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Huellas N.3, Marzo 2000

UCRANIA

Salir de las catacumbas

Stefano Zurlo

Había alrededor de seis millones de católicos de rito bizantino. Stalin les convirtió en proscritos. Iglesias clausuradas, sacerdotes arrestados.
Tras el hundimiento del imperio soviético, florecen las vocaciones de manera llamativa. He aquí algunos testimonios



Aquella franja de tierra a caballo entre Oriente y Occidente, la Ucrania occidental, fue engullida por Stalin al final de la Segunda Guerra Mundial y durante casi cincuenta años ha seguido el mismo destino del imperio soviético. Con una tragedia dentro de la más grande tragedia de un pueblo. Aquí, millones de personas, alrededor de seis, eran católicos. Greco católicos, pertenecientes a esa comunidad fronteriza que es la Iglesia Oriental de rito bizantino. Stalin les convirtió en proscritos. Literalmente. Se clausuraron casi cuatro mil iglesias. Se arrestó a cientos de sacerdotes. Los obispos fueron desterrados a Siberia. Además, el "teólogo Stalin" se inventó una farsa de concilio en Ternópolis, en 1946, al término del cual los greco católicos se disolvieron y confluyeron en la ortodoxia.
Parecía que todo había acabado. Y, en cambio, fue la Unión Soviética la que acabó siendo archivada. Los unidos, que han salido de las catacumbas hace justo diez años, conocen un florecimiento impresionante: más de seiscientos seminaristas. Quinientos y pico estudiantes, en su mayoría laicos, en la academia teológica de Ternópolis. Ciento cincuenta novicios y aspirantes que sólo piden entrar en los monasterios basilianos (Los más extendidos en Oriente a raíz de la regulación de la vida monástica que llevó a cabo en ese territorio san Basilio Magno en el S. IV, ndt.). Cientos de candidatos no son aceptados por falta de lugares disponibles: la Iglesia que oficialmente ya no existía y no tenía ni tan siquiera un sacerdote ahora corre el riesgo de tener demasiados. Las cifras documentan una expansión sin comparación posible en todo el mundo que ningún sociólogo logra explicar.

Alejandro y Justino
Alejandro, por ejemplo, viene de Chervonograd, donde el régimen había cerrado todos los lugares de culto, incluidos los ortodoxos. Su padre, como tantos de aquel lugar, es minero y tiene que conformarse con un sueldo ínfimo: 200 grivnas, 40 dólares al mes. En esta situación tan difícil, entre el ateísmo de ayer y la ruina de hoy, Alejandro ha encontrado misteriosamente el camino de Dios. ¿Cómo? "Estaba la Iglesia clandestina", es su respuesta. ¿Y Justino? Viene de una aldea en los confines de Volinia; fue soldado por un tiempo en el Ejército Rojo, antes de la desintegración del imperio, era responsable cultural de su pueblo. ¿Dónde oyó hablar de Cristo? "Escuchaba, como muchos amigos míos, la Radio Vaticana en lengua ucraniana". Ahora, con treinta y cuatro años, es cura y repite continuamente: "Si pudiese volver atrás, volvería a realizar inmediatamente la elección que he hecho".
Por estos lugares parece que cincuenta años de persecución e ideología han pasado como un torrente. Muchos religiosos han esperado pacientemente tiempos mejores, mimetizándose y sacrificándose en las "catacumbas", sin perder jamás el hilo de la memoria. Cuenta la hermana Nicoletta, ahora en torno a los setenta años: "Cuando decidí meterme a monja, a principios de los años cincuenta, padecíamos la persecución; todas nuestras iglesias estaban cerradas". ¿Qué hacer? En Ternópolis, capital histórica de la Ucrania occidental y ciudad multiétnica, solo quedó abierta una iglesia católica, pero de rito latino. Tal vez servía al régimen para poder lucir su presunto pluralismo. Como San Luis de los franceses en Moscú o Nuestra Señora de Lourdes en Leningrado. Nicoletta fue a confesarse con el único sacerdote que había y, de pronto, oyó que el sacerdote le hacía esta pregunta: "¿Has pensado alguna vez en la vocación?". Después le indicó el camino: "Vete al hospital y di que te manda Rafael". Nicoletta fue allí. La superiora no anduvo con rodeos: "Debes olvidar el monasterio; tienes que trabajar en el hospital, que es nuestro monasterio". Nicoletta obedeció. Como tantas otras mujeres que se consagraron clandestinamente en los decenios siguientes.
Todas trabajaron como enfermeras o señoras de la limpieza en los hospitales de Ternópolis. Consolaron a los enfermos, les llevaron secretamente la Eucaristía y el Evangelio. Y les acompañaron en el nombre de Cristo. Sin jamás poder pronunciarlo en voz alta, porque estaba prohibido. Muchas murieron sin haberse puesto el hábito. Lo hicieron sólo una vez en la vida, durante unos pocos minutos, en el momento de hacer los votos.

Nuevos mártires
El balance final de aquel largo periodo de oscuridad no ha sido redactado todavía, pero las cifras son impresionantes: "Los mártires, en sentido estricto - explica Eugenio Gryniv - son quince mil. Piensa que el jefe del KGB de Ternópolis fue destituido porque conseguía infiltrar un informador por cada quince greco católicos, en lugar de uno por cada cinco, como era su deber". Una estela de sangre, sufrimiento y traiciones. "Es la sangre de los mártires - dice el padre Michail Dymyd - la única explicación posible del extraordinario florecimiento de estos años. La Iglesia de aquí está formada por personas absolutamente normales. De hecho, muchos llevaban todavía a las espaldas las señales del pasado soviético, de la época en que uno tenía una doble vida y se asumían personalidades distintas según la situación en que se vivía". Dymyd, casado, como la mayoría de los sacerdotes greco ortodoxos, y padre de tres hijos, tiene las ideas claras sobre el futuro: "De alguna forma, dentro del hombre soviético, está escondido el sentido religioso. Tenemos que sacarlo, dando al pueblo las razones de la fe". Por esto Dymyd ha fundado la Academia Teológica, y ha comprado un inmenso edificio abandonado por los soldados del Ejército rojo. Allí surgirá, en el 2005, la futura Universidad Católica.
Los amigos de Dymyd han fundado Svichado - el reflejo de la luz de la vela en un espejo -, una editorial que va en busca de las raíces religiosas de Ucrania y quiere favorecer el difícil diálogo con los ortodoxos y, por otro lado, el problemático diálogo con una sociedad secularizada y en parte "rusificada". Se ha publicado en estos años a Juan Pablo II, Vittorio Messori, al padre Men' y además - a 6.40 hirvnas, poco más de un dólar - Don Camilo de Guareschi. Todavía falta don Giussani: "No lo conocemos, pero esperamos colmar pronto la laguna - añade Dymyd - tenemos una necesidad tremenda de recuperar el tiempo que hemos perdido. Aquí hasta tener un catecismo constituía actividad antisoviética".

Hacia Europa
Hoy, por fortuna, la situación ha cambiado; Ucrania es independiente y marcha, aunque sea lentamente, hacia Europa. Pero el tiempo del Via Crucis no ha terminado todavía. Tras la época de las persecuciones ha empezado la de la pobreza y, en ciertos casos, la del hambre. Es el desequilibrio económico. Hasta el agua y la luz son bienes preciosos: de noche muchas farolas - y, por turno, también la luz de las casas - se apagan.
Se vive con poco, se renuncia a mucho. Antes era simplemente imposible encontrar un libro; ahora puede ser un lujo excesivo. En la catedral de San Jorge, el padre Vasyl Murka observa desconsolado la mesa sobre la que se exponen los textos religiosos. Las vidas de santos tienen, al menos para ellos, un precio prohibitivo: 11 hirvnas, poco más de dos dólares. "Tengo que renunciar a comprarlos". Vasyl recaba de la ofrenda de los fieles alrededor de 100 hirvnas al mes, 20 dólares, y con eso tiene que subsistir, manteniendo a su mujer y cinco hijos. "Sólo puedo comprar la comida y algo de ropa. Mis niños sólo comen carne en Pascua y en Navidad".
El padre Vasyl tiene 43 años y un rostro ya avejentado, pero no se queja: "Tenemos que aprender de Cristo y de los mártires de nuestra Iglesia, que han sufrido mucho".
Así se vive en Ternópolis, en nuestra Europa.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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