La espléndida iglesia de la ciudad italiana es un símbolo de la unidad del pueblo. La quiso Matilde de Canosa para reconducir a todos a la obediencia al Papa. Con su genialidad, Lanfranco y Wiligelmo plasmaron un signo físico del ideal al que todos tienden, un signo evocador del destino
Cuentan las crónicas que hace nueve siglos Módena estaba destrozada. El antiguo asentamiento romano se hallaba en ruinas. El nuevo asentamiento cristiano, ubicado fuera de los muros, alrededor de la antigua necrópolis, estaba invadido por las aguas (las crónicas hablan de «inundatione submersa»). Incluso la catedral, construida en el lugar del martirio de san Geminiano, presentaba signos de hundimiento. Había sido edificada en torno al año 1060, pero el canónigo Aymone escribe que era arriesgado entrar en ella por el peligro de derrumbamientos. Que fueran riesgos reales o amenazas simplemente simbólicas, debidas a que la catedral se había construido por voluntad de un obispo cismático, Eriberto, varía poco los datos. Módena seguía siendo un pueblo sitiado por la miseria y las ruinas. La sede episcopal estaba vacante y no se veía en el horizonte a quien pudiera reconstruir una convivencia civil.
Sin embargo, en ese 1099 se produjeron algunos hechos extraordinarios. Hacia el destino de Módena había vuelto su atención la personalidad más influyente de esa región: Matilde de Canosa. Defensora del Papa en las luchas por las investiduras, protagonista de la célebre humillación del emperador Enrique IV, desde lo alto de su inexpugnable castillo en el corazón de los Apeninos, Matilde extendió paulatinamente su influencia hacia la llanura. Monasterios, abadías, catedrales: allá donde podía trataba de poner en marcha talleres, de establecer nuevos lugares de fe, siguiendo el modelo de Cluny. A finales de siglo su atención se dirigió hacia aquel viejo asentamiento romano que, gracias a un santo, había sido preservado del flagelo de Atila y que aún sobrevivía entre múltiples dificultades. Llevó a cabo una intervención discreta. Comprendió que era el momento de reconducir Módena a la obediencia a Pedro. El clero estaba perdido, pero el pueblo se puso inmediatamente de su parte. Como relata el canónigo Aymone, «non tanto ordo clericorum sed universus ecclesiae populus conferre coeperunt». Es decir, en contra de las resistencias conservadoras, el partido del pueblo tomó las riendas y puso en marcha el taller de la catedral.
El constructor de Como
Y aquí se produjo otro hecho inesperado. Para construir una catedral hacía falta alguien que tuviera experiencia. ¿Quién se atrevía a edificar en esas llanuras salvajes cuando desde el norte llegaban noticias de obras poderosas? Sin embargo, por la misericordia de Dios - relata Aymone -, «inventus est vir», se encontró al hombre que se buscaba. Su nombre era Lanfranco, «mirabilis artifex, mirificus aedificator». Artifex, esto es, creador; aedificator, esto es, constructor. Nada sabemos de él. La tradición con buena lógica lo considera proveniente de Como, ciudad donde se había formado una extraordinaria escuela de constructores. Lo atestiguan dos espléndidas joyas del románico: las iglesias de San Abundio y San Fidel. Con Lanfranco el románico cobra impulso, belleza, elegancia. Las estructuras se aligeran, las líneas -ya esenciales en sí- se hacen más ágiles y luminosas. Hasta en los materiales hay mayor cuidado y atención. Aymone cuenta al respecto que en 1099 se produjo el tercer prodigio. Una vez encontrada la financiación y el arquitecto, la obra corría otro riesgo de paralización: faltaba la materia prima, la piedra. Pero las piedras aparecieron no se sabe de dónde. Para los cimientos se reutilizaron grandes bloques provenientes de algún antiguo monumento romano. Bloques que no estaban lejos del lugar, dadas sus medidas, regulares, pero muy imponentes (1,56 por 1,04 m. cada uno). Los trabajos comenzaron el 23 de mayo de 1099. Tras sólo 18 días estaban excavados los cimientos y el edificio empezaba a alzarse del suelo. Era el 9 de junio. A partir de entonces, empezaron a llegar para las paredes piedras de las zonas de Vicenza y Verona. En el interior, el genio de Lanfranco utilizó columnas de mármol romanas, que alternó con pilares fasciculares de ladrillo. Las paredes se revistieron de opus latericium. El resultado fue una síntesis conmovedora de fidelidad a la tradición constructora paleocristiana y de innovación según el más alto espíritu de su tiempo.
El genio salido de la nada
Pero la verdadera y extraordinaria síntesis que se lleva a cabo en Módena es la que se da entre Lanfranco y otro célebre artista llamado a trabajar en esa obra: Wiligelmo. También él surge de la nada y no tendríamos noticia de su presencia si la lápida de fundación del Duomo no llevase grabado, con un énfasis decididamente fuera de lo común, su nombre: «Inter scultores quanto sis dignus onore claret scultura nunc Wiligelme tua» (Wiligelmo, tu escultura proclama cuán digno eres entre los escultores). Sin tan frágil testimonio grabado en el mármol del bajorrelieve junto a Enoc y Elías, el extraordinario genio que dejó en la fachada de Módena las mayores obras maestras de la escultura románica permanecería en el anonimato. Por el contrario, Wiligelmo, con su nombre a la vez arcaico y triunfante, es una presencia con rasgos precisos, definidos, arrogantes. En los primeros años de 1100 seguramente trabajó al unísono con los trabajos de la estructura arquitectónica, elaboró los frisos con la historia del Génesis, que en un tiempo podían contemplarse más abajo de donde se pueden ver hoy. Como Lanfranco, su historia y su sensibilidad le llevan a reunir en un abrazo extraordinario la romanitas y el arte románico. En efecto, esto es lo característico del taller de Módena: en él, sea por su cercanía a los restos antiguos, sea por las razones religiosas a las que aludimos al comienzo, el soplo de Roma se oye poderoso. Se trata del Románico que, en lugar de inclinarse sobre su fascinante rudeza, se levanta casi atrevido, solemne.
Preciosismos sobre la piedra
Wiligelmo trabaja como un escultor mil años anterior a su época. Logra preciosismos totalmente anómalos para su tiempo. En su taller se trabaja la piedra con el taladro y la unión entre los bloques se realiza con técnicas heredadas de la antigüedad.
Todo esto podría obedecer a criterios «abstractamente arqueológicos», como ha subrayado el más profundo conocedor del taller de Módena, Arturo Carlo Quintavalle, si Wiligelmo no lo hubiera concebido como mero instrumento para hacer más potentes sus invenciones.
En la fachada modenense sucede con Wiligelmo algo sólo comparable a lo que Masaccio realizará en las paredes de la Capilla Brancacci tres siglos más tarde. En Florencia, Masaccio inventó las sombras (la de Pedro que sana al enfermo). Aquí, Wiligelmo inventa el cuerpo del hombre. ¡Qué conmoción ver la figura adormecida de Adán que desde la piedra deja transpirar el calor de la carne! Wiligelmo es el primero en cortar con toda abstracción o formalismo expresivo. Sus figuras nacidas de la piedra desprenden todo el misterio y la potencia de ser criaturas. En sus músculos está grabado el peso de la finitud humana, pero a la vez también la luz que sólo un destino de hijos puede imprimir en los cuerpos.
Entretanto, en 1106, el Duomo de Módena era consagrado por primera vez. Ante el Papa Pascual II, el recién nombrado obispo Dodón y Matilde, se trasladaba el cuerpo de San Geminiano de la antigua a la nueva iglesia. El clero hubiera querido adelantar este momento, pero el pueblo impuso que el traslado se realizara ante el Pontífice. El cuerpo del santo que había defendido el cristianismo de la herejía arriana en estas llanuras y que las había protegido del azote de Atila fue exhumado. Su cuerpo apareció «integrum et illibatum», dice Aymone, testigo ocular de estos acontecimientos. Sólo habían pasado siete años, Módena tenía de nuevo su santo y su catedral.
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