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Huellas N.7, Julio/Agosto 1999

PALABRA ENTRE NOSOTROS

La eternidad al acecho en cada apariencia

Luigi Giussani

La intervención de Luigi Giussani en el seminario "Movimientos eclesiales y nuevas Comunidades al cuidado pastoral de los Obispos", organizado por el Pontificio Consejo para los laicos
Roma, 18 de Junio de 1999



Apóstol, Roma, Biblioteca Vaticana. Mosaico que forma parte de la exposición "La forma del color",ven el Meeting de Rímini.
Para quien es cristiano y ama con todo su ser a la Iglesia tal como ella es, y como su madre le ha enseñado a quererla, el escándalo es inevitable cuando percibe la caída, repentina y continuada, del porcentaje de personas que acuden a la Iglesia, como los medios de comunicación hoy ponen de manifiesto.

¿Cómo no intentar comprender que algo no funciona? Y esto no se puede relacionar, de forma moralista, sólo con la libertad del individuo. Se despierta en el corazón la impresión de que la infidelidad al Espíritu afecta incluso a algunas expresiones de quienes enseñan el catecismo, cosa que - por la confianza concedida a ciertos valores y opiniones propios del clima descristianizado que nos rodea - se puede llegar a valorar como un signo de los tiempos, en lugar de leerse a la luz del misterio de Cristo. En suma, este "algo" que falta no atañe a la naturaleza del don de Cristo. ¡No es un defecto de origen!
Se trata, por el contrario, de una reducción de lo que Cristo ha querido obrar entre los hombres, todos debilitados por el pecado original: Cristo vino por esto.
La decisión de seguir a Cristo pueden llevarla adelante hombres que consideran su dedicación a la Iglesia a la luz del poder terreno, conservando así el origen y la dinámica de la acción de todos, incluidos los no cristianos; y, de este modo, la ausencia de sentido del Misterio traiciona la naturaleza del acontecimiento mismo de Cristo.
De hecho se puede ser fieles a la letra de la Tradición sin recibir una educación en un método cristiano que permita conocer los fundamentos de todo lo que hay en la Iglesia.

Pensando en los comienzos de mi propio camino quisiera observar que el estímulo para renovar surgió en mí precisamente de la fidelidad a los términos de la Tradición, a la enseñanza y a la práctica de la Iglesia. Entré en el Seminario jovencísimo, persuadido de que Comunión y Confesión eran consecuencias necesarias del Bautismo. Era un joven seminarista, un muchacho obediente, ejemplar, hasta que un día ocurrió algo que cambió radicalmente mi vida. Fue cuando un profesor me explicó en el Seminario la primera página del Evangelio de Juan: "El Verbo de Dios, es decir, el objeto de las exigencias del corazón humano, el objeto último de los deseos de cada hombre - la felicidad -, se ha hecho carne". Mi vida se vio literalmente invadida por esto: la memoria de ello persistentemente repercutía en mi pensamiento, y me estimulaba para valorar la banalidad cotidiana. El instante dejó, desde entonces, de ser banal para mí. Todo lo que existía, todo lo que era bello, verdadero, atrayente, fascinante, hasta como simple posibilidad, tenía en aquel mensaje su razón de ser, adquiría la certeza de una presencia que constituía la esperanza de poder abrazarlo todo.
Lo que me diferenciaba de los que me rodeaban era el anhelo y el deseo de comprender. Éste es el terreno en el que ha arraigado siempre nuestra devoción a la razón.

Me interesé por los estudiantes porque las relaciones que tuve ya desde mis primeros tiempos de profesor en el Seminario eran todas con estudiantes. No elegí yo un ambiente específico donde decir ciertas cosas; simplemente me encontré allí.
Un día coincidí con tres chicos en el tren, yendo a Rímini. No les conocía y les vi terriblemente ignorantes y cargados de prejuicios respecto al hecho cristiano. Ésta fue la razón que me llevó a pedir a los superiores abandonar la enseñanza de la Teología en el Seminario para dedicarme a la tarea de estar presente entre los chicos de las escuelas de Milán.
Lo que les decía no nacía de un análisis del mundo estudiantil, sino de lo que me habían dicho mi madre y el Seminario. Se trataba, en síntesis, de hablar a otros con palabras tomadas de la Tradición, pero asumidas conscientemente y comunicadas hasta en sus implicaciones metodológicas.
¡Lo que hacía lo habría hecho en cualquier otro lugar de la Iglesia! Aquello que sentía y veía era algo nuevo, que no había intuido antes más que en los textos de los Padres y de los Papas. El tomar conciencia de ello nacía de una experiencia. Las mismas palabras del Evangelio y de la Tradición las leía de un modo nuevo.
La diferencia entre los integristas, los tradicionalistas y nosotros es que, mientras ellos querían devolver a todos a la condición anterior para salvar las formas antiguas (imitando mecánicamente a sus padres), nosotros pensábamos que, justamente para salvar la Tradición, era necesario comprender en qué consistía su contenido, mostrar su razón de ser y el ejemplo de cómo vivirla. Yo "entendía", y otros conmigo, que Cristo estaba allí, presente.

Procuré aclararme, explicarme esta gracia de conocimiento y reflexión que había recibido. Muchas veces no me sentía aceptado por las parroquias o las asociaciones oficiales; sin embargo, de la imagen que me venía nacían una alegría y una seguridad en el hecho cristiano incomparables, convirtiéndolo en un hecho que colmaba todo el corazón y lo abría a toda la realidad de la Iglesia en el mundo. Y dicha certeza, esperanza y apertura se transmitían a los chicos que empezaban a seguirme.
Estaba brotando un modo de sentir la presencia de Jesús en la Iglesia como respuesta total y totalizante a las preguntas del mundo.
Me di cuenta muchos años después, justamente a través de la confrontación con la autoridad de la Iglesia, siempre buscada y querida, de que mi deseo y la pasión que sentía en mi corazón por esta novedad de vida eran una gracia particular del Espíritu, lo que se llama carisma. Fui viendo con claridad cómo el carisma es la forma concreta en que el Espíritu hace nacer en el corazón del hombre una comprensión y un afecto por Cristo adecuados a un determinado contexto histórico. Y quien lo recibe "debe" colaborar con el mandato de Cristo: "¡Id al mundo entero!". Del don que se le hace a un individuo comienza una experiencia de fe que puede resultar, de algún modo, útil para la Iglesia.
Comprendo que haya formas expresivas que le resulten a uno más interesantes que otras, pero puede darse un carisma que traduzca y comunique con conciencia clara aquello que San Pablo afirma de la criatura nueva; no sólo de la inteligencia nueva o del corazón nuevo lleno de caridad, sino integralmente de ¡la criatura nueva! Y esto mediante una reafirmación de lo que es el método cristiano. Igual que Dios se hizo presente en el hombre Jesús de Nazaret, también nuestra fórmula para sentir cómo vibra el Protagonista de esta historia es verificar su Presencia integralmente humana, lo que da origen a algo que en su totalidad llega a ser germen de un hombre distinto y semilla de una sociedad distinta.

La dinámica consistente en reconocer y verificar la Presencia de Cristo nos vuelve a todos creativos y protagonistas y nos descubre cómo la actividad del cristiano es, por naturaleza, misionera; es decir, comparte el método mismo de Cristo, que creó la Iglesia para darse a conocer a todo el mundo. El fin de la existencia cristiana es, entonces, la gloria humana de Cristo en la historia.
Por eso amamos todas las formas de vida cristiana que la Iglesia reconoce y estamos dispuestos, dentro de nuestros límites, a colaborar con cualquier iniciativa. Todo lo que hacemos sólo podemos concebirlo como misión: es el destino último de cada una de nuestra acciones.
Nuestra certeza, fuente de alegría, es que pertenecemos a la Iglesia, de cuya autoridad - tal como se manifiesta a todos los niveles - dependemos; pidiendo que se nos reconozca dispuestos a sacrificar incluso la vida, pero, por encima de todo, dispuestos en cada momento a convertir nuestra mente y nuestro corazón abandonando la mentalidad mundana.

Por esto, nuestra concepción moral, que reconoce el sometimiento del hombre al pecado original, desea atravesar la apariencia de cada cosa, en la simpatía profunda por Cristo presente, para afirmar el Significado último, para que la relación con todo se vea como signo del Destino e invitación hacia Él.
El cristiano es por ello un hombre que percibe cómo la eternidad está al acecho en cada apariencia.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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