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Huellas N.4, Abril 1999

PALABRA ENTRE NOSOTROS

Lo que mana de la obediencia

Luigi Giussani

Ejercicios de Cuaresma de los Memores Domini Domingo por la mañana Salsomaggiore, 21 de febrero de 1999

En este momento pido al Señor que nos ayude, o que me ayude a ayudaros a comprender el significado verdadero de lo que nos estamos diciendo últimamente. ¿Por qué nuestro discurso ha subrayado siempre y subraya ciertas cosas? Realmente no es fácil aceptar con tranquilidad (como lo puede aceptar un viejo como yo) la verdad, por otro lado inconfundible e irresistible, de las palabras que decimos, que nos hemos dicho especialmente en los dos últimos encuentros.
«El hombre nuevo». ¿Qué se dice, qué se quiere decir, qué se pretende decir con «el hombre nuevo»? «Hombre nuevo» podría ser sinónimo de «hombre verdadero». Pero esto puede entorpecer la claridad del enunciado. ¿Por qué? Porque muchos pueden creerse «hombres verdaderos», mientras que, desde el punto de vista del Señor, objetivamente pueden ser poco «verdaderos».. El hombre nuevo, el hombre verdadero - éste es el punto de vista particular que el Señor nos ha inspirado - es el inicio de lo eterno dentro de la experiencia del hombre normal, el inicio de la eternidad en este mundo; es la experiencia de un hombre que cultiva lo eterno, que percibe en sí mismo el alba de lo eterno, comprende que en su existencia la verdad eterna o la felicidad plena y eterna son tangibles, son contenido real de la experiencia.
Por eso he insistido mucho en la importancia de esa magnífica poesía que es el himno Antes que rompa el alba. «Antes que rompa el alba / velamos en la espera»: cuanto más sencillo y transparente es el hombre, más espera; hay en él una espera que desborda todo objetivo alcanzado, todo objeto conseguido por su deseo, cualquier compañía conquistada, cualquier satisfacción lograda.
Es más, puede haber un pagano, un poeta pagano, el más pagano que la historia de la literatura nos haya dado a conocer, que intuya y describa la génesis de la impresión que el hombre tiene, o puede tener, de lo no eterno. La experiencia de lo no eterno, de lo efímero, de lo pasajero es la demostración por contraste de lo eterno, de lo que es eterno para el hombre, de una verdad eterna para el hombre, de una felicidad eterna para el hombre; porque el hecho de que las cosas, personas y cosas, todas las cosas - momentos, temporadas, o la vida entera – no son, se puede entender también en estos términos. «No son»: no son suficientes para explicar y para definir. «Medio de fonte leporum surgit amari aliquid quod in ipsis floribus angat», dice Tito Lucrezio Caro, el más encarnizado materialista de la antigüedad: justo en la cumbre de la satisfacción brota una fuente amarga que estrangula, sofoca, ahoga en medio del placer.
En cualquier caso, la eternidad tiene su inicio en el tiempo. El tiempo del hombre no es como el tiempo de la urraca ladrona o del gato, del gatito: contiene lo verdadero, algo que es verdadero, conlleva lo verdadero (de otra forma no se podría ni siquiera hablar de ello). Tiene dentro lo verdadero. Es lo eterno que se inicia en el tiempo. Si lo eterno es amor y felicidad, verdad y felicidad, lo eterno está presente en el tiempo como verdad y felicidad, como satisfacción y plenitud, como experiencia de plenitud. Es una vida diferente la que a través de nosotros Dios os pide, la que Jesús os ha pedido. Os ha pedido, y por lo tanto, os pide, porque el Señor no puede venir al mundo y a tu vida y cometer el error (para Él sería ir contra natura) de pedirte sólo “provisionalmente”: el Señor, es decir, Dios hecho hombre, el hombre que es Jesucristo, no navega más que en lo eterno.
Reflexionando largamente sobre ello, resulta un dato permanente - incluso sin creer en Dios - la insuficiencia de la forma de nuestra vida, lo insuficiente que es la forma terrena de nuestra vida.
Quise haceros comprender el valor, el valor real, del trabajo. ¿Qué tema tratamos antes del trabajo? ¿Qué tema vimos en el Retiro anterior?
Vimos la memoria, o sea, Cristo. Cristo y después el hombre. Y al hablar del hombre después de haber hablado de Jesucristo, hemos repetido que el hombre es hombre si imita a Cristo, como dijimos en los Ejercicios de la Fraternidad hace dos años y también el año pasado: Dios es todo en todo, esta es la observación suprema que, aunque no se quiera, nos sigue cada día, todo el tiempo; nos pisa los talones sin fallar ni un minuto. Y después dijimos que el hombre es hombre sólo si vive la memoria de Cristo, «Cristo todo en todos». «Dios es todo en todo», pero «Cristo es todo en todos», es decir, Cristo - su concepción de Dios y del hombre - debe ser imitado, debe reflejarse en la conciencia de todos: «Cristo todo en todos».
Lo que implica este intento de identificación o seguimiento, en cuanto es consciente y cordial, parece llevar en sí una sugerencia altamente anómala para nuestras experiencias normales (tanto es así que un ánimo devoto está allí a la espera, espera cargada de curiosidad y además de deseo; pero el ánimo - ¿cómo diría? - no reflexivo, que no cuida de sí mismo, que no piensa jamás en sí mismo, rechaza esta sugerencia con la misma instintividad con que rechaza lo que se le pone a tiro): «Factus oboediens usque ad mortem». San Pablo, al hablar de Jesús, utiliza esta expresión tremenda, clara y terrible: terrible para el hombre necio, pero para el hombre que es como un niño o como un adulto con una profunda conciencia de sí mismo, resulta un alivio, una fuente de paz, de equilibrio y de paz. Jesús - ¿recordáis el importante pasaje de la carta a los Filipenses? - : «Se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz». Se hizo obediente.
Para no alargarme demasiado, digo que el hombre nuevo es el hombre verdadero, y es el hombre feliz: una felicidad que es leticia, una felicidad como la que experimentamos tantas veces nosotros y vemos en los demás, en muchos a nuestro alrededor (en muchos que no tienen tantas pretensiones como nosotros). El hombre nuevo es el hombre feliz, satisfecho: una satisfacción cargada de gratitud (el hombre intelectual como nosotros, lo sabe bien; pero, ¡cuánto más maravillosa es la gratitud de la persona sosegada, pacificada, no demasiado empachada de palabras y relaciones!).
El hombre nuevo es el hombre verdadero. El hombre nuevo (o verdadero) está definido por la obediencia (no existe afirmación más ridícula que ésta para el hombre que cree tener consistencia en sí mismo, que pone su consistencia de alguna forma en sí mismo, o se reserva un espacio para esta presuntuosa actitud): la obediencia como norma de la vida, como dinamismo descriptible de la existencia de un individuo. Porque Cristo es el hombre: «Ecce homo», «Este es el hombre». Poncio Pilatos lo dijo cuando presentó a Cristo abofeteado, con la corona de espinas y ensangrentado: «Este es el hombre». Y aquel hombre se hallaba así por obediencia. Cuanto se pueda decir que hizo Cristo, fue por obediencia: «Yo cumplo siempre la voluntad del Padre»5.
La obediencia es pensar y hacerlo todo tomando el motivo y el criterio de Otro activo y determinante en el presente, es decir, tomándolo de una Presencia; obediencia es asumir - en la experiencia, en la forma concreta que hemos aceptado o que Dios nos asigna - un comportamiento y una actitud. Obediencia es actitud y comportamiento. Comportamiento, frente a las circunstancias que cada día suponen una fatiga (o lo son habitualmente); y actitud, como una fuente apacible, como virtud que está en el origen del propio ser. ¡Pero lo más bello es cuando las dos cosas van juntas!: cuando se da una sencillez de niño y una mirada y un comportamiento de adulto. Creo que la imitación de Cristo conduce a estas (¿cómo se llaman en la montaña?) estrechas cañadas. En cualquier caso, obediencia es la palabra que llena el corazón para la modalidad humana nueva. Un hombre nuevo, una vida nueva, una actitud nueva, tiene como paradigma transparente un modo nuevo de mirar todas las cosas. Este modo nuevo de mirar todo reaviva el manar de la esperanza. La esperanza no se puede mantener si no es verdadera, si no se entiende de verdad. Pero la esperanza es el auténtico seno del que nace el hombre; el seno materno para el hombre (por hacer una comparación que puede parecer inteligible sólo a la mujer) es la esperanza.
La fe, la esperanza y la caridad son tres virtudes, las hemos estudiado como tres virtudes; pero son un boceto cuyo punto cardinal es la certeza, una certeza. Es tener una certeza que abarca todos los campos, el horizonte entero (que incluye la fe, debe llegar a la fe; por esto los términos cristianos “aíslan” esta fe, la destacan como la fuente de la sabiduría).
La obediencia es la palabra que llena el corazón de la modalidad nueva que es una esperanza verdadera: la esperanza es la certeza que tiene el hombre en camino; un camino dictado por la certeza de la fe, y que se incrementa con la caridad, avivándose continuamente con la caridad.
Es precisamente dicha obediencia la que suscita esperanza; dicha obediencia constituye el seno materno para el hombre nuevo, y nos hace percibir, ver y sentir, nos hace vivir como al clarear el día, como al alba, el cumplimiento del hombre nuevo. Porque el hombre que procura seguir a Cristo no está siempre en la misma actitud que Jesús, no vive en una tensión continua, pero en la medida en que la vive ¡advierte que sucede algo! Por tanto, el aspecto más grave en la vida de un hombre que vive así es la oración, el pedir a Alguien. Fijaos en Pedro o en Juan y Andrés cuando lo seguían por los senderos del campo: lo seguían sin perderlo de vista ni un instante. Y debido a la mirada de Jesús sobre ellos, al mirarse a sí mismos, en un determinado momento no podían dejar de advertir que algo cambiaba en ellos.
Quien está fuera del seno materno de la obediencia está fuera de juego. Pero para saber quién se encuentra fuera veamos de qué modo la obediencia es fuente de certeza, manantial de esa certeza que proporciona fe y caridad, y fuente de la certeza que se llama esperanza porque se refiere al futuro, al mañana, a lo que va a suceder. Basta con leer especialmente a San Juan para ver qué es obedecer (el último discurso de Jesús o el sexto y el séptimo capítulo; la primera discusión pública de Jesús con altos cargos del pueblo hebreo de entonces). Obedecer significa que el hombre sigue a otro en los juicios y decisiones que debe adoptar, y se apoya por completo en otro; “confunde” su persona, en cuanto a inteligencia de las cosas y afectividad, con otra persona. Su inteligencia y afecto están en otro, en otra presencia (Otro, en cuanto supera y va por delante, Otro que es más yo que yo mismo).
Si por el contrario no tenemos esta posición, si estamos determinados por lo que dicen los demás; si Cristo - el seguir a Cristo - no determina nuestra posición, caemos en una situación de esclavos (cfr. la carta a los Romanos y la carta a los Gálatas de San Pablo). No obedecer significa “renunciar” a Cristo, dejar que prevalezca la renuncia a Cristo: eliminamos a Cristo de nuestro juicio, y el hombre se gobierna con su propia medida. Esto supone que el hombre elige de quién depender (porque es evidente que uno no se hace, por tanto depende de algo). El hombre se retuerce sobre su «no», el «no» con el que toma la manzana. El hombre se rige por esta medida. Y la manzana de Eva, siendo una metáfora hiperbólica, adquiere luego en nuestra conciencia de hombres una forma muy precisa; una precisión que no sabemos tener en nuestros actos, públicos o privados, aunque los llevemos a cabo con suma atención. El mismo «no» de Eva se traduce - como dice Eliot -, en usura, lujuria y poder. Y de los tres el más sentido, y podríamos decir el más generalizado, es el poder, la posesión. Posesión de lo que parece más adecuado para responder al propio deseo.
La obediencia es el criterio de la vida, el criterio último de la vida del hombre nuevo: «Se hizo obediente hasta la muerte» (pero ahora sólo aludo, debo resignarme simplemente a aludir a esto, porque habrá que retomarlo). La obediencia es pensar y hacerlo todo tomando el motivo y el criterio de Otro, de Otro distinto a nosotros, de una Presencia. Mientras que la desobediencia, la no obediencia, cede a los criterios de otro, a criterios y decisiones de otros, pero es una esclavitud; porque cede a toda la violencia que un determinado tipo de relación que olvida a Dios siempre ejerce, ¡siempre!.
Por eso decía que la obediencia es la palabra que llena el corazón para el modo nuevo de caminar que Dios ha previsto para el hombre: una esperanza verdadera. Y detrás de este hombre nuevo que va realizándose, detrás de este obediente, muchos otros, en larga fila, serán confirmados en la misma esperanza. Porque de alguien así nace un pueblo; y el pueblo es en primer lugar el hijo, el hijito, los dos hijitos.
Ahora bien, el problema es que el hombre nuevo se afirma sobre un hombre viejo. El hombre nuevo es como un injerto en un tronco viejo. Por tanto exige un cambio; todo en nosotros debería llevarnos a este cambio, pero después de la interrupción de Eva... (la cual se fió no de la Presencia, sino de algo que nunca había estado presente en su experiencia: Satanás, la serpiente, ella no sabía qué era. De este modo, para ser más libre, se hizo más esclava. Lo que no depende de Otro nos hace siempre esclavos: para aquel que no depende de Cristo, de la presencia de Cristo, la esclavitud es inevitable).
El hombre nuevo, el hombre obediente, para afirmarse sobre el hombre viejo, exige un cambio, un cambio que supone crear algo nuevo, que supone una creación, una creación literalmente nueva: es otro. Quien ha sentido en su carne este cambio dice que es como ser un ser nuevo (los Padres de la Iglesia lo han expresado de muchas formas, han utilizado diferentes expresiones).
El paso que este cambio implica se hace difícil, se convierte en un problema - se vuelve problema y obstáculo -, por el hecho de que la novedad se injerta en lo viejo. Por eso debe ser una creación nueva, porque un niño que renazca en el corazón de un viejo, en el corazón de un hombre mayor, significa que mucho desecho, muchas escorias de este viejo deben desvanecerse, se deben eliminar: es el corazón que es creado de nuevo.
Por ello, este cambio se inicia siempre como el clarear del día, como el alba de la mañana. Cuanto más camina el hombre, es decir, obedece, más vence toda reticencia y nube, y se dilata el sol de la verdad, la belleza y el amor. Así queda cambiada la totalidad de ese hombre; porque si una pizca de mí mismo pide el sol, cuando el sol llega ilumina todo lo que soy, ilumina ese fragmento y todos los demás.
«Hombre nuevo» es la definición, la expresión del verdadero acontecimiento cristiano. El acontecimiento cristiano es la irrupción en la historia de un hombre distinto como protagonista último. Sólo que el tránsito de uno a otro ocurre lentamente, al injertarse esta novedad en un tronco viejo, lo cambia lentamente. Sucede poco a poco. Por ello os hago cantar siempre ese bellísimo himno Antes que rompa el alba: porque es la descripción física, perfecta, de cómo sucede este cambio en un hombre que sea continuamente reclamado a ello. Y, un paso tras otro, ese cambio se produce por algo que no se ve: no se ve con los ojos, ni se capta como concepción, ni se aprecia como sentimiento. Se entiende lo que se nos dice; mejor, se entiende cuánto sacrificio implica el paso que hay que dar; podemos no entenderlo al principio, no saberlo al principio, pero el paso hay que darlo. El paso para este cambio es «desgarrador», desgarra algo en nosotros. «Para afirmar esa Presencia debo...».. El hombre viejo, sintiendo surgir en sí un reclamo nuevo, necesita aceptar este desgarro para seguirlo (como en ciertas operaciones: a menudo el corte es un desgarro).
Llegados a este punto espero, entonces, que si uno presta atención a las frases que digo una tras otra, pueda entender: «¡En este sentido nos habéis hablado de trabajo, hombre y mujer, y justicia!». ¡Sí, es en este sentido! Por eso, hablé de estos tres puntos como muestras de un cambio. Cada uno de ellos documenta el cambio e implica los demás aspectos de la vida, porque se trata del cambio del yo (uno puede tener la capacidad de cubrir sólo un aspecto de la vida, pero cada uno implica los otros dos, ¡lo implica todo! No hay nada tan “inorgánico” que pueda concebirse como aislado de un contexto. Sería abstracto).

A. He hablado de la justicia según se vive en nuestra época: como el lugar donde el hombre es la medida de las cosas. Mientras el hombre es la medida de las cosas, mientras se considera la medida de las cosas, la vida del hombre en la sociedad sufre un dominio, soporta una esclavitud - dice san Pablo en la carta a los Romanos -, no conoce qué es la libertad. Porque, incluso quien realiza una fusión de dos o tres importantes empresas, lo hace para adueñarse del poder - porque el dinero proporciona todas las posibilidades, permite hacerlo todo, produce la ilusión de ser los dueños. ¡Y cuántos caen en esta ilusión! ¡Salen en la prensa! -, pero no tiene libertad; trata de hacer esclavos a los que tiene a su alrededor. ¡Pero este adueñarse del poder no vale únicamente para las grandes empresas (para TELECOM, por poner el último ejemplo)!
Bajo el pretexto de la justicia, sentimos la violencia que nos hacen, la repulsión que nos produce este sentirnos arrastrados en la caída de todo un pueblo; y todos se dejan arrastrar. Es amargo que nosotros no podamos identificar la justicia con estas cosas. Sí, la justicia implica siempre estas cosas cuando se olvida al Otro que es todo para todos, es decir, cuando se olvida a Dios, se olvida a Jesucristo y, entonces, también a cada persona creada por Dios y salvada por Cristo.
El juicio dado por Nietzsche es genial porque muestra también el punto, el fenómeno que resuelve esta situación común a todo el mundo: «No me gusta vuestra justicia fría, y en el ojo de vuestros jueces reluce siempre para mí el verdugo con su espada gélida. Decís: ¿dónde se encuentra la justicia que es amor y tiene ojos para ver? Inventadme, entonces, el amor que lleva sobre sí no sólo todas las penas, sino también todas las culpas».. Entre muchas razones, esta frase es bella por una: porque introduce también el concepto de amor justo. Es la justicia la que permite entender cuándo un amor es justo: si el amor produce justicia es justo; si el amor no produce justicia, no es justo. Ahora bien, el amor es afirmar el destino del otro; uno no ama si no afirma realmente el destino del otro. Puede equivocarse cien veces, si es viejo como yo, o si es como un niño que no sabe dónde está el camino, o si es testarudo y puñeteramente tenaz como quien es grande, pero el amor es realmente afirmar al otro, afirmación de otro: es igual que la obediencia, la afirmación de una presencia como criterio.
La obediencia es amor, pero también la justicia lo implica, porque si la justicia no es amor, ¿qué sucede? Sucede que no se buscan todos los factores en juego en un hecho imputable a un hombre, todos los factores implicados - todos los factores de la experiencia, responsables de esa experiencia -; no se da un paso sin buscar nuevas acusaciones que además no se demuestran; peor aún, sólo se demuestran con los “arrepentidos”, con los criminales que dicen haberse arrepentido.
Desde este punto de vista el amor es justicia no porque anula el juicio sobre el mal, sino porque implica el llegar a un juicio adecuado sobre quien ha cometido un error: sólo la caridad puede, frente a un asesino, comprender al asesino, encontrar en el error un margen posible que limite su responsabilidad. Sin embargo, para quien la justicia no es amor, es violencia: llega a golpear al otro apenas da un motivo, aunque no esté comprobado o, como estamos viendo, - lo he dicho antes - comprobándolo a raíz del testimonio de criminales que se califican como arrepentidos.

B. La relación hombre-mujer es el índice más claro de la necesidad de la compañía para el camino de la vida, como dice Dios en el Génesis: «Hagamos un ser que sea compañía para él; este ser que he creado no puede estar solo. Voy a crear una compañía para él». Pero si la mujer no es compañía, no es - ¡no es! - sujeto del amor, sujeto ni objeto de amor. No existe el amor entre los dos, porque, si no es compañía hacia el destino, el hombre o la mujer piensan en el otro no según el destino, no como amor o preocupación por el destino.
La relación amorosa entre las personas, cuyo símbolo original para el hombre es la mujer, es falsa si el amor - que es afirmación del otro como destino - se quema en su misma raíz por la exigencia de recibir algo a cambio de nuestro darnos al otro. Si el darse al otro necesita, prevee, se hace por, o pretende recibir algo del otro, no sería don sino cálculo -¡siempre!-. Un cálculo que nace y se desarrolla determinado por el instinto, y a través de satisfacciones o conveniencias nutre un sentimentalismo donde el afecto no nace de un juicio de la inteligencia, sino de una ola precaria de emociones y decisiones y donde la violencia que se esconde, inconsciente de sí misma, produce una mañana sin sol.
Mirad, había traido estas dos poesías con la ilusión de leerlas, pero os pido que las busquéis vosotros en el capítulo sobre Ada Negri del libro Mis lecturas: leed Mia giovinezza y después la poesía que dice: «No supe decirte cuánto te amo», Atto d’amore.. Leedlas, por favor, porque, si insistimos, no es sin un gran motivo y una gran intuición. Si repetimos las cosas... hacemos como nuestro querido Adriano: ¡hemos oido todos los chistes que cuenta cien veces! Y son realmente divertidos porque los cuenta con un tono y una modalidad nuevas.

C. El trabajo. Verdaderamente es un descubrimiento llegar a reconocer el trabajo - en el sentido más propio del término - en su horizonte total. El horizonte total del trabajo es la relación del hombre con todos los demás seres; pero es una relación que, vivida con cualquier otro ser, ilumina la conciencia que el hombre tiene de sí mismo en un pensamiento, en un recuerdo del misterio del universo, cuya naturaleza es la dinámica del Ser que debe obrar. De este modo, el trabajo es la obra en cuanto alcanza incidir en la obra del Espíritu; es como el Misterio en su aspecto original de la creación. Cada instante de trabajo, cualquier gesto de trabajo - también coser un botón a la camisa o a la chaqueta - tiene la dignidad propia del sujeto humano.
Si no entendemos esto, cualquier otra expresión a la que una mujer o un hombre se vean obligados (porque no haya nada más que hacer o no sean capaces de hacer otra cosa) no tendría dignidad: sería como eliminar a todos estos individuos de la faz de la tierra, borrarlos todos del mapa. Entonces incluso quien sube en la Soyuz11 a lo alto de los cielos, realiza algo que tiene el mismo valor que el gesto de su madre cuando lo lavaba de pequeño. ¡Qué tranquilidad tendría quien en la Soyuz pensara que está haciendo esa empresa por voluntad de Otro, por la intervención de Otro, al igual que su madre cuando le bañaba de pequeño! Y es grande alguien que ya no puede hablar – y por tanto, no puede dar clase ni hacer otra cosa - o alguien que quiere ir en bicicleta y pierde el equilibrio, se cae y se pasa seis meses en el hospital con las costillas rotas, y luego ya no puede ir en bicicleta (aunque, bueno, ¡le llevarán en coche!).
Es lo mismo que para Cristo: Cristo, con un gesto suyo, ha vuelto a crear el mundo, porque ha renovado la creación. Es una nueva creación. Cristo toca el aspecto original de la creación, ofuscada y alterada por el hecho del pecado original; y todo el que está en Cristo toca también la creación de Dios y la hace distinta. Todo el que se identifica con Cristo incrementa la esperanza, lo más valioso que se puede desarrollar en la relación con las cosas y las personas. Reaviva la esperanza.
¿De dónde nace para nosotros dicha relación con Cristo que llega hasta los capilares últimos de un cambio, hasta el desarrollo de un interés por todo y a un equilibrio tan grande que nos hace de pronto, después de veinte años de malos hábitos, adoptar una postura correcta, equilibrada (¡con todo lo que antes se hacía!)? Es el Bautismo. El Bautismo es realmente el signo visible, misterioso pero pacificador, de lo nuevo, de la novedad inquietante que Cristo ha traído al mundo. Porque Cristo en el mundo es cruz y resurrección. Por eso vale todo lo que antes hemos dicho: el sacrificio es el desgarro por el cambio; sin desgarro no hay nada, no existe nada, tanto es así que nos maravillamos de que Dios haya elegido para sí mismo una modalidad tan trágica.
«Ninguno de nosotros vive para sí mismo, ninguno muere para sí mismo, porque si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor. En la vida y en la muerte somos del Señor»12. Es una obligación tomar en serio esta frase. Acordaos siempre de ella; de este modo también vosotros seréis capaces de hacer lo que Igino de Padua13. Me lo dijo enseguida su mujer: «Mire, leyó esta frase en un libro y me la enseñó: “Sea que vivamos, sea que muramos somos del Señor”».
Por eso la obediencia es la claridad y toma de conciencia fundamental de lo que debemos hacer. Es mucho más interesante obedecer que lograr hacer algo.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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