entre los esposos, como para los queridos mediante la adopción. Los hijos no son un “accesorio” en el proyecto de una vida conyugal. No son algo opcional, sino un «don preciosísimo» (Gaudium et spes, 50), inscrito en la estructura misma de la unión conyugal. «el “nosotros” de los padres, del marido y de la mujer, se desarrolla por medio de la generación y de la educación, en el “nosotros” de la familia, que se injerta en las generaciones precedentes y se abre a una ampliación gradual» (Carta a las familias, 16). La familia no puede cerrarse en sí misma.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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