Apuntes de una lección de Luigi Giussani con ocasión de un retiro de los Memores Domini. Pianazze, 30 de noviembre de 1974
¡Qué importantes son las palabras del evangelio de esta tarde, con las que culmina este año litúrgico: «Velad y orad» (Lc 21,36)! Que es la misma palabra que repitió Cristo en la agonía, la última noche de su vida (cfr. Mt 26,38). Qué importante es la palabra “velar”: estar alerta, mantenerse alerta. Porque si la vida no es algo que pasa sino algo que viene hacia nosotros, entonces la esperanza es en verdad la actitud justa ante la vida; y se trata de una esperanza que se da «contra toda esperanza» (Rm 4,18).
Aquí radica la energía de la vigilancia, sorprendida en su dinámica, en su dinamismo propio. Porque toda la apariencia va contra la esperanza, aparentemente todo es distracción, intemperancia del afecto, afán, ansiedad. Y todo esto va sedimentándose, va levantando paredes, enterrándonos en un sepulcro, y el hombre se vuelve “obtuso”, como también decía el evangelio (cfr. Lc 21,34-36), encerrado dentro de estas paredes. En cambio, la esperanza es la energía que hace saltar estas paredes.
Para decir estas cosas –¿entendéis?– yo debo hacer un trabajo, debo romper las paredes. Pero si tú, al escuchar, no rompes esos muros, es inútil que hable. Esta es la actividad que salva: colaborar con nuestro trabajo en la obra de la redención, como decía la oración de la Misa de esta tarde (Colecta de la XXXIV semana del Tiempo Ordinario: «Despierta, Señor, la voluntad de tus fieles para que, correspondiendo con generosidad en tu obra de salvación, obtengan con mayor abundancia los dones de tu misericordia»).
Las paredes pueden estar hechas de muchas cosas, pero el material más resistente, el más duro lo encontramos cuando las paredes están levantadas por nuestro pecado, por la conciencia de nuestra ineptitud. Es terrible este yugo por el cual primero somos atraídos por el pecado y después éste se convierte en motivo de desesperación, y lo damos todo por perdido. No estoy hablando de un pecado como una acción determinada, sino del pecado como estado, como condición normal.
Al empezar, quería hacer referencia a la palabra “esperanza”, mostrándoos o invitándoos a daros cuenta de que la esperanza es una energía, es la energía de la vigilancia. Una energía que perfora continuamente, que traspasa, que trata de traspasar continuamente las tinieblas. Como por otro lado indica la palabra “vigilar”, que –como todos sabéis– era el verbo que indicaba la acción de los centinelas en la noche. La energía de la esperanza rompe, perfora las duras paredes del sepulcro en el que nos encierran la distracción, la intemperancia y la ansiedad. No supone la desaparición de la ansiedad, de la intemperancia afectiva o de la distracción; pero dentro de ellas, indomable, la esperanza rompe continuamente las paredes que una y otra vez se levantan. He aquí el corazón vivo, el signo del Dios vivo dentro de la tierra de los muertos (por el pecado, ndr.).
El dinamismo de la esperanza
Pero, una vez afirmada la esperanza como ímpetu del Espíritu –porque se trata del ímpetu del Espíritu Santo en nosotros; hasta el punto de que esta esperanza está alimentada exclusivamente por el Veni Sancte Spiritus, por el «Ven Señor Jesús», por la súplica, el mendigar o la escucha: «Buscad cada día el rostro de los santos para encontrar descanso en sus palabras» (cfr. Didaché, IV, 2, Ciudad Nueva, Madrid 1992, p. 89)–, una vez afirmado este principio impetuoso que hay en nosotros, que es el don del Espíritu, y que, para el homo viator, para el hombre en camino, se llama esperanza, debemos decir algunas cosas, con humildad, de forma pedagógica, sobre el dinamismo que la esperanza pone en marcha. Este ímpetu genera un dinamismo cuyos factores son instrumentos decisivos de la esperanza para que su energía rompa el sepulcro, como la energía de una resurrección continua.
Vosotros realmente no comprendéis ahora –porque todavía no estáis maduros–, no comprendéis bien cuál es el arma más poderosa del diablo, aunque sufrís todo su veneno. El arma más eficaz de la mentira, del enemigo, es la derrota que nos inflige. Porque la derrota que nos inflige el pecado o es instrumento de Cristo para purificar nuestra conciencia, para ahondar en la conciencia de nuestra nada y de que Su misericordia lo es todo –que Él lo es todo, porque la misericordia es Cristo–, o bien se convierte en instrumento en manos del demonio para detenerte, en manos del enemigo para definirte, para juzgarte y para bloquearte. La indomabilidad normal de la esperanza cristiana en nuestra vida es una resurrección continua, eso que en ocasiones, en la vigilia pascual, hemos llamado una resurrección continua.
Veamos entonces algunos factores del dinamismo que la esperanza genera.
Mañana empieza un nuevo año litúrgico; a finales de ese año podría no estar yo ya… (bueno, tampoco vosotros, pero por una simple cuestión de proporción…); por tanto, debemos plantear las cosas –relaciones, acciones, proyectos– de forma que, si esta aparente lejanía se produjese, todo lo que se hace, las relaciones que se establecen y las acciones que se llevan a cabo, siga edificando tranquilamente. Porque esta es la prueba de la verdad de una relación o de una acción. La esperanza es lo que permite que la relación sea libre y la acción también; la esperanza redime la relación y la acción, permite que la relación y la acción sean instrumentos de la espera del Señor que viene.
Un ímpetu para la ascesis
He aquí un primer factor del dinamismo que la esperanza establece. Señalemos en primer lugar el resultado de esta ascesis: la unidad de la persona, la unidad del propio yo y de la propia vida. Este es el primer indicio de la liberación, lo mismo que experimentaban los que escuchaban a Cristo cuando decían: «Este sí que habla con autoridad» (cfr. Lc 4,36). «Jamás un hombre ha hablado como él» (cfr. Jn 7,46). «Tampoco nosotros comprendemos. Pero, si nos vamos, ¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabras que explican la vida, que confieren unidad a la vida» (cfr. Jn 6,68).
La unidad de la persona, por tanto. Pensad en la distracción –nuestra distracción que en el fondo es un fenómeno de inercia, de pereza, de negligencia; y es tan trágico que el que más la tiene es el que menos se da cuenta–, pensad en el afán, pensad en la intemperancia, en el desbordamiento afectivo: tienden, tenderían a despedazar, a demoler nuestra unidad de vida, centrándonos sobre un punto, “dispersándonos” en muchos, “ahogándonos” en otros: ansiedad. En cambio, la esperanza –que sigue latente en el corazón incluso cuando vivimos distraídos, intemperantes, afanados– da paso a una recuperación continua, a una recuperación continua de la unidad de la vida, de unidad de la persona.
La esperanza es la relación con Cristo que viene. Pero la relación con Cristo que viene es memoria del Cristo que ha venido. La esperanza del Cristo que viene coincide con la memoria del Cristo que ha venido.
Pues bien, la unidad es fruto de una construcción; se construye nuestra unidad. La esperanza genera un ímpetu que te devuelve la unidad; pero esta unidad es efímera si no construyes. Por la distracción, el agobio y la intemperancia, pierdes tu unidad, te haces pedazos, te disuelves o ahogas en un punto: ansiedad. La esperanza perfora este sepulcro, se abre paso entre las piedras y te devuelve el sentido de tu unidad, te hace sentir lo que eres aún en el derrumbe total, en el desastre. ¿Cómo se entiende ahora que es «otro el que vive en nosotros » (cfr. Ga 2,20), y que «sine tuo numine nihil est in homine, nihil est innoxium» (cfr. Veni, Sancte Spiritus)! Sin embargo, esta unidad –que la esperanza salva una y otra vez– tiende a morir, no se mantiene, si no se convierte en objeto de trabajo. Sabemos bien cómo se llama este trabajo: ascesis. La unidad es el fruto de una ascesis o, mejor aún, el fruto de la esperanza que déclenche (no sé cómo se dice en italiano), que desencadena una ascesis.
La esperanza es un ímpetu que da pie a una ascesis. Si no se desarrolla una ascesis, entonces la esperanza se vuelve cada vez más costosa y las paredes del sepulcro cada vez más ásperas, cada vez más gruesas, y por tanto la energía que las perfora acusa cada vez más el cansancio. Por este motivo resulta paradójico: si se acepta el trabajo, el ímpetu de la esperanza resulta cada vez más claro y brioso, cada vez más juvenil; si no se acepta este trabajo, si no se asume, el ímpetu de la esperanza se cansa cada vez más, porque, en lugar de perforar un decímetro, tiene que vencer un metro de cemento armado de resistencia. Este trabajo se llama ascesis.
Por tanto, se nos concede un nuevo año para que crezca la unidad de nuestra persona, puesto que se acerca lo que esperamos. Su presencia es lo que otorga unidad a nuestra persona. La memoria de Su venida y la esperanza de Su retorno: esto es lo que nos da unidad. Entonces, un año nuevo acerca Su venida, es decir, hace más profunda Su memoria, la hace más viva. De este modo, este año debe madurar la unidad de nuestra persona; este acontecimiento se llama “madurez”. Justamente por ello la esperanza debe desplegarse en una ascesis, en el trabajo.
El juicio lleno de autoridad
Añado una nota. Todo esto –que ya sabemos– lo he dicho porque la ascesis es un trabajo que comienza y se desarrolla, que se apoya y se alimenta sobre un juicio lleno de autoridad. ¿Cómo ha surgido en nosotros la esperanza? Por un anuncio que hemos recibido. Ese anuncio es el juicio autorizado sobre nuestra vida. Todo descansa en la memoria de lo que ha sucedido; la memoria de lo que ha sucedido contiene el juicio autorizado fundamental. Esto es: el anuncio de lo que sucedió ha generado en nosotros la memoria.
La esperanza, en cuanto espera de lo que vendrá, se funda sobre un juicio lleno de autoridad, sobre la advertencia que se nos ha hecho: que Cristo vuelve. Este juicio autorizado –que en su raíz coincide con Cristo mismo, alfa y omega, memoria y retorno de Cristo–, se convierte históricamente en el juicio de la Iglesia de Dios. ¿Y cómo vivimos nosotros la Iglesia? A través del modo con el que el Señor, de forma misericordiosa, nos ha tocado, es decir, el movimiento. ¿Y cómo vivimos el movimiento? Como vocación determinada: Grupo Adulto. Podéis llevar la analogía hasta donde queráis; lo importante es este criterio: ascesis es trabajo sobre un juicio autorizado.
Ante la tierra prometida, Moisés se remitió al pasado para comprender el significado de lo que tenía ante él (cfr. Dt 32). Para comprender el significado de lo que tenía delante, más allá del Jordán, que veía desde la montaña, tuvo que rememorar todo lo que le había sucedido. Lo que le había sucedido era un juicio autorizado que, en ese momento, sostenía la ascesis de su comportamiento.
Juicio autorizado: no reduzcamos de forma mezquina, infantil, adolescente, mecánica o moralista lo que acabo de decir… Espero que los ejemplos que he puesto proporcionen el horizonte total de este enunciado. Juicio autorizado es Cristo, es la memoria que se ha grabado a fuego en nuestro corazón, es el misterio de la Iglesia, y, por tanto, toda la historia que nos precede. Pero, justamente por ello, se articula de forma contingente y efímera en las estructuras o en las relaciones que nos han dado vida, que han encarnado una autoridad en nuestra vida, que han favorecido nuestro camino de madurez vocacional, que han dado cuerpo a nuestras casas. Y es muy importante que esta analogía sea llevada hasta sus últimas consecuencias: la atención a quien tiene una función de unidad en la casa y la atención a quien tiene una responsabilidad determinada en la vida de nuestra compañía. Y sobre todo, llevando la analogía aún más lejos, también implica la atención a todos los hermanos con los que Dios nos ha puesto: «Buscad cada día el rostro de los santos para descansar en sus palabras».
Todo lo cual implica obediencia. Esto es, el elemento fundamental de la ascesis es la obediencia. Aunque todavía no comprendamos bien –ni yo, ni mucho menos vosotros, excepto alguno al que Dios conceda su Espíritu de forma extraordinaria– qué quiere decir esta palabra que resume la moralidad de Cristo ante el Padre –«hecho obediente hasta la muerte» (cfr. Fl 2,8)–, sin embargo es como un gran mar en el que tenemos que adentrarnos, un largo camino por el cual es siempre necesario avanzar.
«Oboedientia et pax» (uno de los discípulos predilectos de san Felipe Neri, el cardenal Cesare Baronio, repetía a menudo esta frase posando su cabeza a los pies de la estatua de San Pedro en la Basílica vaticana), como hemos dicho muchas veces: obediencia y paz. Paz es la unidad de uno mismo y obediencia es el trabajo que se hace para adherirse a un juicio autorizado. Por eso, incluso cuando uno tiene “sus prontos” o sus “sacrosantos” resentimientos en nombre de la justicia (porque –no sé– le han pisado un garbanzo en el suelo y, en lugar de recogerlo, uno protesta), el criterio de la ascesis, el criterio de la verdad o de la santidad no es ciertamente esa rabieta o ese noble resentimiento que tiene, sino la obediencia. Sin obediencia no existe trabajo. Pues solo en la paz de la obediencia «fervet opus» (Virgilio, Geórgicas, IV, v. 169), lo que quiere decir que bulle el trabajo, se faena con gusto, se dispara la ascesis, no se puede detener.
Algo objetivo a lo que adherirse
¿Cómo se llama la dinámica que la esperanza libera? Ascesis. El primer factor ascético es la obediencia, el trabajo para adherirse a un juicio autorizado. Y ahora añadamos un segundo factor.
La ascesis, por tanto, entendida no como introspección o esfuerzo voluntarista elaborado a partir de sentimientos, reacciones, intuiciones sujetivas, sino como adhesión a un juicio objetivo, adhiriéndome al cual, yo cambio.
Jamás cambiaremos por un esfuerzo voluntarista, buenas intenciones o reacciones nobles y justas, porque todo ello sigue siendo todavía nosotros mismos; poco o mucho, en última instancia, se reduce a nuestras medidas. Estos sentimientos, intuiciones y reacciones son preciosas, son un don de Dios, si te animan a medirte con una realidad objetiva a la que te adhieres. Como hizo Nuestro Señor, que lo resumió todo llamando a los hombres a adherirse a una realidad objetiva: «“¿Qué tengo que hacer para…?”. “Ven conmigo”» (cfr. Mt 19, 16-21). Y «como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20,21), «Quien os sigue a vosotros, quien os escucha a vosotros…» (cfr. Lc 10,16).
Fijémonos, por tanto, en el misterio de la Iglesia y en sus factores: el misterio verdaderamente tremendum de la autoridad de la Iglesia, tremendum para nuestra sensibilidad, para nuestro amor propio y para lo que nos gustaría; el sacramento –porque estos son los factores constitutivos de la Iglesia–, que, a pesar de las apariencias, vale cien veces más, como desarrollo educativo, que todas nuestras oraciones nacidas desde lo más íntimo.
Reparemos en la realidad del Grupo Adulto, que es el modo más cercano para vosotros de vivir la Iglesia, el modo más cercano con el que algo objetivo se manifiesta y, adhiriéndose a lo cual, uno cambia.
Pensemos en la importancia de la casa, en la que el Grupo Adulto vive.
Pensad, por tanto, en la importancia de lo que la Iglesia, el Grupo Adulto y la casa dan como dirección, como juicio, de lo que nos invitan a hacer: desde la elección de los cantos o el modo de abordar un problema, hasta la forma de articular un discurso sobre un determinado tema.
Se trata de algo objetivo a lo que adherirse y que me cambia: «¿Por qué atormentarse cuando es tan simple obedecer?» (P. Claudel, La anunciación a María, Encuentro, Madrid 1991, p. 174). Obedecer a la regla u obedecer a las indicaciones, obedecer a las modalidades que establece nuestra compañía –insisto–, desde los horarios al modo de cantar. Porque discurriendo por estos cauces somos como moulded, modelados.
Aceptar la alianza con Dios
Podemos comprender ahora que esta ascesis es contrición, por su naturaleza, implica una contrición. Digo contrición por no decir sacrificio. Porque este ímpetu que parte la piedra del sepulcro, tiende después a generar un dinamismo que continuamente abre la losa que trata de cerrarse otra vez, como lajas rotas de hielos que tratan de consolidarse de nuevo.
La contrición implica por tanto aceptar, ante todo, aceptar. La ascesis implica una contrición y, por tanto, en primer lugar, aceptar, reconocer. ¿Cómo entró la salvación en el mundo? A través de la alianza, como anuncio de la alianza. Pero, ¿qué es la alianza sino la propuesta de Dios, mi Fortaleza, de alguien más fuerte que yo al que debo adherirme, en la obediencia, como una Realidad objetiva a la que debo adherirme, y adhiriéndome a la cual cambio? «Sal de tu tierra» (cfr. Gen 12,1), «Ofréceme a tu hijo en sacrificio» (cfr. Gen 22,2). Porque este «ofréceme a tu hijo en sacrificio» se refiere a muchas cosas que me están sucediendo, más grandes o más pequeñas, según los momentos.
Por tanto, contrición es aceptar la alianza con Dios, mi Fortaleza, uno más fuerte que nosotros. La palabra juicio autorizado u objetividad, en este punto, tiene como sinónimo “mi Fortaleza”, uno más fuerte que nosotros. Si reconocemos la alianza, si reconocemos y aceptamos nuestra Fortaleza, entonces tenemos paz. Estamos apoyados en lo seguro: «Dios mío, mi roca» (cfr. Sal 31,4), «Mi fuerza y mi canto es el Señor» (cfr. Sal 118,14). En la medida en que no aceptamos al que es fuerte, al que rompe nuestra medida, conterit, entonces la vida es una riña, una lucha en el sentido malo de la palabra, una enemistad; esa enemistad que es la esencia de la vida mundana, por lo cual aunque te estrechen la mano, lo hacen para usarte.
Valoración del momento presente
Una última cosa. Nuestra reflexión empezaba –aparentemente, al inicio– dominada por el tiempo que pasa, por la vida como tiempo que pasa, que se va. Pero enseguida la redención, la presencia del Espíritu, como un milagro, cambia nuestra percepción y la vida se convierte en algo que viene, por tanto en una tensión hacia un futuro; por eso hemos hablado de esperanza.
Muchas veces, también esta tarde, hemos recordado que el futuro que viene no es otra cosa que una realidad que hemos conocido en el pasado que se manifiesta en nuestra vida; entonces la esperanza se identifica con la memoria, nace de lo hondo de la memoria.
Luego hemos dicho que la ascesis –es decir, el esfuerzo por crear la unidad y por vivir la espera hasta llegar al abrazo final, a Su venida–, este trabajo o ascesis se compone de tres factores que tienen que ver todos con el pasado: la adhesión a un juicio autorizado; la adhesión a algo objetivo y la contrición, que es reconocer y aceptar la alianza con Dios que es más fuerte que yo, que existe antes de que yo piense en él. El futuro, por tanto, nace dentro de una historia.
Si el futuro nace dentro de una historia, el valor que tiene el futuro depende del valor que tiene el momento que vivo. Si el futuro brota dentro de una historia, el futuro viene a mí desde el instante que vivo, porque mi historia se hace momento por momento. El instante es el encuentro entre la memoria y la espera. En el instante se juntan la memoria y la espera. En este instante actúa lo que me ha pasado –lo que está antes, lo objetivo, mi Fortaleza– y lo que debe venir –Su manifestación–, en el momento presente se convierte en Presencia. Memoria y espera, esperanza, lo que ha sucedido y lo que va a suceder, la unidad de mi persona, el valor del pasado, la contrición, el reconocimiento de la alianza: todo se da en el momento que vivo.
El futuro entra en la historia en virtud del valor que tiene el momento que vivo. Esta es una experiencia única que se le concede al cristiano. Dios es el único que puede otorgar una infinitud al instante efímero, que puede darle valor eterno, por tanto anticipar la experiencia de la unidad total, de la verdad y de la felicidad, en el instante efímero y contingente.
Por eso la ascesis, a la que nos invita el nuevo año litúrgico –y que la esperanza hace posible, pues la memoria exige y hace posible la tensión ascética–, no coincide con hacer proyectos, o solucionar problemas o esperar que las cosas cambien. No es espera si no cambia mi momento, si no me induce a la contrición, si no cambia la acción que realizo ahora, si no tengo delante algo a lo que adherirme y que me cambia. La adoración del instante, en esto consiste la adoración a Dios.
He citado muchas veces el final de Brand, el famoso drama de Ibsen, en el que el protagonista es el hombre racional y voluntarioso, que durante toda su vida había tendido a la perfección, sin conseguir evidentemente más que descubrir cada vez más su propia incoherencia. En la última escena del drama, sobre la pendiente de la montaña cubierta de nieve, siente repentinamente el tronar de la avalancha que se le viene encima y está a punto de arrastrarle, entonces grita solitario en medio de la escena: «Respóndeme, Dios mío, a la hora en que la muerte se apodera de mí: ¿Basta toda la voluntad del hombre para comprar un átomo de salvación?» (H. Ibsen, Brand, Encuentro, Madrid 1996, p. 164). Y mientras dice esto la avalancha ocupa la escena y le arrolla. Entonces se escucha por encima una voz etérea, lejana, que dice: «Dios es caridad», es decir, Dios es misericordia. Pero en ese caso es etérea, abstracta, es protestante: porque ahí la misericordia se realiza más allá de la acción, es decir, en la escatología. En cambio, para el anuncio cristiano no es así: cambia ahora, es milagro, cambia el instante. Por eso cambia también el momento del pecado y hace que se vuelva dolor, es decir, lo convierte en contrición, lo convierte en madurez.
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