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Huellas N.6, Junio 2000

JUBILEO

Los dos Judas: Judas Iscariote, la oscuridad de la desesperación

Paola Ronconi

Del hebreo Judah, que significa “el predilecto”. Elegido por Cristo de los primeros. La convivencia y la desilusión de la incredulidad. Los treinta denarios y el grito de Jesús en la cruz por el amigo que se había perdido


Ultimo en las listas de los Apóstoles, su nombre siempre va acompañado de la connotación de “traidor”. Entre sus compañeros era el único que no era galileo (su apelativo “Iscariote” indica casi con seguridad que era originario de Kerioth o Carioth, una ciudad de Judea). Nadie nos cuenta cómo y cuándo fue elegido por Jesús. Dentro del grupo de los Doce, cuando comenzaron a ir de un sitio a otro juntos, a vivir juntos, la tarea de Judas era la de llevar la “bolsa”, era el “administrador”, Jn 12,4-6. El grupo de los seguidores habituales de Jesús hacía vida común, y cada uno ponía una cantidad de dinero en una caja.
Pero precisamente por esto Judas tenía la posibilidad de sustraer de vez en cuando pequeñas sumas de dinero. Era un ladrón, en definitiva. Y los evangelistas no se resisten a subrayarlo. Imaginémonos su enfado en Betania, en casa de Lázaro, cuando su hermana María unge los pies de Jesús con un perfume valiosísimo. «¿Para qué este despilfarro de perfume? Se podría haber vendido este perfume por más de trescientos denarios y habérselo dado a los pobres» (Mc. 14,4-5). Y el evangelista Juan explica enseguida: «Pero no decía esto porque le preocuparan los pobres, sino porque era ladrón, y como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella» (Jn 12,6).
Betania se encontraba en el camino que desde Jericó llevaba a Jerusalén. Jesús y los suyos se dirigían precisamente a la ciudad santa para celebrar la Pascua judía. El Sanedrín había decidido ya matar a Jesús; sólo buscaban el modo de capturarlo sin demasiado alboroto.
Llegaron a Jerusalén el día después del sábado. Los sumos sacerdotes querían resolver el asunto antes de la Pascua, para evitar motines entre los judíos. A Jerusalén estaban llegando masas de peregrinos y los soldados romanos estaban ya alerta. Qué sorpresa se llevarían cuando el miércoles antes de la Pascua se presentara en el Sanedrín uno de los que seguía a Jesús y les dijera: «“¿Qué queréis darme, y yo os lo entregaré?” Ellos le asignaron treinta monedas de plata» (Mt 26,15-16). Lucas nos dice que «entonces Satanás entró en Judas» (Lc 22,3).

Precio de esclavo
Se habla comúnmente de treinta denarios, pero en realidad fueron muchos más: treinta siclos o treinta estáteres de plata (correspondiente a 120 denarios romanos), es decir, el precio fijado por la ley por la vida de un esclavo. Un interesante libro de William Klassen, de la Escuela Bíblica de Jerusalén, cuenta cómo la figura del delator, del “colaborador con la justicia” estaba plenamente inserta en el tejido social en la cultura judía: los que hacían de informadores a favor de las autoridades judías eran considerados como esenciales para la salud de la comunidad.
Avaricia y codicia, apego al dinero. Pero quizá también desilusión por haber intuido de aquellos discursos un poco extraños de Jesús que él no había venido a traer ni gloria ni poder mundano, sino el anticipo de otro Reino, el de los cielos. A Judas, al que le interesaban las cosas prácticas, le interesaba ser rico; por eso le convenía encontrar socios en otro lugar, y hacerse así con una buena cantidad de dinero.
El día siguiente, el jueves, el rito judío preveía la cena de los ácimos. Jesús era consciente de que aquellos eran los últimos momentos que pasaría con sus amigos, pero sobre todo sabía ya quién le iba a traicionar. «Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará», dijo, después de haber lavado sus pies, según la tradición. Y poco después: «El que ha mojado conmigo la mano en el plato, ese me entregará. El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquél por quien el Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!» (Mt 26,21-24). La respuesta afirmativa de Jesús («Tú lo has dicho») a esa pregunta tan violenta: «¿Soy yo acaso, Rabbí?» pasó inadvertida para los demás, distraídos. Ninguno de los apóstoles captó probablemente el drama entre Jesús y Judas. Si alguno de los presentes lo hubiese tan solo intuido, habría intentado impedir a Judas cualquier movimiento.

Sólo él entendió
Giuseppe Ricciotti, en la Vida de Jesucristo, explica cómo estaban, con toda probabilidad, sentados a la mesa: suponiendo que ésta tuviese forma de semicírculo y que ellos estuvieran recostados sobre divanes bajos, Jesús estaba en el centro, a su izquierda estaba Pedro, a su derecha Juan y, después de Juan, Judas. Si Juan estaba recostado sobre el pecho de Jesús, como nos dicen los Evangelios, el Maestro se habría vuelto hacia Judas y le habría sido fácil mojar con él el pan de modo que sólo él pudiera oírle. «Con ese infeliz - dice Ricciotti - había que hacer un nuevo intento, ofrecerle una última oportunidad de salvación».
¿Qué habría experimentado Judas ante todas aquellas alusiones de Jesús? Se habría sentido descubierto, acorralado. O quizá se habría tranquilizado: sus compañeros no sospechaban nada. Además, si Jesús era tan poderoso, nadie habría podido hacerle daño, ni siquiera el Sanedrín, ni siquiera los romanos.
Terminada la cena, Judas desaparece: era el momento propicio para avisar a los soldados. «Era de noche» (Jn 13,30). Un apunte no solo temporal, sino que describe en tres palabras el abismo en el que poco a poco se hundía el alma de Judas.
La escena se sitúa en el Monte de los Olivos, en la zona llamada Getsemaní (prensa del aceite), probablemente propiedad de la familia de Marcos, como la casa en la que acababan de cenar.

Un signo propio de un amigo
Pero entonces llegan los soldados junto a Judas, que pone en práctica ese signo convencional para indicar a Jesús: «Aquel a quien yo dé un beso, ese es; prendedle» (Mt 26,48). El beso en el rostro era un signo de amistad, a diferencia del beso en las manos, que indicaba el respeto de un discípulo hacia su maestro. Pero, ¿por qué Jesús, sabiendo lo que sucedería, no se había escapado, no reaccionaba? Sólo dijo: «Amigo, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?». Todo era ya inevitable porque Judas era una pieza indispensable para que se cumpliera la salvación del mundo («Cuando estaba yo con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado. He velado por ellos y ninguno se ha perdido, salvo el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura» (Jn 17,12). En el manifiesto de Pascua de 1999 don Giussani describe lo que Jesús entendía por la palabra “amigo”: «Dijo a Judas: “Tenemos el mismo destino, un mismo camino. Tú formas parte de mí y yo parte de ti. Tu felicidad es la mía y mi felicidad es la tuya. Tú eres yo”. Esto quiere decir “amigo”. Al llamarle a Judas: “Amigo”, Cristo se lo dijo a todos los hombres».
Jesús fue llevado ante el Sanedrín y ya al día siguiente se dio a conocer la sentencia de condena a muerte. Quizá el primero de todos en ser informado fue Judas: le era fácil tener noticias al respecto. Entonces la desesperación por lo que había hecho empezó a emerger en su espíritu. Jesús no era tan invulnerable. Le matarían de verdad.

El campo del alfarero
«Entonces Judas, el que le entregó, viendo que Jesús había sido condenado, fue acosado por el remordimiento, y devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes, diciendo: “Pequé entregando sangre inocente”» (Mt 27,3-4), pero los sumos sacerdotes no tenían ninguna intención de cogerlas. Tiró las monedas en el Santuario. Después «se retiró y fue y se ahorcó» (Mt 27,5).
Los miembros del Sanedrín, considerando pecaminoso ese dinero, lo usaron para comprar el campo en el que Judas se había ahorcado. La tradición dice que se trata de una serie de terrenos (conocidos como “del alfarero”) situados en la Gehenna, nada más pasar la muralla de Jerusalén hacia el sur, y considerado desde tiempos antiguos un lugar maldito. Desde entonces se llamó “campo de sangre” y fue utilizado como cementerio para los peregrinos.
El apego al dinero y a la riqueza ya no existía. En cambio, el amor por aquel hombre que le había amado de verdad, y el peso de la culpa, no tuvieron límite. ¿Está el hombre siempre dispuesto a aceptar un amor tan totalizante e incondicional o se rebela contra él? También Pedro, de hecho, le había traicionado. También él, como Judas, se había arrepentido. Pero «si el hombre reconoce la misericordia, se acepta y se confía a Otro, a Otro misericordioso, para ser cambiado» (Luigi Giussani, En busca del rostro humano). A Judas le faltó esto: la confianza en el perdón y en aquella misericordia. En El misterio de la caridad de Juana de Arco, Péguy dice: «Siendo Hijo de Dios, Jesús lo conocía todo./ Y el Salvador sabía que a Judas, a quien ama,/ No lo salvaba dándose todo entero./ Y entonces fue cuando conoció el sufrimiento infinito,/ Entonces fue cuando supo, fue entonces cuando aprendió,/ Fue entonces cuando sintió la agonía infinita./ Y gritó como un loco la espantosa angustia,/ Clamor que hizo tambalearse a María aún de pie./ Y por piedad del Padre tuvo su muerte humana». Pero Cristo, recalca don Giussani, «la misericordia del Infinito, ofreció su vida por cada hombre, también por Judas».
Es significativo que el nombre griego “Judas” deriva del hebreo Judah, que significa “predilecto”.
Por otra parte, ¿qué puede haber más desesperante que no aceptar ser perdonados, y por tanto amados, por la persona más querida?

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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