El 10 de octubre de 1985 don Giussani dio una conferencia en la parroquia de San Nicolás de Dergano (un barrio popular de Milán) invitado por el párroco, don Bruno de Biasio, con ocasión de la fiesta patronal. Como nos parece actual, la proponemos como contribución –que nace de una experiencia– a la reflexión comenzada por los obispos italianos sobre la naturaleza y finalidad de la parroquia
Premisa: el secularismo
En el diario Avvenire1 de hoy podéis leer una pequeña reseña sobre el Simposio de Obispos europeos que en estos días se celebra en Roma y que aborda los problemas del ateísmo y de la irreligiosidad, cuestiones que cada vez tienen más influencia sobre nuestra gente.
Se habla de Europa, pero el Papa ya lo sugirió en Loreto cuando llegó a hablar incluso de «nueva evangelización de Italia»2. De ahí que podamos utilizar, sin ser injustos, la expresión «sobre nuestra gente».
Seguramente habéis leído también lo que decía el cardenal Danneels de Bruselas, cuando afirmaba que no hay más que un remedio frente a este avance del secularismo. “Secularismo” no significa amor al siglo o al mundo, sino la afirmación del mundo o del siglo prescindiendo de Dios. Quizá debiéramos ampliar esta observación, si queremos leer inteligentemente los periódicos e incluso los documentos del pensamiento –eclesiástico o no–, ya que en el transcurso de la historia la afirmación del mundo y de la realidad como algo valioso comenzó con el cristianismo.
Hay una frase de san Pablo que es, desde el punto de vista cultural, la más revolucionaria de la literatura de todos los tiempos; me refiero a la afirmación: «Toda criatura es buena»3.
¿Por qué es buena toda criatura? Porque es criatura, porque la ha hecho Dios. Por eso el “siglo”, es decir, el mundo cuya provisional vida transcurre durante siglos, es una realidad preciosa porque es el camino desde el que el Señor nos llama, en el que incluso nos sale al encuentro, y nuestra vida será juzgada por nuestro comportamiento en este camino.
De ahí que no podamos utilizar el término “secularismo” refiriéndolo a una situación opuesta a la religión, o a la religiosidad vivida, sin hacer algunas aclaraciones. No tiene de hecho nada que ver con un cierto “angelismo” o espiritualismo abstracto, ya que la relación con Dios nos la jugamos en este mundo, dentro de la realidad de este mundo, en la máxima concreción cotidiana.
Por eso cito siempre, en estos últimos años, una frase muy oportuna del Evangelio que dice que «deberemos dar cuenta hasta de las palabras dichas en broma»4, es decir, que ante Dios incluso una palabra dicha en broma tiene valor.
Por eso la realidad, toda la realidad es buena, «toda criatura es buena». ¿Por qué es ésta una frase revolucionaria, culturalmente hablando? Porque, en la visión del mundo y de las cosas, sin Dios, es más, sin una idea clara de Dios (y la idea de Dios nos la ha dado Jesús: «A Dios nadie lo ha visto, el Hijo Unigénito nos lo ha revelado»5), sin una idea clara del Dios viviente, el hombre siempre ha mirado el mundo con una mirada dualista, ha mirado siempre el mundo como hecho de cosas buenas y de cosas malas, de cosas dignas y de cosas innobles. Sin embargo, en la naturaleza no hay cosas nobles e innobles, ya que todas han sido hechas por Dios. Lo noble o lo innoble «brota del corazón del hombre»6, observó Jesús con motivo de una discusión con los fariseos. Una vez más, «todo es bueno».
Esta mentalidad dualista, por la que hay cosas que son buenas y cosas que son malas y de ahí que las cosas malas deban ser eliminadas, esta mentalidad es propia del hombre de todos los tiempos cuando Dios no es el punto de vista desde el que mirarlo todo. No sólo en la antigüedad (cuando se llamaba “maniqueísmo”), sino incluso en nuestros tiempos, porque toda ideología, esté o no en el poder, considera buenas ciertas cosas y otras malvadas, y las malvadas deben ser quitadas de en medio, con la violencia si es preciso. De ahí que no haya ideología, es decir, concepción de la vida y del mundo, que el hombre no haya intentado afirmar, apenas ha tenido un poco de poder, con la violencia. Así, por ejemplo, en la dialéctica marxista el rico es el mal que hay que eliminar y el trabajador es el bien que debe ser valorado.
Cualquier manifestación de la expresión humana, cualquier poder humano que se apoye sobre una interpretación humana de las cosas, encierra este dualismo.
También en nosotros mismos podemos ver esta tentación original –porque es precisamente una consecuencia del pecado original– por la que hay cosas que consideramos bellas y nobles y cosas feas, como si pudiera haber cosas malas por naturaleza, cosas nobles y cosas innobles. En nosotros se da esta tentación. Sin embargo, el que las cosas puedan convertirse en ocasión de mal o en sugerencia de bien depende del uso que el corazón haga de ellas.
Así pues, «todo es bueno». Y cuando Jesús dice: «Te ruego Padre por ellos, no te ruego por el mundo»7 –pocas veces en los años del posconcilio se ha oído citar esta frase de Jesús, y sin embargo la pronunció–, el mundo por el que Cristo no reza no es la realidad hecha por las manos del Padre –es decir, hecha por el poder de su Espíritu–; el mundo por el que Él no reza es el corazón del hombre que pretende organizar la realidad de su vida y de la vida de la sociedad prescindiendo de Dios.
Éste es el mal: prescindir de Dios. Porque el Señor de todo es «el Señor», es Dios, y siendo Suyas todas las cosas, deben ser miradas y usadas a la luz de Su mirada.
La raíz del mal que hemos denunciado, de esta descristianización, de esta depresión general del pueblo desde el punto de vista religioso, la raíz puede ser claramente detectada en la actitud de nosotros cristianos, que por desgracia hemos hecho nuestra, durante el posconcilio, una idea de Dios, una imagen de Cristo, un concepto de Iglesia y una realidad de fe separadas de la vida.
Muchas frases que hemos escuchado y que quizá incluso hemos repetido como: «la religión no tiene que ver con la política; la religión no tiene que ver con la educación; la religión no tiene que ver con la industria, el comercio o el trabajo; la religión no tiene que ver con la escuela y la educación; la religión no tiene que ver con el arte, etc...», todas estas frases son expresión de un dualismo, de una ruptura entre la fe y la vida con sus exigencias y sus necesidades. Hay una palabra que indica esta concepción del hombre y de la sociedad en la que la fe está rota, separada de las exigencias de la vida: se llama “laicismo”. El secularismo es la consecuencia del laicismo: allí donde la fe no ha sido vivida dentro de las exigencias y las urgencias de la vida, la vida ha empezado a marchar por su cuenta, y la fe se ha alejado cada vez más, haciéndose más y más abstracta.
El secularismo que tanto preocupa al Papa y a los Obispos depende del laicismo, de una fe que ya no se juega en la vida de todos los días, desde el aspecto privado al aspecto social, ya que el aspecto social determina, con mayor o menor lentitud, hasta el aspecto privado.
He querido introducir esta observación sobre la palabra “secularismo”, tan frecuente en los medios de comunicación y en nuestras relaciones, para indicar precisamente una cierta ruptura (que también nosotros hemos padecido, ya que muchas veces se nos ha propuesto precisamente como ideal esta ruptura entre fe y exigencias de la vida personal y social), justamente porque es ahí donde reside la causa de nuestra terrible situación. Por eso, la indiferencia religiosa es tan grave que el diario Avvenire titulaba hoy su artículo: «La indiferencia religiosa, peor que el ateísmo de Estado»8. Porque en el ateísmo de Estado, como sucedió en Rusia, el corazón del hombre pudo renacer y en los “lager” (como describe bien Solzenitsyn en sus novelas, especialmente en la documentación sobre los Gulag), en los campos de concentración se inició el más hermoso resurgir religioso de la época moderna, de la época contemporánea.
El cardenal Daneels dice: «No hay más que un remedio [frente al secularismo], descubrir la realidad de la gracia y la omnipotencia de la palabra de Dios». ¿Cómo se redescubre la realidad de la gracia y la omnipotencia de la palabra de Dios? A partir de algún hecho, ya que son los hechos los que revelan el poder de la palabra de Dios, la presencia de la gracia. Por tanto: «Apoyarse en cuanto de nuevo está emergiendo en la Iglesia, como los movimientos eclesiales, el despertar de ciertas órdenes religiosas, la fundación de nuevas familias religiosas». Segundo: «Es preciso reconsiderar el papel de la parroquia y la relación entre ésta y todas las realidades eclesiales». Sólo el retorno a este doble valor –la vida y la realidad de la institución–, sólo el retorno a estos valores puede salvar a Europa de un lento envenenamiento.
La institución: parroquia, diócesis...
Así pues, en esta gran circunstancia que vosotros, como pueblo cristiano de esta iglesia local, estáis celebrando, estas palabras del Cardenal de Bruselas constituyen una sugerencia que hemos de acoger, completan lo que hemos de aprender. En un libro suyo, titulado La Iglesia es una Comunión, el cardenal Hamer escribe: «¿Cómo es posible que en una Iglesia particular –por ejemplo, la Iglesia que había en Antioquía, en Corinto, en Roma, igual que la primera Iglesia, la que estaba en Jerusalén (la Iglesia, es decir, la comunidad)–, cómo es que tenían, en la mentalidad del apóstol Pablo y de los primeros cristianos, la misma dignidad que la Iglesia universal, que toda la Iglesia? Pues porque la Iglesia universal, ¿qué representa en el mundo? La presencia de Cristo. Y una Iglesia en Antioquía, ¿qué es? Es la presencia de Cristo allí»9. Por eso el valor es idéntico.
Pero, ¿qué sería una Iglesia en una ciudad si no estuviese, no sólo profudamente ligada a toda la Iglesia, si no se sintiese como el emerger en aquel lugar, el salir a la luz en aquel lugar de toda la Iglesia? La Iglesia es el Cuerpo de Cristo, y una Iglesia particular, una Iglesia local hace emerger, hace visible en aquel lugar el Cuerpo de Cristo.
Por eso la Eucaristía, la Palabra de Dios, el perdón de los pecados –poderes que Cristo ha dado a su Iglesia, a su Cuerpo misterioso en el mundo, al pueblo de Dios todo entero–, viven y son comunicados en la Iglesia local.
Pero, ¿cómo puede la Iglesia universal hacerse presente allí donde viven los hombres? Para eso surgió, en los siglos posteriores, lo que hoy llamamos “parroquia”, que es el emerger de la Iglesia local (de la Iglesia en torno al Obispo) “junto a las casas” –eso es lo que significa precisamente “parroquia” en griego– en las que el hombre habita. Hubo un momento en que toda la vida se hacía junto a las casas: hace tan sólo 50 ó 60 años la vida se desarrollaba cien veces más junto a las casas. Entonces la vida de la Iglesia, la vida del Cuerpo de Cristo, se desarrollaba en la parroquia, estaba asegurada en la parroquia.
Ahora, en la sociedad en que vivimos, ¿qué proporción hay entre las horas que pasamos en casa y, en otros lugares? Pero, y esto es aún más grave, incluso a la mujer que está en casa todo el día, ¿de dónde le viene lo que siente, lo que aprende, de dónde extrae sugerencias e ideas? ¡De la radio, de la televisión! Y la palabra que el sacerdote repite y retoma cada domingo, aunque esté llena de vibración, ¡qué pequeña sería si no estuviese alimentada por la fuerza de la verdad!, pero ¡qué pequeña es en proporción al mundo de palabras y de imágenes que invade la casa del ama de casa de cincuenta o sesenta años!; tanto que ya no se escandaliza de cosas de las que el 98 % de la gente se hubiera escandalizado hace veinte años.
Es así como una concepción secularista, una concepción de la vida y del mundo en la que Dios no tiene nada que ver, lo penetra todo, «permea [incluso] las Iglesias», dijo el Papa en un famoso discurso sobre el ateísmo10.
Por eso, resulta abstracto pensar que uno puede resistir a esta mentalidad sólo con un trabajo sobre su propia conciencia, con un esfuerzo de su inteligencia, de la fe o de la energía de su voluntad. No somos una raza de energúmenos –ni tampoco una raza de santos–; somos santos en cuanto que el Señor nos ha abrazado en el Bautismo y nos ha hecho miembros suyos, pero debe aún conquistar nuestra tierra, debe conquistar la tierra de nuestra mente y de nuestro corazón.
¿Para cuánta gente, entonces, la realidad de Cristo es la percepción de un conocimiento nuevo de las cosas según la fe, de un afecto nuevo según la caridad, de una vida distinta? Y ¿para cuánta gente la fábrica, la universidad, la escuela, la plaza del ayuntamiento se convierten en una ocasión? Afortunado aquel cristiano al que sus compañeros de trabajo le dicen: «Tú eres distinto de los demás. ¿Qué haces para ser así?».
De este modo, lo que una vez provenía del ámbito de la vida de la parroquia, de dentro de los confines de la parroquia, puede proceder hoy en día de lo más lejano de ella, de ambientes en principio totalmente diferentes y hostiles.
¿Qué es lo que importa? Que exista una realidad llamada “Iglesia”, un pueblo que Pablo VI llamaba «realidad étnica sui generis»11; en definitiva, un pueblo real.
¿Lo que importa es que exista una parroquia dotada de una iglesia más o menos bonita y con funciones precisas, o que la fe se difunda? Para que la Igesia se difunda hace falta la iglesia, para que la fe sea sostenida hace falta la parroquia; pero el actor de la evangelización, el verdadero actor es la persona. Y, ¿cómo puede una persona comunicar la fe? En la medida en que está viva en él, es decir, que produce en él un modo de concebir y un modo de sentir diferentes, que se muestran diferentes; y que genera también un modo de actuar diferente –esto lo decimos con mayor timidez, ya que sin el milagro de Dios no podemos ser coherentes–.
Ahora bien, el cardenal Daneels dice: es preciso reconsiderar el papel de la parroquia, y el primer modo de hacerlo es repensar la relación que hay entre ésta y el conjunto de realidades eclesiales12. ¿Por qué? Porque un ámbito restringido, aunque fuera numeroso, no puede generar una adecuada posición mental, una cultura que sepa oponerse a una cultura dominante que penetra no sólo por las ventanas y las puertas, sino incluso por las paredes (¡ya que las ondas hertzianas atraviesan incluso las paredes!).
La relación con la Iglesia cercana a nuestra casa –éste es el primer fundamental e insustituible punto de apoyo de la mente y del corazón del creyente cristiano– puede ser un factor real y activo sólo si comprende, en una relación mucho más vasta, que representa la relación con la Iglesia entera, con sus indicaciones, ideas, sensibilidad ante los problemas, ayuda para afrontarlos.
Esto es también verdad para la Iglesia local llamada “diócesis”. Una diócesis no es capaz por sí misma de generar posiciones mentales, un tipo de cultura, de desarrollar un tipo de sensibilidad y un tipo de acción que logren contestar el ímpetu con el que el mundo entero intenta hacer penetrar su interpretación no cristiana y no religiosa de la vida.
Porque la cultura dominante, la que determina tanto el Este como el Oeste, es la que domina el universo entero, el mundo entero. Por eso se habla de capitalismo, por una parte, y de neo-capitalismo, por otra. Una vez que se elimina a Dios, ¿cuál va a ser el ideal de la vida, sino el consumismo?
La cultura es un fenómeno (justamente en sus factores más determinantes) universal, afecta a todo el mundo. Es la catolicidad de la Iglesia la que es capaz de percibir dónde está el peligro, qué se debe decir y hacer para contestarlo; y es la catolicidad de la Iglesia la que puede sostenernos a la hora de realizar lo que conviene. Por eso es impresionante ver cómo es en el magisterio del Papa (el Obispo al que Cristo ha dicho: «Yo te envío para que confirmes a tus hermanos», es decir, a los otros obispos) donde se encuentran la sensibilidad, la inteligencia, la energía indicativa, el reclamo y el comunicarse de un coraje claros, indefectibles, continuos, coherentes como en ningún otro sitio.
El Señor protege a su Iglesia, pero tiene un instrumento para protegerla, un discriminante último, una garantía última: el Obispo de Roma.
Por eso, para renovar la parroquia lo primero que hace falta es que ésta hunda bien sus raíces –inteligencia, oídos, ojos, corazón– en ese gran tejido que es la Catholica, como dijo el Papa en Loreto, es decir, en la Iglesia universal.
Una parroquia estará más viva, por lo tanto, cuanto más tienda a vivir la Iglesia universal. Un ejemplo de ello es el ímpetu misionero, expresado de modos muy variados: vocaciones al sacerdocio, vocaciones consagradas, vocaciones de entrega a Dios, colaboración con el trabajo sacrificado de la Iglesia en las lejanas tierras de misión, colaboración económica –que para muchos cristianos significará privarse realmente de algo–, cristianos que rezan. Todo esto es síntoma de una realidad viva.
Los movimientos...
Por eso, la parroquia, hundiendo sus raíces en la Iglesia local –y ésta profundizando su autoconciencia dentro de la percepción de su unidad con la Iglesia universal– necesita de una colaboración cada vez más estrecha entre la estructura tradicional (que viene del pasado) y la novedad aportada por los movimientos. Estos presentan una originalidad y vivacidad que responden a las exigencias de los tiempos modernos: características que, aunque «pueden crear problemas en la estructura organizada de la Iglesia, deben ser sin embargo valoradas»13.
Intentemos comprender brevemente la esencia de este fenómeno. Que en una familia en lugar de un hijo haya cuatro más –es decir, cinco–, puede generar problemas; de hecho genera problemas. Pero no parece justo suprimir los hijos para que la vida de la casa sea más sencilla. Una casa con cinco hijos es ciertamente más rica desde el punto de vista humano que una casa con un solo hijo. Aunque pueda parecer una observación banal no creo que sea del todo inútil.
De hecho el Papa, dirigiéndose a los sacerdotes de Comunión y Liberación reunidos hace dos semanas –xactamente el 12 de septiembre– en Castelgandolfo, explicó de modo admirable la naturaleza de este problema, de este fenómeno que es el movimiento y de su relación con la institución.
Decía el Papa: «La Iglesia, nacida de la Pasión y Resurrección de Cristo y de la efusión del Espíritu, difundida en todo el mundo y en todos los tiempos sobre el fundamento de los Apóstoles y de sus sucesores, se ha visto enriquecida a lo largo de los siglos por la gracia de dones siempre nuevos»14. ¿Qué es el don? Es un término para indicar el Espíritu; el don por excelencia es el del Espíritu, donum Dei Altissimi. ¿En qué consiste el don del Espíritu? En la capacidad que la mente y el corazón del hombre han recibido de Dios para comprender qué es la fe, para desear vivirla y para tener una cierta energía que nos permita comenzar a intentar vivirla. El don del Espíritu es aquello que vivifica: no en vano se dice «Veni Creator Spiritus».
El don del Espíritu es la energía con la que el Señor, Cristo Resucitado, alcanza al hombre y, de un modo persuasivo, sugestivo e impulsivo le hace comprender quién es, le hace comprender la gran verdad de la vida del mundo que permite al hombre ser cada vez más consciente, estar más convencido y deseoso de vivir. Y le hace capaz de reemprender continuamente, de modo infatigable, su camino para vivir cada vez más, para descubrir de modo siempre más auténtico, siempre más profundo, la inagotable fecundidad del propio Principio que es Cristo. Conocer cada vez más a Cristo y a la Iglesia es comprender cada vez más a Cristo a través del tiempo que pasa, a través de los avatares de la historia.
«¡Quien es de Cristo posee su Espíritu!»15.
El animal no puede comprender al hombre, sólo el hombre puede comprender a otro hombre, porque posee el mismo espíritu. De este modo, la profundidad del misterio sólo la penetra el Espíritu. La carne, es decir, el hombre en cuanto naturaleza, no puede comprenderla. Es el don del Espíritu el que permite comprender. Por eso, hemos de pedir siempre a la Virgen que nos dé el Espíritu de Cristo. Así, del mismo modo que en Ella Cristo vino al mundo por obra del Espíritu, en nosotros se produce el conocimiento y el amor a lo que en Ella y por Ella ha nacido por obra del Espíritu. El Espíritu lo es todo, el Espíritu vivifica.
Pero, ¿cómo se da este don? ¿Cómo se comunica el Espíritu? En muchas ocasiones han sido los mismos papas y obispos los portadores de esta energía carismática de reforma. “Carisma” es el nombre que se usa para designar al Espíritu como energía que vivifica la fe, pero conforme a una modalidad característica.
Otras veces, el Espíritu ha querido que fuesen sacerdotes o laicos quienes iniciaran y fundaran una obra de renacimiento eclesial que permitiera vivir la pertenencia a la única Iglesia y el servicio al único Señor.
«¡El Espíritu sopla donde quiere!»16.
Normalmente entra en la vida de la Iglesia y, por tanto, del individuo y de los fieles, a través de personas que generan, que producen una especie de movimiento, que ponen en movimiento. Movimiento no quiere decir que se agitan, sino que mueven el alma, mueven el corazón. El nacimiento de un movimiento es el nacimiento de corazones movilizados, de conciencias provocadas, de persuasividad, de pedagogía nueva, de una nueva capacidad educativa, de un gusto nuevo, de una capacidad nueva de obrar en la Iglesia, conforme al momento presente; y este nacimiento es el don del Espíritu, que se comunica usando siempre personas.
«El Espíritu sopla donde quiere y donde sopla crea un movimiento, porque el Espíritu es para toda la Iglesia», observa el cardenal Ratzinger en su bellísimo libro Informe sobre la fe17. El Espíritu no se da al individuo para sí, sino para la Iglesia; al individuo para la Iglesia. Éste es, pues, el origen. Después, el Papa insiste de nuevo, para que no olvidemos lo que nos ha sucedido. «Así como la Gracia objetiva del encuentro con Cristo ha llegado a nosotros por medio de encuentros con personas concretas de las que recordamos con gratitud el rostro, las palabras, las circunstancias, del mismo modo Cristo se comunica con los hombres mediante la realidad de nuestro sacerdocio, asumiendo todos los aspectos de nuestra personalidad y sensibilidad»18. Precisamente en este sentido se llama “carisma”.
Pero ¿qué es su familia para una madre y un padre que viven la fe?, ¡Es un pequeño movimiento! Es así como han recibido a sus dos, tres, cuatro o cinco hijos.
Pero para aclarar aún más lo que caracteriza un movimiento podemos decir: un movimiento es una lucha contra el «desgaste de la rutina». Si encuentro a una persona que vive la fe y me comunica esta vivacidad yo, allí donde esté, comunicaré la fe con vivacidad: en mi lugar de trabajo o en el campamento de verano, en la catequesis en la parroquia o discutiendo en la universidad.
« Es una ley universal el que se cree una comunión así». Cuando uno vive su fe gracias a un carisma vivo se crean afinidades. Puede que muchos no se sientan afines, pero muchos otros se verán persuadidos y entonces comenzarán a seguirlo y se creará una comunión. Es precisamente esto lo que nos sostiene en la vida cristiana, en la diócesis, en el mundo.
«Vivirla [esta comunión] es un aspecto de la obediencia al gran misterio del Espíritu. Por eso, un auténtico movimiento es como un alma que alimenta desde dentro la institución», que alimenta la institución, es decir, que alimenta la Iglesia, la Iglesia total, la Iglesia diocesana, la Iglesia parroquial.
«No es una estructura alternativa a la institución»: un movimiento no es una estructura alternativa a la única estructura institucional, que es la estructura objetiva de la Iglesia, sino un alma dentro de ella, que da vida a la gente dentro de ella. Como cuando los soldados se lanzaban al asalto al toque de corneta; la corneta no era una alternativa a las órdenes del capitán, pero electrizaba los corazones para que lo siguiesen.
Por eso, un auténtico movimiento «es fuente de una presencia que regenera continuamente la verdad existencial e histórica de la institución». Es el movimiento el que regenera la verdad existencial e histórica de la institución, pues si no la institución en sí misma se reduce a los muros de la iglesia, se vuelve rutinaria, formal.
De hecho, ¿cuántos de nosotros resistirían al examen que haría san Pedro, conforme a lo que dijo: «Sabed dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere»?19. Precisamente porque la mayoría de nosotros no ha comunicado esta esperanza a otros y, por tanto, la ha dejado agostarse dentro de sí. Porque una vida o crece o se agosta, se atrofia.
La verdad que es siempre «Christus heri et hodie, ipse et in saecula», la verdad de siempre, debemos saber traducirla en percepciones, juicios y respuestas nuevas, conforme a las exigencias, las afirmaciones y las obras en las que el mundo de hoy se expresa. Por lo que, si esta comunión eclesial no se expresa en la comunidad, en la comunión reconocida y vivida dentro del trabajo o del colegio, dentro de la universidad o de la vida social y en la política, es como si no existiese, se atrofia, es una comunionalidad separada de la vida.
El signo de que un movimiento aporta vida a la Iglesia, el primer signo es que quien lo vive está lleno de estima, de atención, de aprecio, de deseo de colaborar con los otros movimientos.
Quien está lleno de estima ama y colabora con la vida del otro.
Las dos grandes tareas que el Papa ha encomendado a los movimientos, al hablar a los sacerdotes de CL, son:
1° Educar en la oración, especialmente en la oración sacramental.
Ha habido una época en que se produjo un gran retorno a los sacramentos, especialmente a la Comunión diaria –a la confesión mucho menos, y esto es síntoma de algo que todavía hay que hacer–, pero en estos últimos tiempos esto se ha perdido mucho, ha disminuido mucho.
Un movimiento auténtico, es decir, una experiencia de vida cristiana carismática viva, se distingue sobre todo por su capacidad de incrementar y educar en la oración, especialmente en la oración sacramental.
2° El segundo aspecto es el indicado por el Papa cuando dice: «No ahorréis esfuerzos... sed maestros de la cultura cristiana, de esa concepción nueva de la existencia que Cristo ha traído al mundo y sostened los intentos de vuestros hermanos de modo que esta cultura se exprese en formas cada vez más incisivas de responsabilidad civil y social. Participad con dedicación en esa obra de superación de la fractura entre el Evangelio y la cultura, a la que he invitado a toda la Iglesia italiana (en Loreto). ¡Sentid toda la grandeza y la urgencia de una nueva evangelización de vuestro país! ¡Sed los primeros testigos de ese ímpetu misionero que he dado como consigna a vuestro movimiento!20.
La oración y la fe que se traduce en cultura son un modo nuevo de concebir las dimensiones de la vida: la modalidad de la relación hombre-mujer, la modalidad de la educación, la modalidad de la escuela y, por tanto, de la enseñanza, la modalidad del trabajo, de las relaciones entre vecinos y, por tanto, entre ciudadanos, el modo nuevo de concebir la asistencia a los enfermos. Oración, especialmente la Eucaristía, y compromiso: ésta es la misión.
Y así, la fe no puede no tender, no desear realizar una sociedad y un mundo en el que exista «una civilización de la verdad y del amor»21. Pero, ¿qué quiere decir instaurar una civilización de la verdad y del amor sino vivir las relaciones humanas conforme a la verdad y el amor de Cristo? Pues es viviendo las relaciones humanas conforme a la verdad y el amor de Cristo como el hombre irá al Paraíso. De ahí que ese objetivo esté dentro de éste; en la teología cristiana se llama “mérito”. Lo que nos hace ir al Paraíso es el mérito. ¿Qué es el mérito? Es el cambio, conforme a la fe, del modo de nuestras acciones y, por tanto, de nuestras relaciones, de todas.
Por eso, en la medida en que vuestra parroquia se vea enriquecida e inundada por estos carismas o estos movimientos que el Espíritu dicta, a través en primer lugar de la figura del sacerdote, tanto más abundará en propuestas, en reclamos y en esperanza para todos; excepto para aquellos que no quieren oír.
Notas:
1 S. Mazza, «L'indifferenza religiosa peggio dell'ateismo di Stato», en Avvenire, 10 de octubre de 1985, p. 10.
2 Il Papa a Loreto, Documenti n. 4, supplemento a Litterae Communionis - Cl, 4 (1985), p. 10.
3 Cfr. 1Tim 4,4.
4 Cfr. Mt 12,36.
5 Cfr. Jn 1,18.
6 Cfr. Mt 15,18.
7 Jn 17,9.
8 Esta cita y las siguientes están tomadas de S. Mazza, «L'indifferenza religiosa…», o.c.
9 Jean Jerome Hamer, La Chiesa è una Comunione, Morcelliana 1985.
10 Discurso de Juan Pablo II en el Congreso «Evangelización y ateísmo», 10 de octubre de 1980 en La traccia, n. 9, 15 de noviembre de 1980, p. 818 .
11 Pablo VI, Audiencia general, 23 de julio de 1975, en L'Osservatore Romano, 25 de julio de 1975.
12 Cfr. S. Mazza, «L'indifferenza religiosa…», o.c.
13 Ibidem.
14 I movimenti nella missione della Chiesa, Documenti n. 5, supplemento a Litterae Communionis - Cl, 11 (1985), p. 23.
15 Cfr. 1Jn 4,12-15.
16 Jn 3,8.
17 Cfr. V. Messori - J. Ratzinger, Rapporto sulla fede, San Paolo 1985, p. 40-43.
18 Esta cita y las siguientes están tomadas de I movimenti nella missione della Chiesa…, o.c., pp. 24-25.
19 1Pe 3,15.
20 I movimenti nella missione della Chiesa…, o.c., p. 26.
21 Mensaje de Juan Pablo II al Meeting para la amistad entre los pueblos, Rímini, 29 de agosto de 1982.
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