Hace un año que se trasladó a Chile con su familia. Las vacaciones de los adultos de CL y el descubrimiento de una experiencia sencilla y original
Para quien no lo sepa, Chile es un país largo y estrecho - como dice bromeando un amigo mío, «las personas caminan de lado» -, con un paisaje muy variado: se pasa de las zonas desérticas del norte a los millares de hectáreas de bosque y los lagos de las regiones del sur, hasta llegar a los hielos perpetuos de la Tierra del Fuego.
Chile es el país de los contrastes; diversidad que no afecta sólo al paisaje, sino que se da también en el aspecto social: hay una clase alta, una media - muy exigua - y una baja. No se trata tanto, o no sólo, de diferencias económicas, que ciertamente existen, como de la pertenencia a un determinado grupo social, a cierta familia, que determina después todo el curso de la vida de una persona. Un individuo de la clase alta, por ejemplo, vivirá en determinados barrios, frecuentará ciertas escuelas y ciertas iglesias, será socio de determinados clubes, tendrá ciertos amigos y no otros. Pero también hay que decir que todos tienen un rasgo común: el carácter abierto, alegre y acogedor, junto al orgullo de ser chilenos.
La división de clases - que en Santiago se refleja incluso en la conformación de la ciudad - fue lo primero que me sorprendió cuando llegué hace un año a Chile. Y también me llamó la atención ver que en el movimiento las diferencias sociales se podían superar por el amor a Algo distinto, que es común a todos los hombres y les hace más verdaderos. Por experiencia, el movimiento es el único lugar donde he visto juntas a personas de diversa extracción social compartiendo su vida. Esta actitud tan diferente hacia la vida me resultó llamativa durante las vacaciones estivales de los adultos de CL, que tuvieron lugar el pasado enero.
Miles de kilómetros
Debo confesar que no tenía muchas ganas de ir. Mi marido no venía por cuestiones de trabajo y yo me sentía un poco perdida al tener que pasar cinco días con personas que apenas conocía. A pesar de que hacía casi un año de mi llegada, no había participado muy activamente en la vida de la comunidad: en parte por las frecuentes (y largas) escapadas a Italia, en parte por los compromisos familiares de mi marido (que tiene algo así como 40 primos deseosos de conocer a la italiana, que soy yo), un poco a causa de los niños y un poco porque, quizá inconscientemente, pensaba que me bastaba a mí misma apoyada en mi Fraternidad y en mis amigos de Italia. Al final pudo más la insistencia de mi marido y fui. Y no me he arrepentido; es más, mi hijo Alessandro y yo hemos vuelto contentísimos.
Las vacaciones fueron ciertamente buenas. Y no sólo porque se desarrollaron en un escenario maravilloso - un complejo de cabañas a la orilla de un lago, con cascadas y bosques alrededor y detrás un volcán cuyas cimas se coloreaban de rosa al atardecer -; sino también porque se abría ante mis ojos un mundo hecho de personas de carne y hueso, cada una con su historia, cada una deseosa de profundizar más en lo que ha cambiado su vida.
Esta “revelación” comenzó durante el viaje que hice en compañía de dos chicos de La Serena (una ciudad casi quinientos kilómetros al norte de Santiago): Eduardo (apodado “Huaso”, es decir “el que viene del campo”) y Luz María. A lo largo del trayecto, de más de mil kilómetros no siempre confortables - había obras por todas partes y a veces debíamos parar para que cruzaran la calzada las vacas -, nos contamos la vida y nació una hermosa amistad, por la que aún sigo agradecida.
Huaso era un discotequero empedernido y junto a su amigo Gianni no pensaban en nada más que ligar, sin dar un palo al agua. Después conocieron a Bolívar y el movimiento y sus vidas cambiaron, sin renunciar a su sana inclinación a gozar de la vida, cosa que yo, que soy de cerca de Rímini, aprecio mucho. Huaso ahora está casado y es padre de una preciosa niña, y el responsable de la comunidad de La Serena; sin embargo, no hace nada sin sus amigos Gianni y Juan Carlos, y todos lo notan.
Segunda velada
Las sorpresas continuaron en los distintos gestos de las vacaciones. Se tratara del rezo de Laudes, los paseos, los juegos, las veladas vespertinas, o simplemente de bailes típicos y canciones improvisadas, se transparentaba una humanidad muy vivaz. En esos momentos, para mí inolvidables, descubrí a Rosaria, una chica de Cerdeña de los Memores Domini, que enseña en una escuela infantil; Mariano, también de Cerdeña y de los Memores Domini, que tras los encuentros de la tarde organizaba la “segunda velada”, cantando blues con Gianni y otros chicos; Verónica, que tras haber tenido un hijo de un hombre con el que no estaba casada, continuó buscando hasta que encontró el movimiento; Juan Emilio, que bajo sus modales “marciales” esconde un gran corazón; Andrea, que con su bellísima voz nos acompañó en los ratos juntos. Y, después, naturalmente, el padre Antonio que, a pesar de tantos años en Chile, no ha perdido su fuerte acento siciliano. De él me había llamado la atención el afecto discreto y totalmente gratuito que siempre demostraba. Este hombre de apariencia sencilla tiene una gran capacidad de comprensión, amor y atención por cada persona.
En fin, he descubierto en mí misma una apertura y una capacidad de ponerme en juego de las que no me creía capaz y que me parecen un milagro. Un milagro posible gracias a la compañía donde el Señor me llama hoy y que, como dijo el padre de Alessandra, es de verdad padre y madre de quien participa en ella.
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