Treinta años de dolor y sufrimientos, la rabia hacia Dios y, luego, un encuentro. En la vida de esta mujer de Quito, en Ecuador, ha entrado “una gran gracia” que hoy le hace decir: «El amor de Cristo ha estado grande conmigo porque ha impedido que me perdiera, y no me ha abandonado nunca»
Amparo Espinosa, tiene 37 años y vive en Quito, en Ecuador. El pasado 2 de diciembre, en el marco de la Campaña Manos a la Obra de la ong CESAL, dio su testimonio en La Coruña. Su relato comienza con su infancia viviendo con su abuela, hasta los trece años, que es la que la educó en la fe. Ante la necesidad de una vivienda, su madre y su abuela, conjuntamente con otras veintidós familias, invaden unas tierras abandonadas que, con el tiempo, se convierten en cooperativas de viviendas. Al principio viven en estas tierras en carpas y casas hechas con palos, pasando grandes necesidades, sin agua ni luz, aunque contentos porque al fin iban a poder tener una casa digna. Poco a poco Pisulí –así se llama este barrio de Quito– fue creciendo y otras familias procedentes del interior del país fueron incorporándose al asentamiento. Ahora cuenta con dos mil ochocientas familias y un total de quince mil habitantes.
Tantos dolores. Cuando tenía dieciséis años su madre las abandonó para marcharse a otra ciudad del país dejándola a ella y a sus hermanas pequeñas, de trece y cuatro años, solas. Amparito tuvo que aprender a ser madre de sus hermanas y la mediana y ella se pusieron a trabajar para poder salir adelante las tres. Su madre regresó a recoger a sus hermanas cuando Amparito tenía dieciocho años y volvió a vivir con su abuela que fue su sostén, su fuente de cariño y el amor desinteresado hacia su persona.
A los diecinueve años se enamoró profundamente de un hombre con el que creyó alcanzar el cielo. Pero qué equivocada estaba. A los veinte años se quedó embarazada y dio a luz a su primera hija, Estefanía. Sin embargo él se fue de casa y la dejó sola. Aunque sufría mucho, Amparito tenía el consuelo de la mirada de su hija. A los pocos meses él regresó y Amparito le perdonó continuando su relación. Cuando su hija cumplió un año y cuatro meses, una noche a las cinco de la madrugada Amparo se despertó para darle el biberón y descubrió que ésta había fallecido de muerte súbita. Ella gritaba, lloraba y su abuela, que vivía cerca, al oír los llantos, corrió hacia su casa y trató de consolarla. Quedó sumida en un profundo shock durante el tiempo del velatorio. No pudo permanecer en la casa donde había fallecido su hija, y se fueron a vivir a una habitación lejos de allí. Ella no quería salir de su cuarto, deseaba sólo morirse. Le preguntaba a Dios el porqué. Por qué le había quitado a su única hija. Su pareja le insistía que se levantara de la cama, que comiera, que saliera de la habitación, pero ella sólo deseaba morirse.
Volver a perdonar. Después de cuatro meses de duelo se enteró que estaba embarazada de nuevo. Con el nacimiento de su hija Amanda, le volvieron las ganas de vivir, la alegría y la felicidad. Pero su pareja volvió a abandonarla y esta vez se fue con otra y se casó.
Durante algunos años Amparo trabajó en casas realizando tareas domésticas para no tener que dejar a su hija en ninguna guardería. Sin embargo, cuando Amanda tenía dos años y medio, regresó el padre de sus hijas a casa. Ella volvió a perdonarle y a aceptarle en su hogar. Se volvió a quedar embarazada. Su pareja la abandonó de nuevo, quedando sola con su hija de cinco años y un embarazo de alto riesgo por el que tenía que estar en total reposo. ¿Cómo hacer para llevar a la niña a la escuela? Había conocido en la parroquia a las hermanas del Sagrado Costado, una congregación italiana, y les pidió ayuda. Ellas se ocuparon de la educación de su hija y Amparito se ocupó de la vida que llevaba dentro. Una semana antes de que su hijo Anthony naciera, su abuela, a la que tanto quería y que le llevó a la fe y la cuidó tanto, falleció de un infarto. Ahora estaba sola. Nació su hijo varón al que tanto tiempo llevaba esperando, Anthony. Ya no le dolía tanto que su pareja no estuviera, porque los hijos que tenía le dieron otra vez las ganas de vivir. Trabajaba, llevaba al niño a la guardería y a su hija a la escuela y era feliz.
Un hijo muy especial. Anthony era un niño muy especial, muy despierto y maduro para su edad, deseoso de aprender, que escuchaba con gran atención las palabras del sacerdote en la celebración de la Eucaristía. Es el amor de una madre sin duda.
Pero la vida de nuevo le puso otra prueba. El niño padeció una enfermedad cardiaca de carácter congénito a los cuatro años. Llegó el calvario de médicos y hospital. Todos le decían que su hijo iba a morir. Ella no quería aceptarlo de ningún modo y lucharon durante nueve meses. El niño sostenía anímicamente a la madre para que no se derrumbara, con una madurez impropia de su edad. «Mami, te amo», repetía, mientras la abrazaba. Le gustaba que le leyera la Biblia.
Mientras tanto asistían a una iglesia evangélica, y ella ayunaba, rezaba, gritaba, pedía como nunca había pedido que salvara a su hijo. No entendía que la vida de su hijo estaba en las manos de Dios. Un día antes de fallecer, el niño le pidió que le leyera uno de los Salmos y, cuando la madre acabó de leerlo, él le dijo muchas cosas: que la amaba, que Jesús le había curado, que los médicos no entendía que él estaba a salvo, que no se pusiera triste, que no regañara a su hermana cuando sacara malas notas, que dejara de pelearse con el padre, que lo perdonara y entendiera. ¿Cómo era posible que un niño dijera esas cosas?, reflexionaba Amparito. Anthony le recordaba siempre que Jesús estaba a su lado, con esa sencillez que tienen los niños.
De tú a tú. Entre lágrimas recuerda cómo se murió su hijo. Recuerda cómo gritó, lloró, estaba furiosa con Dios, no quería saber nada más de Él. «¿Cómo Dios podía pedirle tanto sufrimiento?, ¿cómo le podía causar tanto dolor si era tan bueno?», se preguntaba. Nadie podía sentir lo que ella sufría. Cuando llegó a su casa se encerró en su cuarto y le pedía a Dios que la llevara consigo. Pero aún con todo entendía que la vida no era suya. Las hermanas del Sagrado Costado, y especialmente una, sor Ana, se convirtieron en “las madres” que le hacían falta, llamándole por teléfono, insistiéndole en que saliera de la casa y no dejándola sola. La llamaban constantemente, incluso con pretextos para que estuviera ocupada, para que comiera, cuidando a su hija. Un día sor Ana la llamó por teléfono para que fuera a la escuela a ayudarlas en el Jardín de Infancia. Eso implicaba encontrarse con el lugar donde estuvo su hijo y que ahora estaba vacío. Un día al regresar a casa no pudo más: el resentimiento que tenía en su corazón era tan grande que se estaba ahogando. Le dijo a su hija que se fuera a casa de sus hermanos y al marcharse la niña, lloró como nunca lo había hecho.
Habló con Jesús de tú a Tú y le preguntó qué quería de ella, hasta cuándo iba a seguir sufriendo. Le pidió que la pusiera en un sitio donde pudiera ser útil, en un lugar donde pudiera aprender a conocerle, en que pudiera nuevamente aprender a aceptar. A la mañana siguiente recibió una llamada de las hermanas del Sagrado Costado para decirle que fuera al Centro de Formación a ver a una chica que la estaba esperando. Era una laica consagrada, Stefania, con la sonrisa más bonita que jamás había visto y la mirada más limpia que se pueda tener. Le planteó trabajar con AVSI, una ong italiana que trabaja con las hermanas, y ella aceptó. Habían pasado once meses desde el fallecimiento de su hijo.
Estudio y trabajo. Empezó el trabajo realizando encuestas a las gentes de Pisulí. Eran personas que ella conocía, pero nunca se había enterado de sus necesidades y dificultades aunque estuvieran a su alrededor. Poco a poco se fue dando cuenta que no era la única persona que había sufrido en el mundo ni la única que estaba necesitando un amigo.
Como resultado de esas visitas, 280 niños entraron en los proyectos de AVSI. Fue necesario hacer un curso para preparar a las personas encargadas de atender a las madres de los niños. A Amparito le ofrecieron el puesto de secretaria de coordinación del grupo, algo que le chocó porque su nivel de estudios era primario e inacabado y desconocía cómo se usaba siquiera un ordenador. Pero tenía su experiencia dramática vital y el conocimiento de la realidad del barrio. Aceptó y fue escogida como orientadora para las demás familias. Puesto que se sentía poco preparada, comenzó a estudiar. Terminó el colegio y un ciclo formativo profesional como auxiliar de parvulario y en la actualidad espera cursar una carrera universitaria, si Dios lo quiere, para ser especialista de parvulario. Sabe que cuanto más se prepare más puede ayudar a la gente de su alrededor.
Los talleres. Su tarea es en la actualidad ocuparse de los talleres PELCA, que significa Preescolar En La Casa. En estos talleres los padres ganan protagonismo en la educación de sus hijos, porque son ellos los que han de concienciarse de la tarea de educar a sus hijos para que se conviertan en adultos de bien.
AVSI y CESAL colaboran con una asociación local llamada “Sembrar” y están llevando adelante también un proyecto con los jóvenes. Pisulí ha ido creciendo y los niños se han hecho adolescentes y hay que guiarlos, porque se encuentran día a día con problemas de alcohol, drogas y marginación. De estos adolescentes hay tres que fueron apoyados por dos laicas consagradas, Rosa y Stefania para que hicieran y acabaran un curso de informática. Ni sus propios padres daban nada por ellos pero lo lograron. Hoy siguen estudiando en colegios de horario nocturno porque son ya mayores.
Amparito se encuentra intranquila por la hija que le queda, Amanda, de quince años, ya que en Pisulí, el barrio donde viven, hay mucha violencia, y graves problemas de drogadicción y alcoholismo entre la gente joven.
Muchos chicos han salido adelante gracias a que alguien los ha mirado con estima, que les han ayudado a sacar lo mejor que llevaban dentro, desterrando la idea de que no servían para nada.
Amparito insiste en algo que debería ser evidente: que todos los seres humanos necesitamos y caminamos hacia la felicidad. «El amor de Cristo ha estado grande conmigo porque ha impedido que me perdiera y no me ha abandonado nunca». Jesucristo la miró a través de los ojos de sor Ana, de Stefania y de las familias que viven en el barrio, y le ha devuelto una esperanza que sostiene la vida.
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