El hombre es mucho más que la suma de sus genes. La complejidad biológica no agota todos los factores que definen al ser humano, que pertenece al Misterio que lo hace. Una contribución clarificadora para el debate sobre el proyecto Genoma
¿Una definición de mi mismo?
Es como pedir la definición del infinito
Pier Paolo Pasolini (Corpi e luoghi, Theorema Libri, Roma 1981)
Este artículo retoma el tema de la genética, ampliamente tratado en la última edición del Meeting, durante los encuentros: «¿Elemental querido Watson? Todo lo que habrías querido saber sobre el descubrimiento de un gen y nunca te has atrevido a preguntar» y «¿Está nuestro destino escrito en los genes?», en los que han participado Edoardo Boncinelli, Responsable del Laboratorio de Biología del Instituto San Rafael de Milán, Carlo Croce, Director del Cancer Institute de Philadelphia, Luca Sangiorgi, Investigador de la Universitá degli Studi de Bolonia, y el autor de este artículo, Marco Pierotti. Además, el tema ha suscitado un encendido debate durante el encuentro con el Ministro de Sanidad Umberto Veronesi y Roberto Formigoni, Presidente de la Región Lombardía: «Sanidad: entre centralismo y transferencia».
En los últimos meses han tenido gran resonancia las noticias provenientes del mundo científico referidas a la secuenciación del genoma humano. Se ha seguido un amplio debate, en el cual no siempre ha encontrado espacio un acercamiento a la verdad que tuviera en cuenta todos los factores en juego y estuviera animado por una pasión real por el conocimiento.
Sin pretender llenar lagunas presentes en el debate sobre el genoma, sobre el determinismo genético (es decir, qué parte del hombre está por completo determinada por sus genes), o sobre la relación entre fe y ciencia, quería destacar algunos aspectos objetivos de esta problemática que han sido poco subrayados, y hacer algunas reflexiones de carácter subjetivo de las que, obviamente, me hago responsable. La noticia del descubrimiento de la secuencia casi integral del genoma humano ha suscitado una gran reacción emotiva. Clinton ha anunciado: «Hemos aprendido el lenguaje con el que Dios ha escrito el libro de la vida», y los líderes de las dos expediciones que llegaron casi a la vez a la meta, Graig Venter y Francis Collins, han declarado: «El hombre es mucho más que la suma de sus genes». A pesar de esta última afirmación, en realidad el problema del determinismo genético y de su impacto sobre el destino y la libertad del hombre ha salido decididamente a la luz, ahora que la meta del conocimiento del entero patrimonio genético del hombre parece cercana. Sin embargo, no parece haber desacuerdo en la opinión extendida de que este logro científico no es más que “el final del principio”. Hará falta mucho tiempo para que lo que ahora es un esbozo se convierta en un proyecto funcionalmente completo: «Hará falta por lo menos un siglo para desvelar completamente los misterios del genoma» (D. Baltimore, Nobel de medicina). Sin embargo, la utilización, aunque sea parcial, de la información genética es ya una realidad operativa y no podemos olvidar el riesgo de reduccionismo o de determinismo genético, que incrementa la distancia entre lo que creemos conocer y lo que realmente conocemos. El más importante genetista médico, autor de un libro que recoge un elenco de más de 6.000 enfermedades genéticas del hombre, Víctor McKusick, expresa eficazmente el límite humano, aun con su impulso siempre dirigido hacia nuevas fronteras del conocimiento: «Cuando el radio del conocimiento se amplía, la circunferencia de lo desconocido se agranda».
“Predecir” el riesgo
En el campo médico, los nuevos conocimientos acerca del genoma humano han consolidado una nueva dimensión molecular de la medicina, de manera especial en un sector definido como «Medicina predictiva». Se trata de una medicina que, basándose en la información recabada de la constitución genética de un individuo, puede estimar con anticipación el riesgo de este último de desarrollar una determinada patología a lo largo de su vida. Actualmente se pueden prever algunas enfermedades genéticas debidas a alteraciones de genes individuales que, en conjunto, pueden considerarse “raras”. Sin embargo, se cree que esta aproximación podrá aplicarse a una serie enfermedades mucho más frecuentes y comunes como las cardiovasculares, la diabetes, la obesidad, etc., donde la constitución genética individual se juega en una óptica multifactorial o poligénica. Prescindiendo de los importantes pero obvios problemas de confidencialidad de la información genética y de los derechos inviolables de cada individuo sobre su identidad genética, queda abierta la problemática que afecta directamente al papel del médico en esta nuevo contesto. La medicina predictiva se caracteriza por incrementar cada vez más la distancia entre la capacidad diagnóstica y las posibilidades terapéuticas que, en este caso, se identifican con algunas intervenciones preventivas como la adopción de determinados estilos de vida o la utilización personalizada de fármacos o de terapias quimiopreventivas u hormonales (estas últimas utilizadas para algunas formas de tumores hereditarios). A pesar de las razonables y optimistas perspectivas, se mantiene el debate sobre la necesidad de una nueva relación médico-paciente que contemple el hecho de no encontrarse ante un enfermo, sino ante una persona sana con un defecto genético que potencialmente le confiere un riesgo para una determinada enfermedad. Nos encontramos ante una nueva categoría de sujetos que entran en la dinámica sanitaria: los enfermos de riesgo. Probablemente no necesitaríamos plantear un nuevo tipo de relación médico-paciente, bastaría tal vez recordar un adagio francés del siglo XV, recogido por Giancarlo Cesana en su reciente libro El ministerio de la salud que reza así: «Curar alguna vez, aliviar con frecuencia, confortar siempre». Bastaría, por tanto, volver a los orígenes de la profesión médica, al pacto de solidaridad que lleva al médico a compartir la necesidad de una persona (el paciente), que se confía a él con su destino y con un “destino genético” adverso. Este es un hecho que la realidad nos pone delante cada día: la predisposición genética afecta a uno de los dos componentes de lo humano, el mensurable y biológico, pero no puede considerarse ajeno al otro, el espiritual, o prescindir de él.
Comportamiento esquizofrénico
La irreductibilidad de estos dos factores de lo humano se ve negada a menudo por una especie de “fundamentalismo” laicista que pretende reducir la fe a una cuestión privada y censurar el esfuerzo (a menudo imperfecto) de plasmarla en una posición científica, cultural y política. Se pretende reducir la relación con el Misterio a un ejercicio intelectual o a una especie de comportamiento esquizofrénico. Esto, para volver al tema en discusión, nos hace entender el impacto que ciertas reformas de la sanidad pueden tener sobre la relación entre el médico y el paciente cuando el primero se reduce a mero sujeto de normas y prescripciones. Limitándonos a un ámbito puramente biológico, la extrema complejidad que parece surgir de la relación funcional entre las diferentes estructuras biológicas, supone un límite ulterior al determinismo genético. Estas últimas ahora se investigan con sofisticados instrumentos de bioinformática, que permiten el análisis global de la expresión genética de una célula y de su contenido proteico. Para dar una idea de dicha complejidad, basta pensar en una célula de levadura, cuyo genoma está completamente descifrado y contiene unos 6.000 genes. Cada uno de estos puede expresarse en una de las cuatro situaciones siguientes: no funcionar, o bien funcionar a bajo, medio o alto nivel. Lo cual implica en un determinado momento que todos los genes de levadura pueden estar en uno de los millares de millones de posibles combinaciones diferentes. Si pensamos que las diferentes estimaciones sobre el número total de genes del genoma humano se sitúan en un contexto cuantitativo variable entre 30.000 y más de 100.000, podemos entender que incluso dos individuos genéticamente idénticos puedan tener diferencias fenotípicas. Este concepto es extremadamente importante, ya que pone el acento en la interacción inseparable entre los dos factores evolutivos: el de nuestra composición genética, proveniente de nuestros antepasados y que representa nuestro potencial, y el de la interacción entre nuestros genes y factores externos o ambientales que, entendidos en un sentido amplio, incluyendo también los culturales, condicionan después el paso de la potencialidad a la actualidad. La interacción gen-ambiente es muy significativa ya en el micro ambiente representado por el útero y los sentimientos maternos o, como se suele decir, el “estado de ánimo”. Este es un factor que las diferentes técnicas de fecundación asistida no han tenido suficientemente en cuenta.
A igualdad de enzimas
Creo por tanto que la complejidad biológica, que reside en la posibilidad de billones de combinaciones en la que pueden expresarse los genes de una célula mía no agota todos los factores que determinan mi ser de hombre. Dicha complejidad, en efecto, encierra en sí los elementos de una libertad biológica que contrasta con el rígido determinismo de la composición genética. A la realidad biológica o mensurable se asocia una realidad no mensurable, constituida por mi dignidad esencial, mis deseos, mi libertad de adherirme o no. Cesana lo expresa muy eficazmente en el libro antes citado: «Para tener un hijo probablemente baste la bioquímica, pero para educarlo y criarlo hace falta más, y a igualdad de enzimas hay quien lo hace y quien no». Por tanto, es necesaria una visión ética que nos guíe hacia la más íntima definición de la biología del hombre. Sin embargo, actualmente la definición de “ética” incluye a menudo conceptos confusos y contradictorios, haciendo necesario establecer un claro punto de referencia. Don Giussani lo expresa de manera emblemática en El Sentido Religioso: «No puede darse una ética que prescinda de la ontología, esto es, de la búsqueda de todos los factores constitutivos, no sólo biológicos, de la vida humana». Incluso en un contexto histórico donde aumentan los conocimientos de la constitución biológica del hombre, estos últimos no pueden representar el elemento variable que determine con el tiempo una concepción ética de la vida del hombre. Quienes, en cambio, consideran que la ética debe variar al aumentar los conocimientos científicos no comparten esta posición. Los fines de los conocimientos científicos y sus instrumentos operativos nunca se podrían comprobar éticamente a priori; por el contrario, serían un elemento determinante para determinar lo ético.
En el mejor de los casos y con buena fe se trataría de una sobrehumana y orgullosa asunción de responsabilidad que sólo acepta la visión materialista de una ciencia sin límites y, por tanto, sin Dios. Visión ajena a un gran científico como Albert Einstein: «Es cierto que en la base de todo trabajo científico respetuoso se encuentra la convicción, análoga al sentimiento religioso, de que el mundo se fundamenta en la razón y puede ser comprendido (...). Mi trabajo de científico es descubrir cómo ha diseñado Dios el mundo natural». Einstein considera a la razón como el fundamento del mundo y guía del método científico. De nuevo don Giussani la define como «un acontecimiento singular de la naturaleza en la que esta se revela como exigencia de explicar la realidad en todos sus factores». ¿De dónde se desprende la incompatibilidad entre la fe y la ciencia?
Para concluir, la relación entre nuestros genes y nuestro destino no puede prescindir de la constatación de que el yo está constituido por dos realidades diferentes: tratar de reducir la una a la otra - negando el papel y la función compleja y, en parte, biológicamente determinista de nuestra constitución genética, o eliminando la percepción más común de lo que representa el destino del hombre, es decir, su relación con el Misterio - sería negar la evidencia de estas dos realidades que la experiencia nos impone.
*Investigador del Instituto Nacional del Cáncer de Milán
Tres cuestiones
Publicamos un extracto del artículo de don Roberto Colombo aparecido en L’ Osservatore Romano del 11-12 de septiembre de 2000
Bajo el perfil antropológico, tres parecen ser las cuestiones esenciales del debate en curso sobre la extensión al hombre de los estudios sobre células embrionarias y su potencialidad terapéutica. La primera, la más radical, se refiere al hombre en cuanto sujeto (enfermo) que hay que curar, y al mismo tiempo objeto (biológico) de investigación científica, diagnóstico y terapia. Representa un caso especial de la pregunta antropológica por excelencia, que las palabras del salmista sintetizan de manera persuasiva: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder?» (Sal 8,5). Como ha recordado el Santo Padre en otra circunstancia, para atender al hombre, «hace falta ante todo partir de una visión integral de su ser, es decir, de una antropología que lo considere por lo que realmente es, como criatura de Dios, hecha a su imagen y semejanza, como ser capaz de conocer lo invisible, dirigido hacia el absoluto de Dios, hecho para amar, llamado a un destino eterno» (A los participantes en el Coloquio de la Fundación Internacional Nova Spes, 9 de noviembre de 1987; en L’Osservatore Romano, 9/10 de noviembre de 1987, pág. 5). (...) La concepción antes mencionada libera a los médicos y a los pacientes de la corriente utópica que trata de alcanzar una perfección biológica que elimine la finitud del hombre, y por tanto la enfermedad y la muerte; anima a los primeros a la búsqueda de estrategias terapéuticas más adecuadas y correspondientes con el bien integral del paciente, y le permite, en su lucha contra la enfermedad, buscar un sentido también para el sufrimiento y tener una esperanza para su vida que no censure la petición de salvación implicada en la de la salud. La segunda cuestión se refiere al significado y al valor de la investigación científica que hoy, más que nunca, implica a tantos hombres y tantos medios en todo el mundo. (...) «La ciencia en general, y la ciencia médica en particular, se justifica y se convierte en un instrumento de progreso, liberación y felicidad sólo en cuanto sirve al bienestar integral del hombre» (Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el Congreso de Neuropsiquiatría, 12 de abril de 1986; en L’Osservatore Romano,13 de abril de 1986, pág. 5). La conciencia de esta tarea, que hace noble la ciencia y grande la estatura humana de los que a ella se dedican, implica la conciencia de un límite, no a la creatividad del trabajo o al horizonte de la investigación, sino a los instrumentos científicos que se adoptan en cada investigación y a la elección del método a seguir en la investigación. El bien integral del hombre exige el reconocimiento de su “humanidad” que no puede verse dañada o suprimida en el curso mismo de una investigación y no sólo en las posteriores y eventuales aplicaciones de los resultados obtenidos. El método del conocimiento científico, no menos que del ordinario, lo dicta el objeto de la investigación. Por tanto, no es correcto utilizar el mismo método en casos distintos. Este límite “objetivo” del recorrido cognoscitivo impone que el estudio de las células embrionarias humanas no se pueda llevar a cabo con los mismos procedimientos adoptados para las células embrionarias de otros animales, por ejemplo aislándolas de embriones vivos obtenidos en laboratorio. (...) Aparece aquí la tercera vexata quaestio antropológica de la investigación sobre las células embrionarias: la identidad y el status ontológico del embrión humano, que representa el nudo crucial de no pocas cuestiones inherentes a la investigación biomédica contemporánea. El respeto incondicional debido al embrión humano - que excluye su generación in vitro, manipulación o destrucción con cualquier fin - encuentra consistencia en el reconocimiento de la plena humanidad del concebido desde el proceso de fecundación. La afirmación se basa en una correcta interpretación del dato biológico del desarrollo embrionario (coordinado, continuo y gradual), al que el Magisterio ha hecho referencia en diferentes documentos (De abortu procurato, III; Donum vitae, I, 1; Evangelium vitae, 60), y en una concepción sustancial de la persona humana que la hace extensiva al ser humano: «¿Cómo un individuo humano no va a ser una persona?» (Evangelium vitae, 60). (...) Así como no parece pertinente para la existencia de la persona la condición, impuesta por algunos, de la presencia de un esbozo del sistema nervioso central o del inicio de la actividad neurofisiológica. El hombre es persona en cuanto unidad sustancial de alma y cuerpo, y la ausencia de estructuras o funciones (facultad todavía no en acto debido al estadio precoz de desarrollo) no niega la existencia del referente ontológico, cuya naturaleza racional asegura la vida humana personal incluso en ausencia de manifestaciones empíricas. Por lo demás, el embrión humano no podía nunca convertirse - ni por virtud propia, ni por la ajena - en lo que ya es, es decir, en un hombre. (...) La generación por clonación de un embrión humano con el fin de utilizarlo como fuente de células embrionarias para destinarlo al cultivo y a la diferenciación - y, sucesivamente, al injerto en el cuerpo de los pacientes que han aportado el núcleo de sus células somáticas para la misma clonación - es una acción indigna del ser humano porque se opone a su bien y ninguna buena intención o circunstancia crucial puede cancelar la maldad. Por tanto, no puede ser objeto de un acto positivo de voluntad aunque se trate de salvaguardar o promover un importante bien individual como es el de la salud. Los tejidos u órganos vitales de individuos destinados al trasplante «sólo se pueden obtener ex cadavere, es decir, del cuerpo de un individuo ciertamente muerto». Este principio (...) se aplica también a las células de tipo embrionario para el mismo fin. Siempre que comporte un daño grave a la integridad del organismo o incluso su muerte (este último es el caso de los embriones en el estadio de blastocitos: la exportación de su masa celular interna los destruye), la extracción de células embrionarias sólo se puede efectuar en embriones o fetos que con toda seguridad estén muertos. El recurso a donantes adultos (en ellos el número de estas células es generalmente tan elevado que permite una exportación parcial) se consiente siempre que no exponga a excesivos riesgos al voluntario que debe haber expresado «de forma consciente y libre su consentimiento» (ivi) a esta intervención.
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