Mientras se consumaba el drama de la chica de Lecho, un texto teatral lo representaba. Sin moralejas, sino simplemente con los ojos de un hombre de la calle que, como explica el autor, DAVIDE RONDONI, reconoce un hecho: «“Yo soy mío”. Es el principio más abstracto que existe»
«El buen sentido –decía Alessandro Manzoni– existía; pero estaba escondido por miedo al sentido común». Davide Rondoni ha escrito un texto de teatro duro, como los de Giovanni Testori, que rasga esta ruda corteza. Es un drama que a veces adquiere los tonos de Eliot en Los Cuatro Cuartetos, recitado con una escenografía reducida a lo esencial como fondo.
Quizás en medio de los ríos de tinta que se han vertido en este tiempo sobre Eluana Englaro, esta obra de poesía, Pasar la mano delicadamente, es la disertación más lúcida sobre las razones esenciales de la vida, el análisis más completo de los hechos. Leída el 22 de diciembre en el Auditorio de Roma, y emitida por televisión al día siguiente en el canal Sat 2000, el 9 de febrero se representó en el auditorio Giorgio Gaber de Milán, ubicado en la sede del Gobierno Regional de Lombardía, unos días antes del fatal desenlace en la Clínica La Quiete de Udine.
El de Eluana no era un tema fácil de afrontar. Rondoni lo hace con mucha delicadeza, sin buscar moralejas, sin disfrazar una situación humana muy frágil, y sin embargo presentando ante nuestra conciencia la fuerza de esa presencia débil y por ello embarazosa. «La idea no fue mía», dice. «Fue Domenico Delle Foglie, presidente de Ciencia y Vida, quien me preguntó si me atrevía a escribir sobre Eluana. Me telefoneó cuando estaba en México, en un encuentro de poesía. Le contesté: “Lo intentaré”. Mi abuelo solía decir que es mejor fracasar intentando hacer cosas grandes que contentarse con las intrascendentes y fáciles. De Testori, como de Mario Luzi, he aprendido que la poesía y el arte son verdaderamente tales cuando tocan el borde del fracaso, de la impotencia, casi a punto de transformase en otra cosa: grito, súplica o quizás invectiva».
La escribió deprisa, en pocos días: «Entre un avión y otro tomaba apuntes en hojas sueltas» tratando de aferrar «ese drama que obscenamente nos han puesto ante los ojos, exhibiendo una extraña voluptuosidad ante la muerte».
El presupuesto indiscutido del caso de Eluana ha sido que una vida como la suya no es nada. La fuerza de esta obra es que contesta esta afirmación.
Este es el drama que estamos viviendo, del que el caso de Eluana es como una turbulencia, una tempestad que se desata. Adriano Sofri me ha atacado en Il Foglio diciendo que le dan “miedo” los que son como yo. El concepto de fondo que cierta clase intelectual está difundiendo, gracias a un potentísimo despliegue de medios, prensa y televisión, que contamina la mentalidad de la gente de la calle, es exactamente la erosión del dato de la experiencia. Hay una mezcla desconcertante, una coalición que va de Roberto Saviano a Corrado Augias y a Franca Rame. Hay una serie de médicos, políticos y juristas, quienes, para afirmar un principio que consideran justo, la autodeterminación absoluta del individuo –que es el verdadero problema cultural al que nos enfrentamos–, se han saltado a la torera un hecho: que esta mujer estaba viva. Lo decía la ciencia, lo decían los mismos médicos, lo decía el sentido común. Pero esto se ha acallado para afirmar principios, intenciones y buenos sentimientos, mil falsos iconos del bien. Su mismo padre, obcecado, ha decidido combatir por todos los medios para arrancar la sonda que alimentaba a su hija. Para afirmar una serie de cosas “justas” hay que dar de lado la realidad: que una joven como ella estaba viva, que de ninguna manera estaba en fase terminal, que no estaba sometida a un ensañamiento terapéutico y que no sabemos en el fondo qué es lo que sentía.
Viva en la mínima expresión.
Sí, viva como puede estarlo alguien en esas condiciones, viva herida, pero viva. La reducción a la nada de algo real es extraordinariamente grave. Ya lo habían anticipado Pasolini y, a su manera, el mismo Péguy, cuando decían que el drama de nuestra época es la abstracción, la separación de la realidad. Durante meses hemos hablado de algo que no nos dejaban ver, e Italia se ha dividido a propósito de una mujer reducida a unas viejas fotografías: primero la han reducido a una abstracción, y luego la han matado.
En cambio Eluana estaba extrañamente viva, presente en el pensamiento de mucha gente; casi sin vivir, nos ha invadido como no lo habría podido hacer si hubiera vivido plenamente su juventud.
Este es el extraño destino al que ha sido llamada, y del cual no sabemos ni siquiera si pudo ser lejanamente consciente; de algún modo se le asignó una misteriosa tarea.
En el centro de la escena, el que aparece recitando no es el juez, ni el médico, ni un periodista, sino simplemente el hombre de la limpieza.
En cualquier texto dramático hace falta que la voz sea de alguien, que no sea una voz teórica sino la de un personaje, de una persona. Por respeto, no he querido hacer hablar ni a Eluana ni a Beppino Englaro ni a otros. He preferido inventar un personaje verosímil. El hombre de la limpieza es uno como nosotros, que se ha encontrado en esa habitación sin tener ni voz ni voto. Todos nos hemos encontrado como él, pasando por aquel pasillo, tratando de mirar a través de la puerta, y sin ningún poder; el poder lo tienen otros.
Finalmente se advierte que a esta chica muchos la querían; ser amado, cuidado, es lo que todos deseamos.
La gran abstracción que están realizando nuestros jefes, nuestros intelectuales, es definir, entender la vida como si el amor no tuviera nada que ver con ella. Como si se pudiera comprender la vida prescindiendo del amor –entendido como piedad, como caridad, como apoyo, como tener a alguien en brazos– cuando lo que todos buscamos es el amor. Pero luego, cuando tenemos que decidir qué es y qué no es la vida, prescindimos de él, optamos por una especie de extraña esquizofrenia, una violencia sobre nosotros mismos, un suicidio del corazón.
¿Por qué?
Creo que es una especie de miedo, porque el amor es desmesurado. En cambio, así, se puede morir porque lo dice el Tribunal Supremo. Ni siquiera Orwell hubiera podido imaginar algo así: un tribunal administrativo que da el sí al final de un hombre. Puesto que el Tribunal Supremo lo dice nos quedamos más tranquilos, canalizamos el miedo, encauzamos la tristeza, la piedad... Que la vida le sea confiada a un tribunal me parece señal de que hemos tocado fondo.
Esta, dice el texto, es una historia que requiere «equilibrio, y también un sentido de inmensidad».
Equilibrio significa tener respeto por los datos, significa no llamar “encarnizamiento terapéutico” a lo que no lo es, y en otros casos significa no insistir en un encarnizamiento inútil. Es preciso –digámoslo así– tener buen sentido. Pero esto no sería nada si no alentara sobre la vida, incluso en estas condiciones extremas, el soplo de lo inconmensurable. No se puede evitar. Ante la vida de Eluana, nunca habrá alguien que haya vencido y alguien que haya perdido, unos que hayan tenido razón y otros que se hayan equivocado. A todos nos desconcierta el hecho de que la vida no sea lo que nosotros queremos que sea. Sin embargo, de manera casi vergonzosa, la cultura dominante intenta paliar este desconcierto con la idea de la autodeterminación. “Yo soy mío”. Es el principio más abstracto que existe.
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