Jubileo de los trabajadores. El trabajo, expresión integral de la persona, es el aspecto más concreto del amor a Cristo. Extracto de la homilía de Juan Pablo II
«Haz, prósperas, Señor, las obras de nuestras manos» (Salmo responsorial). Estas palabras, que hemos repetido en el Salmo responsorial, expresan bien el sentido de esta jornada jubilar. Del vasto y multiforme mundo del trabajo se eleva hoy, 1 de mayo, una invocación coral: ¡Señor, haz prósperas y consolida las obras de nuestras manos!
Nuestra tarea, en los hogares, en los campos, en las industrias y en las oficinas, podría convertirse en una actividad afanosa, en definitiva, vacía de significado (cf. Qo 1, 3). Pedimos al Señor que sea más bien la realización de su designio, de modo que nuestro trabajo recupere su significado originario.
¿Y cuál es el significado originario del trabajo? Lo hemos escuchado en la primera lectura, tomada del libro del Génesis. Al hombre, cread a su imagen y semejanza, Dios le da este mandato: «Llenad la tierra y sometedla...» (Gn 1,28). San Pablo, en su carta a los cristianos de Tesalónica, se hace eco de estas palabras: «Cuando estábamos entre vosotros, os mandábamos esto: si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma», y los exhorta «a que trabajen con sosiego para comer su propio pan» (2Ts 3, 10. 12)
Por tanto, en el proyecto de Dios el trabajo aparece como un derecho-deber. Necesario para que los bienes de la tierra sean útiles a la vida de los hombres y de la sociedad, contribuye a orientar la actividad humana hacia Dios en el cumplimiento de su mandato de «someter la tierra». A este propósito, resuena en nuestro corazón otra exhortación del Apóstol: «Por tanto, ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1Cor 10,31).
El Año jubilar nos impulsa a dirigir nuestra mirada al misterio de la Encarnación y, al mismo tiempo, nos invita a reflexionar con particular intensidad en la vida oculta de Jesús en Nazaret. Fue allí donde pasó la mayor parte de su existencia terrena. Con su laboriosidad silenciosa en el taller de san José, Jesús dio la más alta demostración de la dignidad del trabajo. El evangelio de hoy narra cómo lo acogieron con admiración los habitantes de Nazaret, sus paisanos, preguntándose unos a otros: «¿Dé dónde saca este esa sabiduría y esos milagros?¿No es el hijo del carpintero?» (Mt 13, 54-55).
El Hijo de Dios no desdeño la calificación de carpintero, y no quiso eximirse de la condición normal de todo hombre. «La elocuencia de la vida de Cristo es inequívoca: pertenece al mundo del trabajo; tiene reconocimiento y respeto por el trabajo humano; se puede decir incluso más: mira con amor el trabajo, sus diversas manifestaciones, viendo en cada una de ellas un aspecto particular de la semejanza del hombre con Dios, Creador y Padre» (Laborem exercens, 26).
Ya desde sus orígenes judíos, el jubileo se refería directamente a la realidad del trabajo, al ser el pueblo de Dios un pueblo de hombres libres, que el Señor había rescatado de su condición de esclavitud (cf. Lv 25).
Así pues, el Año jubilar impulsa a un redescubrimiento del sentido y del valor del trabajo. Invita, asimismo, a afrontar los desequilibrios económicos y sociales existentes en el mundo laboral, restableciendo la justa jerarquía de los valores y, en primer lugar, la dignidad del hombre y de la mujer que trabajan, su libertad, su responsabilidad y su participación. Lleva, además, a remediar las situaciones de injusticia, salvaguardando las culturas propias de cada pueblo y los diversos modelos de desarrollo.
En este momento, no puedo por menos de expresar mi solidaridad a todos los que sufren por falta de empleo, por salario insuficiente, por indigencia de medios materiales. Tengo muy presentes en mi corazón a las poblaciones sometidas a una pobreza que ofende su dignidad, impidiéndoles compartir los bienes de la tierra y obligándolas a alimentarse con lo que cae de la mesa de los ricos (cf. Incarnationis mysterium, 12). Comprometerse a remediar estas situaciones es obra de justicia y paz. (...)
Amadísimos trabajadores, la figura de José de Nazaret, cuya estatura espiritual y moral era tan elevada como humilde y discreta, ilumina nuestro encuentro. En él se realiza la promesa del Salmo: «¡Dichoso el que teme el Señor y sigue sus caminos! Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien. (...) Así será bendito el hombre que tema al Señor» (Sal 127, 1-2). El Custodio del Redentor enseñó a Jesús el oficio de carpintero, pero, sobre todo, le dio el ejemplo valiosísimo de lo que la Escritura llama "el temor de Dios", principio mismo de la sabiduría, que consiste en la religiosa sumisión a él y en el deseo íntimo de buscar y cumplir siempre su voluntad.
Queridos hermanos, esta es la verdadera fuente de bendición para cada hombre, para cada familia y para cada nación.
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