Corre el año de 1640. Un joven campesino, por intercesión de la Virgen del Pilar, recupera la pierna que se le había amputado dos años antes. 1999, el profesor Cugola, especialista en microcirugía de la mano, relee aquellos testimonios
Cuántos caminos existen para llegar a creer en un milagro? Está la vía clásica de la fe, pero también hay otra realmente sorprendente: la microcirugía. Calanda, Aragón, 29 de marzo de 1640: Miguel Pellicer, un joven campesino, “recupera”, por intercesión de la Virgen del Pilar, la pierna que se le había amputado dos años y medio antes tras un grave accidente. Para los españoles lo de Calanda es “el milagro de los milagros” (en castellano en el original, ndt.), el prodigio por excelencia. Verona, Policlínico universitario, verano de 1999: Landino Cugola, médico de la unidad operativa de cirugía de la mano y de las extremidades superiores, lee los testimonios oculares recogidos 359 años antes por la Inquisición. Se queda asombrado: aquellas narraciones tan antiguas son extraordinariamente modernas y describen con ojo clínico lo que entonces era simplemente inimaginable: todos los síntomas que acompañan el periodo postoperatorio tras la implantación de un miembro. La hinchazón del tobillo, las manchas azuladas en la piel, los dedos del pie cerrados como un puño.
Era escéptico este especialista; ahora cree: las palabras de las 24 personas que desfilaron delante del tribunal de la Inquisición de Zaragoza parecen tomadas de un tratado médico actual. Pero en el siglo XVII los ortopedas no soñaban siquiera con una operación de ese tipo; el primer intento exitoso de reimplantar un brazo data de 1962. Cugola lee y relee aquellas cartas y, al fin, se rinde a la evidencia: «Es imposible que todas aquellas personas estuvieran fingiendo; no podían simular algo que entonces era totalmente impensable». Y así el profesor, que tiene sesenta años y cuyo oficio es reimplantar brazos y pies (en Italia no hay más de diez centros que realicen operaciones de ese tipo), se ha convertido, casi involuntariamente, en el mejor testigo del libro que ha escrito Vittorio Messori acerca del asunto: El milagro; subtítulo: “España, 1640: indagaciones acerca del más impresionante prodigio mariano”.
Lectores de excepción
Es mérito de Messori el que aquel acontecimiento, olvidado o desconocido para la mayoría, haya recobrado actualidad. La editorial Rizzoli acaba de sacar la décima edición; son ya cincuenta mil las copias vendidas en menos de dos años; la RAI y la televisión suiza han marchado a tierras aragonesas para rodar una película. Ahora llega este lector de excepción para volver todavía más intrigante la historia y para bendecir el más políticamente incorrecto de los matrimonios: el de la ciencia más avanzada con el milagro más barroco, llegado hasta nosotros desde la España del siglo XVII. «Un día - explica Messori - había ido a presentar el libro en una parroquia de la periferia de Verona. En un momento determinado un señor levantó la mano y se presentó. Era Cugola. Había leído el libro por escrúpulo profesional y se había quedado impresionado». Cuenta el profesor: «Conocía ya el prodigio de Calanda: en casa tengo una colección de fotos y diapositivas que explican todos los milagros presentes en la iconografía tradicional que me podían interesar por alguna razón. Después de leer el texto, le pedí a Messori la documentación del proceso, que tuvo lugar en Zaragoza por orden de la Inquisición, y él me envió las fotocopias: casi setenta páginas en español».
Cugola pasó por la fatiga suplementaria de la traducción y, línea tras línea, se fue dejando conquistar por aquellas narraciones: «Es todo cierto, demasiado verdadero para ser falso». Le parecía que se encontraba, más que en el Aragón del siglo XVII, entre el quirófano y el centro de rehabilitación de su hospital.
La historia
¿Qué sucedió en Calanda? Aparentemente, la historia descrita por el escritor y periodista es tan sorprendente que provoca una sonrisa escéptica. La noche del 29 de marzo de 1640 Miguel Pellicer, un joven campesino, se fue a dormir. Dos años y medio antes le había atropellado un carro y había perdido la pierna izquierda: el cirujano de Zaragoza tuvo que amputársela, cuatro dedos por debajo de la rodilla. Aquella noche unos soldados llegan a Calanda hospedándose en su casa y el muchacho debe conformarse en su lecho de infortunio, especialmente incómodo para él. Serán, sin embargo, sus últimas horas de sufrimiento. Cuando se despierta no puede creer lo que ven sus ojos: en el lugar donde se encontraba el muñón ahora está su pierna, sepultada dos años y medio antes en el cementerio del Hospital de Zaragoza. No hay duda; es exactamente la misma que le habían quitado: se ven las marcas que le dejó la mordedura de un perro cuando era niño.
Parece ciencia-ficción, pero para confirmar el asombroso episodio tenemos los testimonios. Numerosos, numerosísimos: los padres, los amigos, los vecinos de Calanda, los canónigos del Pilar, el cirujano, los soldados alojados aquella noche en casa de Pellicer. ¿Resultaría creíble que se hubieran puesto de acuerdo para hilvanar una estafa de tal calibre? ¿O, tal vez, fueron ellos mismos “estafados” por una hábil puesta en escena? Para Messori, que fue a Calanda y después a Zaragoza, donde ha buceado entre las cartas del archivo del Pilar y ha ordenado los diferentes testimonios, es imposible. El periodista se queda ahí.
Detalles convincentes
Cugola va más allá. Se detiene en las horas inmediatamente posteriores al despertar: «Pellicer había recuperado el miembro, pero necesitaba un tiempo para volver a caminar correctamente. Los testimonios dicen que la pierna estaba mortecina, exactamente igual que sucede hoy al hacer un reimplante. Además, la sangre se estancaba y el tobillo estaba hinchado». Éstos son algunos de los detalles observados por los calandinos. Pero no sólo ésos: la masa de curiosos percibe otros síntomas que parecen tomados de las revistas científicas de los últimos treinta años: la pierna es más corta y el joven cojea, aparecen sobre la piel unas manchas de color oscuro, marbrures, los dedos del pie son poco sensibles, la pantorrilla es más fina. Detalles todos que refuerzan el convencimiento de Cugola: «Durante la intervención que se llevó a cabo en Zaragoza se perdieron cuatro dedos de longitud a causa del destrozo del hueso causado por la fractura. Así, al menos al comienzo, Miguel se encontró con su pierna, pero más corta. Esto sucede también hoy en día en el 95% de los casos. Y también nosotros, en la fase de rehabilitación, provocamos el alargamiento del hueso con un instrumento llamado “fijador externo”». ¿Y los demás detalles? «No me sorprenden. La pantorrilla adelgazó porque el músculo se había atrofiado. Con la vuelta de la sangre recuperó su tamaño natural. Las manchas, por su parte, son fácilmente explicables porque en las primeras horas tras el reimplante la sangre vuelve a circular gradualmente, pero no de modo uniforme. A algunas zonas llega antes y a otras después. Y es de libro que las terminaciones nerviosas necesitan un tiempo para reactivarse».
Hay más. A los calandinos no se les escapa ni siquiera la posición innatural, como un puño, que tenían los dedos del pie: “corbados hacia abajo”. «Es un clásico», responde tranquilamente Cugola, «los dedos estaban curvados porque tras el reimplante los tendones flexores prevalecen sobre los extensores. Es un hecho normalísimo». En definitiva, todo halla, si no una explicación exhaustiva, al menos una justificación en línea con la lógica y el conocimiento. Queda el problema de fondo. ¿Cómo era posible recrear una pierna perdida dos años y medio antes? «A mi entender - explica el cirujano - la pierna no se destruyó como se podría suponer. Se debió producir un proceso de momificación, lo cual es frecuente también hoy día. Para entendernos, tras la caída y la lesión, no se produjo un bloqueo repentino de la circulación, los tejidos no padecieron una necrosis húmeda o una gangrena, sino que la pierna se momificó lentamente. Esto explica, entre otras cosas, el que Pellicer no hubiera muerto de septicemia en aquellos días. La pierna adquiere un color ámbar, parecido al de las reliquias que veneramos en nuestras iglesias».
Más allá de la razón
Cugola sonríe y se anticipa a la objeción, que se da por supuesta: «Con esto no quiero disminuir el milagro; nosotros hoy día reimplantamos una pierna sólo si nos la traen en un tiempo brevísimo desde su separación, entre 8 y 10 horas como máximo. Una intervención sobre un trozo de un miembro olvidado dos años y medios atrás va mucho más allá de nuestras capacidades. Pero en cierto sentido - y ésta es la conclusión de Cugola - no las contradice. Nuestra racionalidad, al menos la mía, no resulta mortificada por el cirujano divino. El milagro va más allá de mi razón, pero no la ridiculiza. Todas las piezas del mosaico que he reconstruido pacientemente están en su lugar y mis colegas que se burlan socarronamente deberían estudiar con mayor atención los hechos antes de emitir juicios apresurados». Un milagro más allá, pero no contra la ciencia. Messori, que se encuentra desde siempre en primera línea en la batalla contra el Jesús empalagoso y pasmado que nos presentan algunos, está satisfecho: «La liturgia aprobada por Roma para la fiesta del 29 de marzo dice así: “Non fecit taliter omni natione”, Dios no ha hecho nunca nada similar por ninguna otra nación, ni antes ni después». El milagro de los milagros. «Un hecho de carne y hueso para recordarnos que el cristianismo no es una ideología, sino un acontecimiento. Tener presente esto hoy puede ser muy útil: el gran enemigo del cristianismo no es el materialismo, sino el espiritualismo».
El diálogo Messori-Cugola ya se ha insertado en la edición española de El Milagro. La editorial Rizzoli lo añadirá como apéndice al texto italiano en los próximos meses, cuando Il miracolo se vuelva a editar en la colección de bolsillo de la Bur.
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