Provocados por el insistente reclamo de don Giussani a la figura de la Virgen, «el método necesario para tener una familiaridad con Cristo» (de la Carta a la Fraternidad del 22 de junio de 2003), Huellas comienza un viaje a través de los momentos de la historia marcados por la presencia de María, que nos llevará de la época de los primeros concilios a la época napoleónica, de Guadalupe y Lourdes a Loreto, de Lepanto y Czestochowa hasta el Oriente Medio actual, la tierra en la que vivió María. Estos pasajes cruciales de la historia, en los que la vida del pueblo y la libertad de la Iglesia estaban amenazadas, tienen el sello de una intervención milagrosa de la Madre de Dios. Y por este motivo el mundo está lleno de las huellas de su paso, misterioso pero real
Proponemos un extracto de la encíclica de Juan Pablo II Redemptoris Mater
María sigue «precediendo» al Pueblo de Dios. Su excepcional peregrinación de la fe representa un punto de referencia constante para la Iglesia, para los individuos y comunidades, para los pueblos y naciones, y, en cierto modo, para toda la humanidad. (…) Los que a través de los siglos, de entre los diversos pueblos y naciones de la tierra, acogen con fe el misterio de Cristo, Verbo encarnado y Redentor del mundo, no sólo se dirigen con veneración y recurren con confianza a María como a su Madre, sino que buscan en su fe el sostén para la propia fe. Y precisamente esta participación viva de la fe de María decide su presencia especial en la peregrinación de la Iglesia como nuevo Pueblo de Dios en la tierra. (…)
María está presente en la misión y en la obra de la Iglesia que introduce en el mundo el Reino de su Hijo. Esta presencia de María encuentra múltiples medios de expresión en nuestros días al igual que a lo largo de la historia de la Iglesia. Posee también un amplio radio de acción; por medio de la fe y la piedad de los fieles, por medio de las tradiciones de las familias cristianas o «iglesias domésticas», de las comunidades parroquiales y misioneras, de los institutos religiosos, de las diócesis, por medio de la fuerza atractiva e irradiadora de los grandes santuarios, en los que no sólo los individuos o grupos locales, sino a veces naciones enteras y continentes, buscan el encuentro con la Madre del Señor, con la que es bienaventurada porque ha creído; es la primera entre los creyentes y por esto se ha convertido en Madre del Emmanuel. Este es el mensaje de la tierra de Palestina, patria espiritual de todos los cristianos, al ser patria del Salvador del mundo y de su Madre. Este es el mensaje de tantos templos que en Roma y en el mundo entero la fe cristiana ha levantado a lo largo de los siglos. Este es el mensaje de los centros como Guadalupe, Lourdes, Fátima y de los otros diseminados en las distintas naciones, entre los que no puedo dejar de citar el de mi tierra natal, Jasna Gora. Tal vez se podría hablar de una específica «geografía» de la fe y de la piedad mariana, que abarca todos estos lugares de especial peregrinación del Pueblo de Dios. (…)
Se puede afirmar que María sigue repitiendo a todos las mismas palabras que dijo en Caná de Galilea: «Haced lo que él os diga». En efecto es Él, Cristo, el único mediador entre Dios y los hombres; es Él «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 4, 6); es Él a quien el Padre ha dado al mundo, para que el hombre «no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). La Virgen de Nazaret se ha convertido en la primera «testigo» de este amor salvífico del Padre y desea permanecer también su humilde esclava siempre y por todas partes. (…)
Al final de la cotidiana liturgia de las Horas se eleva, entre otras, esta invocación de la Iglesia a María: «Salve, Madre soberana del Redentor, puerta del cielo siempre abierta, estrella del mar; socorre al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse, tú que para asombro de la naturaleza has dado el ser humano a tu Creador». (…)
Estas palabras se refieren a todo hombre, a las comunidades, a las naciones y a los pueblos, a las generaciones y a las épocas de la historia humana, a nuestros días, a estos años del Milenio que está por concluir: «Socorre, sí, socorre al pueblo que sucumbe». Esta es la invocación dirigida a María, «santa Madre del Redentor», es la invocación dirigida a Cristo, que por medio de María ha entrado en la historia de la humanidad. Año tras año, la antífona se eleva a María, evocando el momento en el que se ha realizado este esencial cambio histórico, que perdura irreversiblemente: el cambio entre el «caer» y el «levantarse». Entre la muerte y la vida.
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