Una doctora española cuenta el cambio de su actitud tanto ante el dolor de sus pacientes como ante la vida de todos los días
Soy médico especialista en Medicina Familiar y Comunitaria, trabajo en un Centro de Salud de la Sanidad Pública por las mañanas y como Terapeuta de Familia por las tardes. El movimiento es la forma que toma la Presencia de Jesús para mí, el lugar donde Él se hace concreto, carne. Ser del movimiento es pertenecer a este lugar histórico que me permite reconocer a Cristo presente en cada instante, ahora, mientras escribo estas letras.
El trabajo de la Escuela de comunidad durante estos años con Julián me ha enseñado un uso de la razón que ha cambiado, entre otras cosas, mi forma de relacionarme con la realidad y por tanto, también mi forma de pasar consulta. El deseo de hacer las cosas bien, de no equivocarme, han hecho que, durante mucho tiempo, estuviese más preocupada por el resultado de lo que hacía que por la persona que tenía delante. Ahora, mi experiencia es que si tengo a Jesús en el rabillo del ojo es posible establecer una relación con Él, momento a momento, en cada cosa que hago: cuando exploro a un paciente, cuando le digo a otro que tiene un cáncer o cuando hago la cena en la cocina de mi casa. La consecuencia más concreta es que todo mi yo está centrado en lo que tengo delante y no pierdo energía calculando los posibles resultados antes de que sucedan; simplemente miro y abrazo lo que se me da, cuando se me da y tal y como se me da. De esta manera, el trabajo es más inteligente, porque veo más factores de la realidad, disfruto más y mi corazón descansa porque no hay mayor satisfacción que estar en relación con Quien te prefiere.
Estoy aprendiendo a no tener miedo de mis deseos, a mirarlos de frente, a no olvidar que mi pecado no es la última palabra sobre mí. Y esto, que es verdad para mí, también lo es para mis compañeros de trabajo y para mis pacientes. Esta certeza me permite un punto de partida totalmente liberador: cuando me levanto por la mañana puedo reconocer un abrazo definitivo, eternamente fiel, un abrazo que llena la vida de pasión y de alegría
No sería capaz de acompañar a un paciente con SIDA hasta su muerte, ni a una familia con dificultades en el camino de su sufrimiento si pensase que tengo sobre mis espaldas la responsabilidad de su alegría o de su consuelo. He aprendido que soy un instrumento para su salud, pero no la respuesta a sus necesidades, y al desaparecer esta presión por “estar a la altura” o por no equivocarme, aparece un atrevimiento ingenuo –como decía don Gius– para ir hasta el fondo del corazón, del mío, del de mis compañeros, del de mis pacientes, mirarles viendo su deseo de felicidad, y colaborando en despertar las preguntas a las que sólo responde Él.
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