Proponemos el artículo de Julián Carrón publicado en el diario Il Corriere della Sera el 24 de diciembre de 2005 y en el diario El Mundo el 26 de diciembre
«Todos confusamente buscan un bien / en el que el ánimo se aquiete, y lo ansían; / así, todos combaten por lograrlo». Dante supo expresar con singular genialidad la espera que constituye el corazón de cada uno de nosotros. Todos secretamente esperamos, a veces casi con vergüenza de confesárnoslo, este bien en el que nuestra alma descanse. Es como si tuviéramos que hacerlo furtivamente, a escondidas de nosotros mismos y de los demás, como para defendernos. Hasta ese punto es impopular, políticamente incorrecto, admitir la propia necesidad humana. Pero, ¿Por qué?
Porque «todo conspira para callar de nosotros, un poco como se calla / tal vez, una vergüenza, un poco como se calla una esperanza / inefable» (R.M. Rilke). El poder –de cualquier clase que sea– tiene la pretensión de desposeer al hombre de su propia experiencia, de lo que es más suyo, de sus mismas entrañas. Su pretensión es tan fuerte que no se conforma con menos de todo: quiere el alma. Y, desgraciadamente, demasiadas veces encuentra en nosotros un aliado oculto. De forma que también nosotros a veces creemos que no somos más que un sueño. Para poder mirar a la cara al propio corazón hay que tener un “yo” como el que expresa el poeta Antonio Machado: «¿Mi corazón se ha dormido? / No, mi corazón no duerme. / Está despierto, despierto. / Ni duerme ni sueña, mira, / los claros ojos abiertos, / señas lejanas y escucha / a orillas del gran silencio».
¡No somos un sueño! Mi corazón está vivo, despierto, si digo “yo” con toda la lealtad de la que soy capaz, con sinceridad, con una ternura como la de mi madre cuando me abrazaba de pequeño. Sólo esta ternura hacia nosotros mismos permite abrazar toda la hondura de nuestra humanidad y nos muestra que el corazón «ni duerme ni sueña, mira, / los claros ojos abiertos, / señas lejanas y escucha / a orillas del gran silencio». La razón alcanza su vértice cuando llega al gran silencio, es decir, al reconocimiento del Misterio. Ante él sólo podemos mirar con los ojos abiertos de par en par esperando un signo que llegue desde la otra orilla. La Navidad es el signo que todos aguardábamos, más o menos confusamente; es la señal que nos llega del “gran silencio”, del Misterio. Es el cumplimiento imprevisto de esa espera. «El Verbo se hizo carne». El Misterio se hizo uno de nosotros. Llegó hasta nuestra orilla. Fue, y es, una sorpresa, al igual que lo fue para María y para José, para los pastores y para los Reyes Magos.
Con la Navidad entra para siempre en la historia una Presencia que supone una novedad que ningún poder puede eliminar. «Alguien nos ha sucedido», decía Mounier. Esta Presencia corresponde tanto a la espera del corazón que jamás podrá ser derrotada. Ejerce una fascinación tan profunda que sólo quien se empeña en rechazarla permanece impermeable a su atractivo.
Ante este hecho resulta patético reducir la Navidad a un fenómeno mistérico o virtual, producto de la imaginación religiosa, que no tiene nada que ver con la realidad de la vida diaria. No es más que el intento de encerrarla en el mundo de los sueños.
¿Por qué no es un sueño, como, de hecho, no lo fue hace dos mil años? Porque Su presencia sigue actuando hoy. «La fe cristiana es la modalidad subversiva y sorprendente de vivir las cosas cotidianas», escribía don Giussani. Nosotros verificamos que Cristo es real y está presente porque cambia lo que más se resiste a cambiar: la vida cotidiana. La intensidad de vida, la vibración inefable y total ante las cosas y las personas, la densidad que cobra el instante en una época en la que todo está achatado, nos convencen de que Péguy tenía razón: «Él está aquí. / Está como el primer día. / Está entre nosotros como el día de su muerte / Eternamente todos los días. / Está aquí entre nosotros durante todos los días de su eternidad».
El cristianismo es sencillo, está al alcance de cualquiera. Basta ceder a su atractivo vencedor. Al igual que los pastores, que seguirán siendo en la historia la prueba de que el cristianismo es sencillo. Solo hay que tener la sencillez de reconocerle.
Él está aquí. Lo documenta de forma meridiana el Papa Benedicto XVI, que nos desafía testimoniando la belleza de ser cristianos y la alegría de vivir el cristianismo, testimoniando que el mal no nos hace felices y que el aburrimiento queda derrotado cuando dejamos entrar a Cristo en nuestra vida. ¡Qué responsabilidad tenemos los cristianos! La responsabilidad de testimoniar con nuestra vida la verdad de sus palabras.
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