Con la nueva guerra que ha azotado estos días la Franja de Gaza se ha puesto de manifiesta la terrible evidencia de que este enfrentamiento, último de una serie innumerable de conflictos que ensangrienta Tierra Santa desde hace décadas, no servirá para resolver los gravísimos problemas de la región. La preocupación y el sentimiento de impotencia crecen ante la muerte de inocentes, ante los sufrimientos de las poblaciones civiles y ante la monstruosa ideología fundamentalista de Hamas, que apunta explícitamente a la destrucción del Estado de Israel y que, violando la tregua con el lanzamiento continuo de razias, ha provocado la reacción de Israel con la fuerza militar.
«Una vez más, quisiera señalar que la opción militar no es una solución y la violencia, venga de donde venga y bajo cualquier forma que adopte, ha de ser firmemente condenada. Deseo que, con el compromiso determinante de la comunidad internacional, la tregua en la franja de Gaza vuelva a estar vigente, ya que es indispensable para volver aceptables las condiciones de vida de la población, y que sean relanzadas las negociaciones de paz renunciando al odio, a la provocación y al uso de las armas» (Discurso de Benedicto XVI al Cuerpo diplomático, 8 enero 2009).
La voz del Papa que se ha alzado muchas veces de forma incansable ante este nuevo conflicto en Tierra Santa, ha sido recibida formalmente con respeto por muchas personas como un altísimo reclamo espiritual y moral, pero sustancialmente reducida a un “pacifismo” de principio, sin posibilidad real de incidencia concreta. Más aún, no han faltado las voces que reprueban a la Iglesia por su ambigüedad e indecisión al (no) defender, con Israel, los valores de democracia y libertad de la civilización occidental, amenazados por el creciente fundamentalismo islámico, raíz ideológica de un terrorismo ciego y devastador. A los repetidos llamamientos de Benedicto XVI les está reservada la misma suerte que los que hiciera Juan Pablo II con ocasión de la guerra en Iraq.
Por el contrario, nosotros no consideramos las enseñanzas del Papa como un mero reclamo ideal y espiritual, sino como un juicio histórico concreto cargado de razonabilidad y de realismo. ¿Existe una guerra “justa”, en las condiciones actuales? El derecho-deber de la legítima defensa puede implicar el uso de la fuerza, pero la responsabilidad de los gobernantes, según la doctrina católica tradicional, debe responder a algunas condiciones rigurosas: que el daño causado por la agresión sea duradero, grave y cierto; que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces; que se reúnan las condiciones serias de éxito; que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 2309). ¿Se puede prescindir de estas condiciones a la hora de valorar la necesidad y la proporcionalidad de la opción militar ante las nuevas y terribles amenazas, que nacen del odio absoluto y de la propagación sistemática de la práctica terrorista propia de Hamas? Se puede ganar la guerra, y se puede perder siempre la paz, esa paz que Israel y la grandísima mayoría del pueblo palestino desean vivamente.
El Papa recordaba también el 8 de enero que no se podrá alcanzar una «difícil pero indispensable reconciliación» «sin adoptar un acercamiento global a los problemas de estos países, en el respeto de las aspiraciones y de los legítimos intereses de todas las poblaciones involucradas». E indicaba de nuevo que este arduo camino pasa también a través del diálogo entre Siria e Israel, de la consolidación efectiva de las instituciones en Líbano, de la lentísima vuelta de la democracia a Iraq y de la necesaria solución diplomática de la delicada controversia sobre el programa nuclear iraní.
Ante la complejidad de los escenarios y la tragedia de los eventos, la mayor tentación es la de una desesperación sin futuro, que lleva a censurar el grito y las aspiraciones del corazón de una paz duradera y una convivencia digna y que se niega a reconocer los brotes de esperanza que ya existen. La persona del Papa y su enseñanza son uno de estos brotes, junto a la presencia y las obras de muchos hombres de buena voluntad –cristianos, judíos y musulmanes– en Tierra Santa y en otros lugares.
La terrible situación actual, con sus escasas vías de salida, casi nos obliga a reconocer que la paz es imposible para el hombre, mientras no la reconozca como un don de Dios. Es necesario pedir la paz y cultivar cuidadosamente sus renuevos, de forma que, pase lo que pase, nunca decaiga la esperanza.
*Profesor de Introducción a la teología en la Universidad Católica de Milán
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