LA DEDICATORIA DE FRANCESCO
Pelo blanco y cara oscura. Francesco tenía ese aspecto aquel sábado. La culpa la tenían quién sabe qué pensamientos que le bailaban en la cabeza, mientras atravesaba la puerta de cristal arrastrando los pies. Imaginaos, por tanto, cuando vio a aquellas muchachas que le salían al encuentro, con el peto amarillo y octavilla en mano. Dos caras desconocidas. Sonreían. Él estaba rebuscando en el bolsillo algo de calderilla, y ellas se habían puesto a hablarle: los pobres, la bolsa, la colecta… Francesco no nos conoce: «Tengo noventa años y soy pensionista, ¿qué queréis de mí». Un empujón al carrito y a hacer la compra. Y adios a las dos pelmazas que se han quedado sin habla frente al bufido que le ha soltado. Pero la cosa le duró poco. Apenas tres pasos, y a sus espaldas sobresale otra voz. «Buenos días. ¿Sabe? Le he escuchado cuando ha entrado… Vamos, que quería felicitarle por sus noventa años». Esta vez era un hombre. El mismo peto amarillo y la misma sonrisa.
Un segundo. Una mirada. Y en la vida de Francesco entra de golpe algo imprevisible. En lugar de seguir adelante, hace una extraña pregunta: «¿Cuánto son seis por tres?». El otro le mira, perplejo: «Dieciocho, ¿por qué?». «Yo nací el 3 del 6 de 1918. A las diez de la mañana, cuando los funcionarios toman el café». Empieza a hablar de él. De su vida. De la familia. De los momentos felices y los tristes. «Y yo estaba allí, escuchándole. Él había elegido pasar un poco de tiempo conmigo y yo con él», cuenta Luca, el mismo que la ha felicitado. «Al final, le ofrecí otra vez una bolsa, invitándole a comprar algo como gesto de caridad para los que como él pasan momentos difíciles». Francesco sonríe, empuja el carrito y desaparece entre los estantes. Le volverán a ver a la salida con su ofrenda en la mano. Veinte latas de judías y otras veinte de carne. Busca a Luca para dárselo a él en persona. Y le dice: «Tengo en casa una imagen de la Virgen de Lourdes que para mí es muy importante. Si me prometes que la cuidarás, te la traigo». Imaginaos la cara de Luca. «Fuera llovía, hacía frío. Le pregunté si vivía cerca. Me dijo que sí. Acepté».
Media hora después vuelve Francesco. Saca de la bolsa mojada una estampita. Preciosa. Detrás, una frase impresa: «La Virgen que se muestra es la imagen de Dios que se ha hecho Padre Nuestro, porque quiere llevarnos a la libertad de los hijos que lo escuchan obedeciendo». Y una dedicatoria, escrita a mano: «A Luca de la colecta, de Francesco». Un abrazo, un beso, y se va.
«Lloré, conmovido», cuenta hoy Luca en una carta: «Y se lo conté a todos los voluntarios de mi turno. Porque Él, antes de hacerse presente, no me pregunta si estoy o no dispuesto a reconocerle. Se presenta cuando Él quiere. Y basta».
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