Va al contenido

Huellas N.5, Mayo 1999

FRATERNIDAD

Hijos adoptivos

James Francis Stafford

Extractos de la homilía del Presidente del Consejo Pontificio para los Laicos durante la Misa del sábado 24 de abril


El tiempo pascual de 1999 nos ha revelado la brutalidad humana en sus peores aspectos. La OTAN empezó a bombardear Yugoslavia el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación, cuando la vida empezó en el seno de María. Por tanto la violencia en Kósovo ha sacado a la luz la amarga y catastrófica soledad destructora de los dirigentes de Belgrado. La OTAN ha seguido bombardeando Yugoslavia incluso durante la Pascua Ortodoxa y la de las Iglesias occidentales. Mientras se acerca Pentecostés, el caos, como un torbellino, golpea indiscriminadamente todo y a todos.
Recientemente en L’osservatore Romano aparecía este título sorprendente: «El oscuro ocaso de un siglo». No era sólo una sorpresa. Ese “oscuro ocaso” aparecía como un desagradable espectro a las puertas del tercer milenio. Además he descubierto en el diccionario que el adjetivo “oscuro” se asocia al lugar en el que Dante sitúa a los avaros en el cuarto círculo de su Infierno. Esto no me ha sorprendido.
Nadie habría podido imaginar semejante título cuando el Papa publicó su Carta Encíclica sobre el Jubileo del 2000. La visión negra y pesimista expresada parecería completamente desfasada respecto a la integración económica, cultural y política realizada después de los acontecimientos de 1989.
El título en cuestión, sin embargo, describía el caos imperante en el corazón de Europa, trayendo a la memoria con impresionante semejanza las pesadillas provocadas en el viejo Continente por el Sarajevo de 1914 y recordando también el malestar de los años 1938-39. Un italiano de cierta edad ha admitido recientemente que tenía la impresión de que se repetían aquellos terribles acontecimientos.
Para los cristianos, la guerra representa un fracaso. Todas las guerras han supuesto una ruina para la fe. Las dos guerras mundiales empezaron en la Europa cristiana. En 1914 y en 1939 los cristianos de Francia, Inglaterra y Rusia creían que todos los hombres habían sido liberados de la oscuridad del pecado y que todos eran hijos del mismo Padre celeste. Gracias al leño glorioso de la Cruz, el Padre celeste llama a todos los hombres a ser sus hijos adoptivos. Al recibir el sacramento de la fe, es decir, el Bautismo, los cristianos confiesan su fe en estos dos hechos: la liberación del pecado y la configuración con la muerte y resurrección de Cristo. Y sin embargo, los cristianos no han dudado en matar a otros cristianos en Alemania y en Italia, cristianos cuyos ojos veían la misma realidad en Cristo. Incluso algunos cristianos han tratado de anular una raza entera. La violencia de este siglo representa una terrible derrota para la cristiandad.
En 1945 los obispos europeos, contemplando el mundo devastado, llegaron a una conclusión semejante. Las desnudas ruinas del coro de la catedral de Paderborn o de la abadía de Monte Cassino cantan sólo la entropía de la libertad y la parálisis de la conciencia cristiana frente al maligno. El cardenal Emmanuel Suhard, arzobispo de París, escribió en una Carta Pastoral en 1947: «Las ruinas que nos rodean son una tragedia, pero también un símbolo: en efecto, algo ha muerto en esta tierra para no volver a resurgir. La guerra asume así su verdadero significado: no es un interludio, sino un epílogo y marca el final de un mundo».
En una Carta Pastoral de 1949, después, los obispos europeos, incluido el cardenal Suhard, llegaban a la conclusión de que la identidad cristiana estaba en crisis y que ésta tenía su origen en la crisis de la iniciación cristiana. Querría hablar ahora de estos eventos a la luz de los sacramentos pascuales.
El Bautismo es la puerta a los demás sacramentos. Representa un doble cambio en el corazón de los bautizados, que son liberados de la muerte y reciben la vida eterna en Dios. San Pablo describía así este doble cambio que se realiza en el bautizado: «Porque si nos hemos hecho una misma cosa con Él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante » (Rm 6,5). (...)
El Bautismo no es sólo la purificación de los pecados, sino también la configuración con Cristo muerto y resucitado. Es el anticipo de la Pasión y Resurrección de Cristo. En efecto, san Pablo dice: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva». (Rm 6,3-4). (...)
Dios, el Padre celeste de todos, hace salir el sol sobre buenos y manos y hace llover sobre justos e injustos. A los cristianos se les pide una perfección semejante a la del Padre celeste, es decir, se les pide entrar en la filiación adoptiva. Está claro que el cristiano está llamado a superar la limitación de las diferencias de nación, raza y familia para entrar en el estado libre y glorioso de Dios. Dios está presente con la misma inmediatez en todos, sean justos o injustos. A quienes han sido bautizados y confirmados se les pide, por tanto, una perfección que corresponda a la de Dios. En este sentido estamos llamados a ser perfectos como Dios es perfecto.
La identidad cristiana no está limitada por fronteras nacionales o étnicas: la primera identidad del cristiano no es la de ser italiano o americano, o serbio por un lado y kosovar por otro. ¡No! Todos son cristianos, desde el primero al último, todos ungidos por el Espíritu Santo. San Pablo escribió: «Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os sabéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús». (Gal 3,26-28).
La identidad del bautizado es una identidad católica. Es absurdo que los hijos de Dios maten a sus hermanos espirituales. Los bautizados han sido liberados de un mundo caracterizado por «un oscuro ocaso». Los cristianos, en efecto, no son guiados por la imagen del «oscuro ocaso» del Infierno dantesco, sino por el doble arcoiris de su Paraíso.
«Cristo es todo en todos». La pertenencia radical del hombre a Dios, Creador y Redentor.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página