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Huellas N.2, Febrero 2009

PRIMER PLANO

Salvados por la esperanza

Paolo Perego

La historia de Pino que vivía «como una larva» y ahora está casado, y al que le «gustaría tener hijos». La de Nelson, apuñalado por su padre, que habla hoy de perdón. O también las de Donatella y Matteo. Viaje a un pueblo de Italia en donde, gracias a una amistad cristiana, decenas de vidas heridas por la droga están renaciendo, porque han alcanzado «la certeza de una realidad presente que te hace estar seguro del futuro»

Marco está de rodillas terminando de poner una hilada de ladrillos. Hoy no llueve y podrá acabar de solar el porche. Las columnas están ya en pie. Falta sólo el tejado, pero el material llegará en unos días. Marco tiene veintisiete años y viene de un pueblecito de las afueras de Roma. Se drogaba. De los porros pasó a pincharse. Una triste historia como muchas otras. Un trabajo, una familia, después los problemas. Y la presunción, dice él, «de poder con todo lo que se te pone por delante en la vida». «Hasta que te das de cabeza, y entonces te derrumbas. Sin esperanza…». Ahora está saliendo adelante. Ha llegado a la comunidad hace dos años, «y hoy quiero volver pronto a mi casa».
Casa y esperanza. He aquí el motivo de nuestro viaje hasta este rincón, cerca de Macerata, en la región italiana de las Marcas. Sería bueno que todos recorrieran esos 400 km desde Milán para poder ver que «quien no tiene esperanza» puede renacer. ¿Cómo? Encontrándose con algo bueno y sólido. Amistad, ladrillos y cimientos profundos, porque arraigan en la fe, en la conciencia de que el Destino bueno está presente. «La certeza de una realidad presente que te hace estar seguro de un futuro», escribía don Giussani.
Pues bien, esta es la historia de PARS (Prevención Asistencia Reinserción Social). Fe, amistad, esperanza. Todo engarzado sobre una colina de Corridonia, en Contrada Cigliano, en donde se levanta la Villa San Miguel Arcángel. El cartel de la entrada pone “cooperativa agrícola”, pero San Miguel es mucho más que esto. Forma parte del archipiélago PARS, una cooperativa de rehabilitación para personas con dependencias y trastornos de la personalidad. Es lo que se llama un “doble diagnóstico”.
Se trata de un complejo de edificios de ladrillo visto. Se ve muy bien desde la carretera, antes de tomar el desvío que te lleva hasta allí. Al llegar, nos recibe José Berdini, fundador de la cooperativa, junto a su primo Giorgio Torresetti, que en la actualidad es el presidente. Un abrazo, un café. Y José empieza a contar: «A mediados de los años 80 entré en la comunidad terapéutica de don Gelmini. También yo coqueteaba con la droga, como muchos en aquel entonces. Pero he podido salir, he cambiado. Luego a través de mi primo y de Lora, que hoy es mi mujer, conocí el movimiento de CL, al que ellos pertenecían. Más tarde, don Gelmini, al finalizar un encuentro en el Meeting de Rimini, invitó al auditorio a colaborar con él, y pidió a CL que acogiera a los chicos que salían de las comunidades de rehabilitación». Dicho y hecho, sonríe José: «Poco tiempo después Lora y yo recibimos en nuestra casa a un enfermo mental. La primera noche nos destrozó una bicicleta nueva». Y una cosa llevó a la otra. En 1990 comienza su andadura la Asociación, que luego se convertirá en cooperativa. En el año 2000 se corona un sueño. «La familia de Giorgio, la mía y la de otros dos amigos habíamos pensado irnos a vivir juntos con el fin de empezar una nueva experiencia de comunidad junto con los chicos en terapia de rehabilitación». Encontraron una pequeña granja en las afueras de Corridonia, y más tarde el dinero para arreglarla. Después de tres años de obras, en verano de 2003, las cuatro familias se trasladan a la nueva “casa familia”. La casa ocupa el centro del complejo, junto al auditorio. A 50 metros se halla el “complejo residencial para la reinserción socio-laboral”. Aquí es donde conocemos a Marco. Se trata de un edificio de dos plantas, en donde recalan los chicos una vez rehabilitados. En la actualidad viven aquí ocho chicos.

Pino, “el milagro”. En San Miguel, Marco trabaja como aprendiz de herrero. Armando, un hombre de poblados bigotes, pelo largo y sonrisa permanente, trabaja el hierro a la antigua usanza. Marco nos enseña orgulloso el laboratorio que está enfrente de la casa. «Me las arreglo para soldar», explica mostrándonos formas de metal y diseños para verjas y barandillas. Luego nos cuenta que es uno de los que va por escuelas y parroquias contando a los chicos que el porro es algo serio, que se empieza por ahí y no se sabe a dónde se llega. Unos pocos metros más allá trabaja Pino. “El milagro”, como lo llama José. Llegó a PARS hace ocho años: «Estaba fatal. Estaba siempre en cama. Cuando te drogas, eres como una larva. Luego conocí a alguien que me tomó en serio, y entonces decidí no contentarme. Para mí supuso una cambio radical. Todos los que se drogan son presuntuosos, creen que pueden salir adelante solos». Pero Pino ha renacido. Y está tan agradecido a quien le ha devuelto la vida, que no se ha querido marchar de la comunidad. Se ha quedado allí trabajando: por la mañana trabaja para el ayuntamiento pegando carteles; por la tarde ensambla moldes de poliestireno en su laboratorio, con otro chico, Mauro. Nos muestra orgulloso la foto de su boda con Carla, celebrada en enero del año pasado: «Ahora nos gustaría también tener hijos». El futuro tiene otra cara. Se llama “esperanza”.
En invierno el campo está dormido. José nos lo muestra desde lo alto de la colina: los frutales, los campos arados, las colmenas y un pequeño lago allá, un poco más abajo. «Cultivamos la tierra para sacar algún dinero: preparamos miel, confituras, aceite. Vendemos estos productos al final de los actos que celebramos en el auditorio, a los que invitamos a distintas personalidades para debatir sobre temas desde la actualidad a la cultura. En julio vino el periodista Oscar Giannino. Y antes, la actriz Claudia Koll. ¿La asistencia? Siempre acuden más de 150 personas».
Como la Escuela de comunidad: «Nos reunimos regularmente con la gente de la zona, y después comemos juntos. El auditorio está al lado de las cocinas...». Mientras damos una vuelta por las instalaciones, Berdini relata los múltiples frutos nacidos a lo largo de los años, inesperados y providenciales. Además de San Miguel, a pocos kilómetros se halla el complejo de Civitanova Alta, “Le Querce” (Las Encinas), con los talleres de cerámica y la carpintería para la restauración de muebles. En Civitanova se ubica también la última novedad, “Icaro”, una casa de acogida para menores, que en la actualidad alberga a nueve chicos. Un poco más cerca, en Corridonia, se halla la comunidad “Don Vincenzo Cappella”, en Contrada Gabbi. Allí los chicos llegan al comienzo de la terapia, por indicación del Servicio regional para las tóxico dependencias. Además, en el centro de la ciudad está la casa “Santa Regina”. «Los que nos llegan son todos casos límite, los que nadie quiere», explica José. Y no son sólo casos de droga. Las adicciones son muchas: alcohol, fármacos… A menudo relacionadas con trastornos de la personalidad. En resumen, aquí llegan los que están bastante mal, los que «han perdido la esperanza»… O casi. Porque, objeta José, «es verdad que para algunos es difícil hablar de rehabilitación o de curación. Pero todos mejoran. Y mucho».
Para conseguirlo se utilizan todos los instrumentos: «La acogida por sí misma en estos casos no basta. Hace falta también una cura, una terapia. Por eso tenemos equipos de médicos y psicólogos que nos acompañan». Todo debe ser ponderado: «Por supuesto, caso a caso. También las peticiones individuales de los chicos. Una vez cada dos semanas pueden hacer peticiones: quisiera ver a mis padres, quisiera más cigarros… y lo discutimos. Lo vemos todo con ellos». La idea de que había que proceder al estudio de un método estructurado, con médicos, psiquiatras y trabajadores (la relación es de uno por cada cinco pacientes) nació del contacto con el psiquiatra Giuseppe Mammana, que fue uno de los padres de la ley “Iervolino-Vassalli”, en los años 80, sobre las drogodependencias. «Esa ley permitía abrir nuevas instalaciones con unos criterios determinados. Nos pusimos en contacto con él y nos ayudó mucho a pensar el método que hoy está certificado a nivel europeo. Ahora colabora establemente con nosotros».
Durante la comida en la “Casa familia” continúa el relato, con datos y números acerca de los más de 60 huéspedes de PARS. A esta hora ya están casi todos. Los Torresetti, Giorgio y su mujer Silvia: tres hijos que viven en Milán por trabajo y cuatro chicos en acogida. Los Berdini, José y Lora y sus dos hijos; Stefano y Nicoletta, la secretaria de la cooperativa, y sus dos hijas rusas adoptadas que son hermanas. Luego están Francesco y Bárbara con su prole. Los hijos han vuelto del colegio y los padres del trabajo. Comemos juntos, todos sentados alrededor de una gran mesa bajo la bóveda de una sala restaurada de la antigua casa. Hay también un atril con partituras y un violín sobre la alacena. Durante la visita algo habíamos oído ya: se escuchaba desde una habitación la “voz” de un violín, en otra había un piano de cola, en otra vimos dos fundas de violonchelo… «Aquí somos todos músicos, o casi», explican. Desde Lora y Bárbara, que tocan el piano y el violín, a Silvia, directora del Conservatorio de Fermo. Las tres madres han fundado una escuela de música… Y luego está Michele, el tercer hijo de Giorgio, violinista, que vive en Milán con sus dos hermanos violonchelistas. Francesco es guitarrista y terapeuta musical. Y así todos, hasta los más pequeños. «La música es importante: es una pasión que nos ha unido a las cuatro familias desde el inicio». Y hoy representa una constante en la casa, entre pequeños conciertos y ensayos vespertinos.

Libertad y comunidad. Después de la comida continúa la visita por el complejo. Los chicos de la comunidad trabajan ahora: los hay que recogen aceitunas, otros cuidan de los animales en los establos. Giovanni está dando de comer a los caballos. Es de Milán. Tenía un trabajo importante en el mundo de la moda. Pero luego vino la cocaína… Y ha llegado a Corridonia. Ahora está buscando una casa para ir a vivir por su cuenta, pero ha decidido quedarse a trabajar en la cooperativa. Se dedica a coordinar el trabajo de los chicos en el campo.
Con el jeep de José llegamos después de unos kilómetros de subidas y bajadas a Contrada Gabbi, en donde se halla la comunidad de Don Capella. En la entrada, un cartel: por fuera se lee “Viva la comunidad”, por dentro “Viva la libertad”. «Para uno que llega aquí, la libertad empieza justamente en la vida comunitaria. Cualquiera puede marcharse si lo desea. No hay ninguna verja cerrada. Pero, ¿a dónde va? ¿Dónde está la verdadera libertad? ¿Qué esperanza puede tener si se va antes de curarse?», subraya José. «Aquí llegan los chicos la primera vez. Muchos están verdaderamente mal. La subvención del Estado para cada chico es bastante reducida, unos 60 euros al día. Por desgracia, la idea que subyace en este tipo de ayudas, sea cual sea el partido en el poder, es que estos son centros para enfermos crónicos donde se tienen encerradas a las personas: es la filosofía de “reducir al mínimo el daño”. No tiene importancia si mejoran o se curan». José se para a hablar con algunos de ellos. Con Donatella, por ejemplo: «¿Qué tal?». «Es duro, ¿no?...». «¿De dónde eres?». «De Ascoli». «¡Anda, como el testigo de mi boda!». Donatella levanta los ojos. Antes trabajaba, tenía dos hijas. Dice que ha causado problemas a los suyos, que tiene que conseguir que le perdonen. A su lado está Rossella. Trabajaba como esteticista, también ella con dos hijos de 11 y 18 años. Llegó aquí desde una clínica de desintoxicación: «Donde estaba antes cada uno iba por su cuenta, te pasabas el día fumando, entre sesión y sesión con el psicólogo. Y te devanabas los sesos con tu problema. Aquí hay una comunidad: las cosas se afrontan y se viven juntos. Todos necesitan de la comunidad». En el comedor están poniendo la mesa, algunos están terminando de preparar los botes con la miel. Nelson, de 25 años, se acerca a José. Es muy bueno dibujando. Un chaval descarriado, arrestos domiciliarios, la droga y cuatro puñaladas en la tripa asestadas por su padre. Está vivo de milagro. Habla con José de perdón. Hace unos días han leído juntos la intervención de don Giussani con ocasión de la tragedia de Nasiriyah. Pero es difícil: «Me dio cuatro puñaladas», dice Nelson. O también Emidio, que se abrió la cabeza después de una carrera en moto drogado hasta arriba. Muchas operaciones, y las que le quedan. Hoy ha recolectado fruta con los demás. Esta noche quiere terminarse la biografía de Fidel Castro que tiene en la mesilla. Mateo vuelve del trabajo, no se encuentra bien y ha estado en el médico. Su padre está muy enfermo. «¿Rezas por él?», le pregunta Berdini. Y Mateo: «Sí, a mi manera». José se levanta: «¡No! Mira que Jesús ha venido, y conviene hacerlo a su manera». Vemos también a Valerio, que a la mañana siguiente tiene que cuidar a los cerdos y a las cabras, y a una gansa que se ha criado con una crisis de identidad y se cree un cabritillo. Esto es todo menos un “aparcamiento” para enfermos crónicos, este lugar es un bullir de vida y de esperanza.
Por la noche volvemos a San Miguel. Cenamos con las cuatro familias y asistimos a un pequeño concierto: Michele y su novia toman sus violines (sí, también ella toca el violín) y acompañados al piano por Francesco comienzan a tocar. «Estoy contento de esta vida», dice Michele que, en el fondo, la ha recibido por la elección de sus padres. «Mi padre siempre nos ha dado razones de esta manera de vivir. Yo la he aceptado, y estoy agradecido. La música me apasionaba y me apasiona, pero he comprendido que no lo es todo. Estos chicos me enseñan a vivir; es como si dijesen: “hay otras cosas en la vida, despierta”. Esto es algo que deseo llevar a todos. Y cuando vuelvo aquí recobro energía, mi vida se carga de significado». Esta convivencia también les sirve a los chicos que siguen la terapia: «Les muestra un modo distinto de estar juntos –dice José–, contemplan una belleza. La música clásica es un signo de esa verdad que buscan para sí mismos». Esa verdad en la que echar raíces para volver a empezar, para mirar hacia el futuro con los pies bien plantados en una realidad buena, sólida y cierta.
A las siete de la mañana del día siguiente la vida amanece de nuevo. Desayuno, cigarrillo (uno de los permitidos a lo largo del día) y después cada uno a su trabajo. También nosotros tenemos que marcharnos y nos despedimos. Parece que hace mucho que conocemos a José, a Marco, a Pino, a Giovanni… Pensándolo bien, casi querríamos quedarnos con ellos para gustar algunas horas más la belleza extraordinaria que hemos visto.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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