Extracto del Mensaje de Juan Pablo II para la celebración de la Jornada Mundial de la paz
Los cristianos sentimos, como característica propia de nuestra religión, el deber de formarnos a nosotros mismos y a los demás para la paz . En efecto, para el cristiano proclamar la paz es anunciar a Cristo que es «nuestra paz » (Ef 2,14). (…) Ésta se ha de construir sobre las cuatro bases indicadas por el Beato Juan XXIII en la Encíclica Pacem in terris: la verdad, la justicia, el amor y la libertad. Se impone, pues, un deber a todos los amantes de la paz: educar a las nuevas generaciones en estos ideales, para preparar una era mejor para toda la humanidad. (…) La Segunda Guerra Mundial, con los horrores y las terribles violaciones de la dignidad humana que causó, llevó a una renovación profunda del ordenamiento jurídico internacional. La defensa y promoción de la paz fueron el centro de un sistema normativo e institucional actualizado ampliamente. Para proteger la paz y la seguridad global, y fomentar los esfuerzos de los Estados para mantener y garantizar estos bienes fundamentales de la humanidad, los Gobiernos crearon una organización específica al respecto la Organización de las Naciones Unidas con un Consejo de Seguridad dotado de amplios poderes de acción. Como eje del sistema se puso la prohibición del recurso a la fuerza. Una prohibición que, según el conocido Cap. VII de la Carta de las Naciones Unidas, prevé únicamente dos excepciones. Una confirma el derecho natural a la legítima defensa, que se ha de ejercer según las modalidades previstas en el ámbito de las Naciones Unidas; por consiguiente, dentro también de los tradicionales límites de la necesidad y de la proporcionalidad. La otra excepción es el sistema de seguridad colectiva, que atribuye al Consejo de Seguridad la competencia y responsabilidad para el mantenimiento de la paz, con poder de decisión y amplia discrecionalidad. El sistema elaborado con la Carta de las Naciones Unidas debía haber preservado a «las futuras generaciones del azote de la guerra, que dos veces, en el arco de tiempo de una vida humana, ha infligido indecibles sufrimientos a la humanidad». En los decenios sucesivos, sin embargo, la división de la comunidad internacional en bloques contrapuestos, la guerra fría en una parte del globo terrestre, así como los violentos conflictos surgidos en otras regiones y el fenómeno del terrorismo, han producido un alejamiento creciente de las previsiones y expectativas de la inmediata posguerra. Sin embargo, es preciso reconocer que la Organización de las Naciones Unidas, incluso con límites y retrasos debidos en gran parte al incumplimiento por parte de sus miembros, ha contribuido a promover notablemente el respeto de la dignidad humana, la libertad de los pueblos y la exigencia del desarrollo, preparando el terreno cultural e institucional sobre el cual construir la paz. La acción de los Gobiernos nacionales recibirá un gran impulso al constatar que los ideales de las Naciones Unidas están muy extendidos, especialmente a través de los gestos concretos de solidaridad y de paz de tantas personas que trabajan en las Organizaciones No Gubernativas y en los Movimientos en favor de los derechos humanos. Se trata de un significativo estímulo para una reforma que capacite a la Organización de las Naciones Unidas para funcionar eficazmente en la consecución de sus propios objetivos estatutarios, todavía válidos: « la humanidad, enfrentada a una etapa nueva y más difícil de su auténtico desarrollo, necesita hoy un grado superior de ordenamiento internacional». Los Estados deben considerar este objetivo como una precisa obligación moral y política, que requiere prudencia y determinación. Renuevo a este respecto el deseo formulado en 1995: «Es preciso que la Organización de las Naciones Unidas se eleve cada vez más de la fría condición de institución de tipo administrativo a la de ser centro moral, en el que todas las naciones del mundo se sientan en su casa, desarrollando la conciencia común de ser, por así decir, una “familia de naciones”». (…) La plaga del terrorismo se ha hecho más virulenta en estos últimos años y ha producido masacres atroces que han obstaculizado cada vez más el proceso del diálogo y la negociación, exacerbando los ánimos y agravando los problemas, especialmente en Oriente Medio. Sin embargo, para lograr su objetivo, la lucha contra el terrorismo no puede reducirse sólo a operaciones represivas y punitivas. Es esencial que incluso el recurso necesario a la fuerza vaya acompañado por un análisis lúcido y decidido de los motivos subyacentes a los ataques terroristas. Al mismo tiempo, la lucha contra el terrorismo debe realizarse también en el plano político y pedagógico: por un lado, evitando las causas que originan las situaciones de injusticia de las cuales surgen a menudo los móviles de los actos más desesperados y sanguinarios; por otro, insistiendo en una educación inspirada en el respeto de la vida humana en todas las circunstancias. En efecto, la unidad del género humano es una realidad más fuerte que las divisiones contingentes que separan a los hombres y los pueblos. (…) En todo caso, los Gobiernos democráticos saben bien que el uso de la fuerza contra los terroristas no puede justificar la renuncia a los principios de un Estado de derecho. Serían opciones políticas inaceptables las que buscasen el éxito sin tener en cuenta los derechos humanos fundamentales, dado que !el fin nunca justifica los medios¡ (…) Al final de estas reflexiones considero obligado, no obstante, recordar que, para instaurar la verdadera paz en el mundo, la justicia ha de complementarse con la caridad. El derecho es, ciertamente, el primer camino que se debe tomar para llegar a la paz. Y los pueblos deben ser formados en el respeto de este derecho. Pero no se llegará al final del camino si la justicia no se integra con el amor. A veces, justicia y amor aparentan ser fuerzas antagónicas. Verdaderamente, no son más que las dos caras de una misma realidad, dos dimensiones de la existencia humana que deben completarse mutuamente. Lo confirma la experiencia histórica. Ésta enseña cómo, a menudo, la justicia no consigue liberarse del rencor, del odio e incluso de la crueldad. Por sí sola, la justicia no basta. Más aún, puede llegar a negarse a sí misma, si no se abre a la fuerza más profunda que es el amor. Por eso he recordado varias veces a los cristianos y a todas las personas de buena voluntad la necesidad del perdón para solucionar los problemas, tanto de los individuos como de los pueblos. ¡No hay paz sin perdón! Lo repito también en esta circunstancia, teniendo concretamente ante los ojos la crisis que sigue arreciando en Palestina y en Medio Oriente. No se encontrará una solución a los graves problemas que aquejan a las poblaciones de aquellas regiones, desde hace demasiado tiempo, hasta que no se decida superar la lógica de la estricta justicia para abrirse también a la del perdón. El cristiano sabe que el amor es el motivo por el cual Dios entra en relación con el hombre. Es también el amor lo que Él espera como respuesta del hombre. Por eso el amor es la forma más alta y más noble de relación de los seres humanos entre sí. (…)Al principio de un nuevo año deseo recordar a las mujeres y a los hombres de cada lengua, religión y cultura el antiguo principio: «Omnia vincit amor!» (Todo lo vence el amor). ¡Sí, queridos hermanos y hermanas de todas las partes del mundo, al final vencerá el amor! Que cada uno se esfuerce para que esta victoria llegue pronto. A ella, en el fondo, aspira el corazón de todos.
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