Felipe, el que vio multiplicarse los panes y los peces De cultura y clase alta. Sufrió el martirio. Sus restos se encuentran bajo el altar mayor de la basílica romana de los Santos Apóstoles
Un apóstol muy cercano a Jesús, lleno de curiosidad y de deseo de arriesgar, que dice lo que los demás no se atreven. También Felipe proviene de Betsaida, Galilea, el pueblo de los pescadores que abandonaron sus redes por seguir al Mesías, como Pedro, Andrés y Santiago. Los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas sólo lo mencionan una vez, en el elenco de los apóstoles, citándolo en el quinto lugar, antes de Bartolomé. Encontramos alguna noticia más sobre él en el Evangelio de Juan. Jesús reunió a los primeros apóstoles y «quiso partir para Galilea. Se encuentra con Felipe y le dice: “sígueme”» (Jn 1,43). Felipe acepta la invitación con un “sí” convencido y lleno de entusiasmo. Inmediatamente se encuentra con Natanael, identificado con el apóstol Bartolomé; no pierde tiempo y comparte con él su felicidad: «Ese del que escribió Moisés en la ley, y también los profetas, lo hemos encontrado: Jesús el hijo de José, el de Nazaret». Natanael no se fía. Pero Felipe no trata de convencerlo, no le da más detalles sobre el hijo de José. Le hace sólo una propuesta muy sencilla: «Ven y lo verás». Natanael va y ve, y después de haber visto también su vida cambia inmediatamente (Jn 1,45-51).
Felipe destaca entre sus compañeros por su cultura y clase alta; casi con seguridad sabía hablar griego, ya que griego era su nombre. En el colegio apostólico debió alcanzar cierta autoridad: durante el Domingo de Ramos, algunos griegos le piden, precisamente a él, ver al Maestro. Era un grupo de paganos pasados al monoteísmo de Israel, «temerosos de Dios», que habían venido a celebrar la Pascua a Jerusalén (Jn 12,20-22). Con ocasión de la multiplicación de los panes, Jesús quiere poner a prueba la fe de su discípulo que probablemente tenía la responsabilidad de las provisiones y le pregunta dónde puede encontrar pan suficiente para alimentar a la multitud que se había reunido para escucharle. Felipe le contestó simplemente que «200 denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco» (Jn 6,5-7). De Felipe se vuelve hablar durante los últimos días de la vida terrenal del Mesías. Durante la Última Cena, Jesús explica a los apóstoles que conociéndole a Él se conoce también al Padre; Felipe no comprende estas palabras e insiste: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». El Señor le responde en tono entristecido: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? » (Jn 14,9-10). Después todo fue más claro para él. Ésta es la última vez que el Evangelio de Juan nos habla de Felipe.
Contra el dragón
La tradición cuenta que el apóstol evangelizó parte de Escicia, de Lidia y de Frigia. En Escicia fue apresado por unos paganos que querían sacrificarlo a Marte; entonces entró en el templo un dragón con un aliento tan pestilente que mataba a todos los que tenía a su alrededor. Felipe, con la ayuda de la Cruz, desafió al dragón y convirtió a los adoradores de Marte. Murió, en cambio, en Ierápolis, Frigia, sufriendo el mismo martirio que Pedro, crucificado cabeza abajo. Y, según los estudiosos, fue enterrado en aquel lugar: en la antigua necrópolis hay una inscripción que recuerda una iglesia dedicada al apóstol Felipe y a su obra de evangelización. Sus restos fueron trasladados desde Ierápolis hasta Constantinopla y desde allí a Roma, donde en el siglo VI el Papa Pelagio fundó una iglesia dedicada a San Felipe y Santiago, después llamada por brevedad de los Santos Apóstoles. En la basílica romana se encuentran todavía, bajo el altar mayor, los restos de los dos discípulos de Jesús. En el lugar de la sepultura hace más de un siglo, entre 1869 y 1879, se llevaron a cabo labores de restauración y estudios. En 1873, se encontraron los huesos encerrados en el hueco del antiguo altar. Después de muchos exámenes fueron identificados como los de los santos Felipe y Santiago. Era el 15 de enero: este es el relato emocionado del padre Bonelli: «Por aquel agujero se introdujo una lamparilla y se vio, ¡dichosos los ojos!... pulular muchos huesos humanos blanquecinos y se oyó el grito: he aquí a los santos Apóstoles». Los estudiosos no dudaron: pertenecen a dos individuos distintos, varones, de edad adulta. De esta forma desaparecieron muchas dudas: los que ponían en entredicho la exacta ubicación de los restos, y hasta una hipótesis de robo. Los documentos que relatan el descubrimiento del siglo XIX son una fuente excepcional. De ellos se deduce que los huesos pertenecían a personajes no comunes, una conclusión confirmada por la presencia en el sepulcro de tejidos ricos y de “vasijas” del siglo VI.
El estudio de Hipólito Mazzucco arroja luz sobre el culto de los dos apóstoles en Occidente: «La escasez de reliquias encontradas hace suponer que en el momento de su reposición otras iglesias o lugares, especialmente en Oriente, conservasen partes importantes de los mismos cuerpos venerados. Situando su presencia en Roma en la segunda mitad del siglo sexto, es muy probable que se pueda establecer su procedencia de Oriente, donde los Apóstoles gozaban ya de culto. En cualquier caso, el culto asociado a los dos Apóstoles Felipe y Santiago se inició en el santuario romano y se extendió por toda Europa llegando hasta Oriente»
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