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Huellas N.8, Septiembre 1999

MÉXICO

Pedro Páramo: nostalgia de un bien ausente

Laura Juárez y Pablo Mijangos

La prosa de Juan Rulfo, uno de los escritores mexicanos más importantes de este siglo, puede ser caracterizada como una especie de realismo mítico en el cual no se pretende adornar la vida del campo mexicano mediante ciertos recursos literarios, sino expresar la situación que vive el hombre en un mundo sin Dios, en un mundo que, según Shakespeare, sería como «una fábula contada por un idiota en un acceso de ira». En Rulfo, esta incapacidad de establecer nexos o un orden verdadero se manifiesta ya en la misma estructura de su novela más importante, Pedro Páramo (1955), que cuenta la historia de un hombre en un pueblo muerto y abandonado, Comala, a través de la yuxtaposición de tiempos, recuerdos, anhelos, sueños y delirios, sin una aparente coherencia y penetrada en todo momento por la falta de sentido


La atmósfera de Comala es como la de todos los paisajes tristes y áridos que pueden encontrarse en la obra literaria de Rulfo. Ya en su libro de cuentos, El llano en llamas (1953), aparece la terrible e inevitable angustia que provoca ese escenario árido: una tierra «reseca y achicada como cuero viejo», como si «le hubieran crecido espinas», encima de la cual domina un «cielo vacío, sin nubes», «como una mancha gris que nos aplastaba a todos desde arriba». Y la vida se desenvuelve como un sueño extraño en ese pueblo donde no hay «niños jugando, ni palomas, ni tejados azules», donde todo «parece estar en espera de algo».

Puertas lejanas
En ese lugar, el amanecer, la mañana, el mediodía y la noche son siempre los mismos, y no hay rincón que albergue un mínimo de esperanza: «Lo único que la hace a una mover los pies es la esperanza de que al morir la lleven a una de un lugar a otro». Pero ese cielo de dicha está tan alto y sus puertas tan lejanas que los hombres se conforman con saber dónde queda la tierra. La tierra lo es todo, un todo donde las cosas se dan con acidez: «Allá en Comala he intentado sembrar uvas. No se dan. Sólo crecen arrayanes y naranjos agrios y arrayanes agrios. A mí se me ha olvidado el sabor de las cosas dulces».

Comala, tan sola
Sumergidos en la permanente nostalgia de algo que nunca alcanzaron, los personajes experimentan la tristeza de lo imposible. Este vacío se manifiesta también en algunos cuentos de El llano en llamas, como en Macario: «Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre». No hay porvenir y la vida se teje con los recuerdos de sus anhelos insatisfechos y la desesperación a que lleva la soledad del presente.
Donde no puede escucharse una llamada que despierte el corazón de los hombres, éstos viven como materia sin destino, a modo de masas inertes cuya mirada es indiferente a los otros. Todos sufren lo mismo, pero aislados de los demás y sintiéndose extraños entre sí. Comala no es una comunidad, ya que en ella no existe esa presencia que le da origen, sentido y finalidad: «Y nosotros aquí tan solos. Desviviéndonos por conocer aunque sea tantito de la vida».

Rencor vivo
La religiosidad, íntimamente relacionada con este desarraigo vital, se manifiesta en dos vertientes antagónicas, la de la palabra y la de su significado. Los creyentes usan palabras que remiten a la posibilidad de una redención, pero lo hacen experimentando la falta de una presencia que los sostenga firmemente, lo cual termina vaciándolas de significado y coherencia. Comala participa también de esta dualidad, es una mera expresión, fugaz y triste como la vida de sus habitantes.
En este universo donde predomina la aridez, el personaje que da nombre y cuya historia da sentido a la novela es descrito como «un rencor vivo». Despreciado por su padre, Pedro Páramo toma el mando de la hacienda “La Media Luna” a la muerte de éste y se convierte en la encarnación de la afirmación violenta de sí mismo, así como de la ilusión de poseer como modo de relacionarse con todo. Este hombre empieza a apoderarse mediante la fuerza de todo aquello que le interesa en Comala, ya sean tierras o mujeres, sumiendo al pueblo en una situación de temor y opresión ante la cual sucumbe incluso el cura del lugar, el padre Rentería.

Susana
Sin embargo, el verdadero rostro de Pedro emerge y late tenazmente por el amor a una mujer de la infancia: Susana San Juan, «una mujer que no era de este mundo». Es el afecto a Susana, única brizna de humanidad y signo de la ternura y belleza anheladas, nacido en la niñez que vivieron juntos, la cual constituye el único tiempo dichoso de toda la novela, lleno de verdor y de frescura, lo que provoca que Pedro viva gran parte de su vida la tristeza como «nostalgia de un bien ausente»: «A centenares de metros, encima de todas las nubes, más, mucho más allá de todo, estás escondida tú, Susana. Escondida en la inmensidad de Dios, detrás de su Divina Providencia, donde yo no puedo alcanzarte ni verte y adonde no llegan mis palabras». Aun dentro de toda la violencia y del desprecio de este hombre por las cosas y las personas, es esta nostalgia lo que lo mantiene vivo y le da fuerza, pues sostiene la promesa de su corazón: «Esperé treinta años a que regresaras, Susana. Esperé a tenerlo todo. No solamente algo, sino todo lo que se pudiera conseguir de modo que no nos quedará ningún deseo, sólo el tuyo, el deseo de ti».

De la desproporción a la desesperanza
Después de una prolongada ausencia, Susana vuelve a Comala y se instala con su padre en una de las propiedades de Pedro, quien, aunque sintió «que se abría el cielo» al enterarse de esto, acostumbrado por la posesión instintiva que había caracterizado casi toda su vida, manda matar al padre de Susana para retenerla cerca de él. Sin embargo, ella, loca por la muerte de su anterior marido, se encuentra en un estado de delirio y sopor constante, de tal modo que continúa huidiza e inalcanzable hasta su muerte. Así, Pedro nunca logra poseerla ni física ni verdaderamente. «Fue la última vez que te vi. Pasaste rozando con tu cuerpo las ramas del paraíso que está en la vereda y te llevaste con tu aire sus últimas hojas. Luego desapareciste. Te dije: “¡Regresa, Susana!”».
La muerte de Susana, único bien en la vida de Pedro, transforma la tristeza vivida hasta entonces en una verdadera desesperación.

La vergüenza no cura
«Él la quería. Estoy por decir que nunca quiso a ninguna mujer como a ésa [...] Tan la quiso que se pasó el resto de sus años aplastado en un equipal, mirando el camino por donde se la habían llevado al camposanto. Le perdió interés a todo. Desalojó sus tierras y mandó quemar los enseres».
En Comala todos, incluso el padre Rentería, experimentan el mal propio y el de los otros como un límite insalvable, como la última palabra sobre uno mismo y sobre los demás: «¿Y qué crees que es la vida, Justina, sino un pecado? ¿No oyes? ¿No oyes cómo rechina la tierra?». Para los personajes más importantes que simbolizan el sentir de este pueblo, no existe la posibilidad de algo bueno que salve al hombre del mal y lo restituya a sí mismo mediante el perdón: «Luego están nuestros pecados de por medio. Ninguno de los que todavía vivimos está en gracia de Dios. Nadie podrá alzar los ojos al cielo sin sentirlos sucios de vergüenza. Y la vergüenza no cura».

Tierra baldía
En la novela aparecen ciertos modos de decir y hacer que apuntan a una tradición católica que se mantiene de manera formal, pero la Presencia que mira al hombre por lo que es, es decir, con misericordia, está radicalmente ausente: «¿Cuántas veces viniste aquí a pedirme que te mandara al cielo cuando murieras? [...] Pues bien, no podrás ir ya más al cielo. Pero que Dios te perdone». Así, la gente de Comala se siente condenada sin remedio, lo cual la lleva a la desesperación y al desinterés, al abandono de la aspiración y la espera del “cielo”: «No lo sé, Juan Preciado. Hacía tantos años que no alzaba la cara que me olvidé del cielo. Y aunque lo hubiera hecho, ¿qué habría ganado? El cielo está tan alto, y mis ojos tan sin mirada, que vivía contenta con saber dónde quedaba la tierra. Además, le perdí todo interés desde que el padre Rentería me aseguró que jamás conocería la gloria. Que ni siquiera de lejos la vería... Fue cosa de mis pecados; pero él no debía habérmelo dicho».
Pedro, aun en la afirmación violenta de sí mismo, es el único que parece escapar a esta situación anímica, pues vive y se ennoblece en tensión hacia el objeto de su amor, la loca Susana. Por esto, cuando ella muere es como el fin de todo: «Desde entonces la tierra se quedó baldía y como en ruinas [...] De allá para acá se consumió la gente; se desbandaron los hombres en busca de otros “bebederos”. Recuerdo días en que Comala se llenó de “adioses”».

Como si esperara todavía
Y sin embargo, a través de todo el pesimismo de Rulfo que culmina cuando Comala se convierte en un pueblo fantasma, poblado de ánimas que no encuentran descanso ni cumplimiento y cuyo antecedente se encuentra en el relato de Luvina («San Juan Luvina. Me sonaba a cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo») se cuela débilmente la intuición de que la espera es la estructura de la naturaleza humana, la esencia misma del alma. Dorotea, uno de los poquísimos personajes que no han abandonado el pueblo de Comala y que es el nexo entre la historia de Pedro Páramo y el presente fantasmagórico y vago, expresa esta espera que el hombre no puede aniquilar del todo aunque se empeñe, pues es Otro quien lo ha hecho así: «Cuando me senté a morir, ella (mi alma) rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la vida, como si esperara todavía algún milagro que me limpiara de culpas».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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