Intervención de Julián Carrón en la presentación de Hope (segundo volumen de Is it Possible to Live This Way?) Dublín, 9 de enero de 2009; Nueva York, 17 de enero de 2009
1. Espera: estructura del hombre
«¿Acaso alguien nos ha prometido algo? Y, entonces, ¿por qué esperamos?» (C. Pavese, El oficio de vivir, Seix Barral, Barcelona 1992, p. 290). Don Giussani citaba esta pregunta del poeta italiano Cesare Pavese para explicar que la espera constituye la estructura misma del hombre. Todos podemos reconocer en la experiencia hasta qué punto nuestra vida está llena de espera, sea cual sea la forma en que cada uno se la imagina. Podemos decir que la espera constituye la estructura misma de nuestra naturaleza, la esencia de nuestra alma. Escribe don Giussani en El sentido religioso: «La espera no es el resultado de un cálculo: es algo dado. La promesa está en el origen, procede del origen mismo de nuestra hechura. Quien ha hecho al hombre, lo ha hecho “promesa”. El hombre espera estructuralmente, es mendigo por estructura; la vida es estructuralmente promesa» (L. Giussani, El sentido religioso, Encuentro, Madrid 1998, p. 82).
Esta espera se nos impone con una evidencia tan clara que creemos saber ya lo que esperamos. Lástima que en muchas ocasiones debemos reconocer que tiene razón François Mauriac cuando escribe: «Siempre me he engañado con respecto al objeto de mis deseos. No sabemos lo que deseamos» (F. Mauriac, Nido de víboras, Homo Legens, Madrid 2007). Esta afirmación encuentra una dramática confirmación en el diario del mismo Pavese. Cuando el escritor obtuvo el más prestigioso premio literario italiano, el Premio Strega, comentó: «También has conseguido el don de la fecundidad. Eres dueño de ti mismo, de tu destino. Eres célebre como quien no trata de serlo. Pero todo esto se acabará. Esta profunda alegría tuya, esta ardiente saciedad, está hecha de cosas que no has calculado. Te la han dado. ¿A quién, a quién, a quién darle las gracias? ¿Contra quién blasfemar el día en que todo se desvanezca?» (C. Pavese, El oficio de vivir, op. cit., p. 355). El mismo día de la entrega del premio escribió: «En Roma, apoteosis. ¿Y qué?» (Ibídem, p. 374).
Cuántas veces también nosotros, al igual que Pavese, nos hemos sorprendido con el mismo pensamiento después de haber obtenido, como él, lo que esperábamos: «¿Y qué?». ¿Por qué sucede esto? ¿Por qué, después de haber obtenido lo que soñábamos, nos encontramos con esta pregunta insidiosa en los labios? Paradójicamente, en el momento de la desilusión el hombre se hace consciente de la verdadera naturaleza de la espera que le constituye y que le revela el misterio de su persona. Ese «misterio eterno de nuestro ser» del que habla el poeta Leopardi (Pensamientos LXVIII). ¿Qué es lo que esperamos y que nada, ni siquiera el éxito más clamoroso, es capaz de sustituir?
Es de nuevo el genio de Pavese, tan leal con su experiencia que se maravilla de ella, el que responde a esta pregunta: «Lo que un hombre busca en los placeres es un infinito, y nadie renunciaría nunca a la esperanza de conseguir esta infinitud» (C. Pavese, El oficio de vivir, op. cit., p. 198). Nada es capaz de satisfacernos, porque lo que buscamos en aquello que nos gusta, en los placeres, es un infinito. Y esto nos permite comprender nuestra desilusión. La experiencia misma de la desilusión pone de manifiesto de qué está hecho nuestro corazón. Si no tuviese un deseo sin fin, tampoco tendría la experiencia de la desilusión.
Si ésta es la condición humana, debemos plantearnos una pregunta: ¿Existe un fundamento real que nos permita esperar que nuestra sed de felicidad será escuchada? La situación actual, en la que parece que todo se derrumba ante nuestros ojos, hace que esta pregunta se vuelva todavía más urgente. ¿Es posible esperar?
Esta pregunta nos introduce en el segundo punto.
2. La gracia necesaria para esperar
«Para esperar, hija mía, hace falta ser feliz de verdad, hace falta haber obtenido, recibido una gran gracia» (Ch. Péguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud, Encuentro, Madrid 1991, p. 20), dice el poeta francés Charles Péguy. Con esta afirmación, Péguy se sitúa en las antípodas de cualquier actitud presuntuosa, porque reconoce que la posibilidad de la esperanza se funda no en algo construido por nosotros, sino en una gracia, es decir, en algo dado, donado. Esta gracia hace razonable la esperanza.
Pongamos un ejemplo sencillo, que nos permite comprender la verdad de lo que dice Péguy. Si uno ha tenido la gracia de vivir una situación familiar normal, ¿qué puede decir de esta experiencia? Que le ha llevado a alcanzar una certeza indestructible: «Mi madre me quiere». Esto no nos es debido, es una gracia tener una madre así. Ahora bien, cualquiera que haya tenido una experiencia de este tipo, ¿puede pensar en que su madre no le querrá en algún momento de la vida? ¡No! Haga lo que haga, no puedo pensar que mi madre dejará de quererme. Tendría que negar la experiencia que he tenido. ¿Sobre qué se apoya esta certeza en el futuro? Sobre la certeza de la experiencia presente.
Con esta experiencia en los ojos podemos introducirnos de forma sencilla en todo el planteamiento que hace don Giussani sobre el tema de la esperanza, de la que trata el libro que presentamos hoy (Is it Possible to Live This Way? Vol. 2 Hope, McGuill-Queen’s University Press, Montreal 2008).
¿Cuál es esta «gran gracia» de la que habla Péguy? La fe en Jesucristo. La gran gracia es la certeza de la fe. La fe, como explica don Giussani, es el reconocimiento de una Presencia. Esto le permite al hombre tener una experiencia tan única de correspondencia con las exigencias de su corazón que le lleva a reconocer que sólo lo divino puede ser su origen. Andrei Tarkovski, el famoso director ruso, hace decir a uno de sus personajes en la película Andrei Rublev: «Tú lo sabes bien: no logras hacer algo, estás cansado, no puedes más. Y, de repente, encuentras entre la muchedumbre la mirada de alguien –una mirada humana– y es como si te hubieses acercado a lo divino, a un misterio escondido. E inesperadamente todo es más sencillo» (A. Tarkovski, Andrej Rublev, Garzanti, Milán 1992, p. 74). La experiencia presente de esta Presencia, de forma análoga a la de la madre, es el fundamento de la esperanza.
Explica don Giussani: «La esperanza, que no es sino el dilatarse hacia el futuro de la seguridad de la fe» (p. 187). Si la fe es reconocer con certeza una Presencia que corresponde de esta forma a la espera del corazón, entonces la esperanza es tener una certeza con respecto al futuro que nace de esta Presencia. Es el dilatarse hacia el futuro de la seguridad del presente.
Al comienzo de la encíclica Spe salvi, Benedicto XVI habla de «esperanza fiable»: «la redención se nos ofrece en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino» (n. 1).
Por eso la esperanza es el test más elemental para saber si nuestra fe es una experiencia –una experiencia de certeza tan real que todo se pueda apoyar en ella–, o por el contrario es una categoría mental o dialéctica, y por tanto incapaz de proporcionar un punto de apoyo real. Por eso insiste Giussani: «La gracia grande de la que nace la esperanza es la certeza de la fe; la certeza de la fe es la semilla de la certeza de la esperanza» (p. 139). Aquello sobre lo que se funda la esperanza es un presente; «pero un presente está verdaderamente presente en la medida en que tú lo posees; por eso la esperanza es la certeza del futuro que se apoya en una posesión ya dada» (p. 140), es decir, en una gracia grande.
Por tanto, la esperanza cristiana es todo menos irracional. No es una esperanza sin ton ni son, sin un punto de apoyo, una especie de optimismo irracional contra la evidencia de los datos del presente. Es más, su carácter razonable se apoya por entero en un conocimiento verificado en la experiencia. Por eso podemos decir que se sustenta en una posesión ya dada.
Nos lo recuerda de nuevo la Spe salvi con palabras análogas: «La fe no es solamente un tender de la persona hacia lo que ha de venir, y que está todavía totalmente ausente; la fe nos da algo. Nos da ya ahora algo de la realidad esperada, y esta realidad presente constituye para nosotros una “prueba” de lo que aún no se ve. Ésta atrae al futuro dentro del presente, de modo que el futuro ya no es el puro “todavía no”. El hecho de que este futuro exista cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras» (n. 7).
Y continúa: «La promesa de Cristo no es solamente una realidad esperada sino una verdadera presencia» (n. 8).
Con esta Presencia que está ahora ante mí, puedo mirar sin miedo mi espera y mis deseos más profundos en toda su amplitud. En la compañía de esta Presencia puedo atreverme a plantear la verdadera pregunta.
Y esto me conduce hasta el último punto de mi intervención.
3. El cumplimiento del deseo
«Estos deseos ¿se verán satisfechos, sí o no? Aquí está la cuestión. Estos deseos, que se producen conforme a las exigencias del corazón, podemos estar seguros de que se cumplirán […] solamente en la medida en que uno […] se abandona a la Presencia» (p. 143). Yo tengo esperanza porque tengo una certeza total en el poder de la Presencia grande reconocida en la fe, pues sé que la exigencia de felicidad que me constituye se cumplirá como el Misterio quiera.
Esto significa que mi deseo se cumple únicamente en la medida en que me abandono a la Presencia que la fe ha reconocido. Las exigencias del corazón dicen que el objeto que desea el corazón existe, que existe en el futuro, porque el hombre está abocado a un destino feliz, justo, verdadero. Pero la certeza de que esto sucederá no puede ser sostenida por nuestro corazón. La certeza de que esto sucederá solo puede derivar de la Presencia que la fe reconoce: no somos nosotros, sino Él, su Presencia excepcional que la fe reconoce.
La dinámica de la esperanza es un deseo que no podría resistir con el tiempo, se vería siempre amargamente desilusionado, si no fuese apoyado, sostenido como razón de la fe, por la certeza en el poder de la Presencia grande. Por este motivo, de la conciencia de que no somos nosotros sino su Presencia la que cumple el deseo de nuestro corazón, brota la petición a esta Presencia. Nuestra libertad se expresa como petición a esta Presencia de que cumpla nuestra vida. Lo sintetiza san Bernardo en una fórmula bellísima, cuando dice que el «deseo total» (Sermo 1 pro dominica I novembris) es en si mismo la forma más intensa de invocar a Dios.
¿Cómo responde Dios a esta invocación?
La forma de la respuesta a esta invocación no es, como pensamos a menudo, el fruto de nuestra imaginación…
Esta forma no es, como muchas veces pensamos, una imagen nuestra, un producto de nuestra imaginación. Por el contrario, «esta forma no es otra cosa que la misma Presencia grande» (p. 195). Lo podemos comprender bien si miramos la relación entre nosotros: lo que constituye la plenitud de la exigencia de felicidad no es el regalo que me hace una persona; lo que me hace feliz es la persona misma, no sus regalos. «La contemplación de tus bienes mitigan nuestra hambre con cierta dulzura –dice Guillermo de Saint Thierry–, pero no nos sacian totalmente si en ellos no estás Tú» (Guillermo de Saint Thierry, La contemplazione di Dio, Fabbri, Milán 1997, p. 65).
Esperar, por tanto, no significa esperar “algo” de Dios, sino a Dios mismo. Nuestra naturaleza es deseo del Infinito, y por tanto sólo Dios es capaz de llenar ese deseo.
Lo expresa muy bien san Agustín: «Que el Señor tu Dios sea tu esperanza; no esperes algo del Señor tu Dios; sea el mismo Señor tu esperanza. Muchos […] esperan algo de Dios fuera de Él; pero tú busca al mismo Dios; […] olvidando las demás cosas, acuérdate de Él; dejando todo atrás, tiende hacia Él. […] Él será tu amor» (San Agustín, Enarrationes in Psalmos, 39, 7-8).
La forma de la respuesta al deseo del hombre es Cristo mismo. Cristo es la única esperanza de cumplimiento para nuestro afecto. Él es el único capaz de atender y de satisfacer verdaderamente nuestro afecto.
Nadie más es capaz de satisfacernos realmente. Por tanto la esperanza es el cumplimiento del afecto: sólo Él es capaz de satisfacer, de cumplir verdaderamente el afecto. Por eso todos los hombres arden de deseo; pero, ¡qué difícil es encontrar a uno solo que diga: «Mi alma tiene sed de ti» (Sal 63,2)!
Cristo, la Presencia reconocida por la fe, es el único fundamento razonable de la esperanza. Sin Él, la vida del hombre está privada de un fundamente sobre el que apoyarse.
Porque, como afirma santo Tomás, «la vida del hombre consiste en el afecto que principalmente le sostiene y en el que encuentra su mayor satisfacción» (Santo Tomás de Aquino, Secunda Secundae, en Summa Theologiae, q. 179, art. 1). La satisfacción se halla en el afecto a Cristo, la satisfacción es Cristo.
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