Repartir comida a los indigentes en un comedor cerca de Notting Hill. Un gesto de caridad que puede parecer poco en tiempos de emergencia, pero que es capaz de cambiar a quien lo hace
Londres. Es domingo, después de comer. El pequeño patio de la parroquia de ladrillos rojos de St. Pius X (en North Kensington, barrio popular a dos pasos del elegante Notting Hill) se llena de personas sin techo, inmigrantes y pobres de todo tipo. Llegan uno tras otro. En total, acuden alrededor de un centenar. Los reciben dos misioneras de la Caridad (las hermanas de la Madre Teresa de Calcuta), y les invitan a bajar a un salón en el que apenas caben. Falta poco para las 15 horas, momento en que comienza la Misa. No todos entran, algunos se quedan fuera fumando. Esperan el plato caliente que las hermanas repartirán al final. Para ayudarlas, una veintena de voluntarios: es la caritativa de la comunidad de CL de Londres.
«Servimos un poco de carne con puré y lavamos los platos, eso es todo –cuenta Riccardo, que trabaja en el departamento de marketing de una multinacional–. Algunos al final dan las gracias, pero muchos no lo hacen. Algunos preguntan si quedan sobras (“Take away! Take away!”), para un amigo o para ellos mismos. Nuestro gesto es muy sencillo, no parece cambiar la sociedad como querrían las charities británicas. El que cambia soy yo: esos mendigos me están haciendo comprender cada vez más quién soy yo y qué quiero de la vida». Muchos están alcoholizados. «Otros proceden de historias de droga o de cárcel –explica Dionino, que trabaja en el mundo de las finanzas–. Muchos son simplemente ancianos en busca de compañía. Para mí, ir allí supone una educación continua». Hasta el punto de que cambia la forma de estar en la oficina: «Empiezas a caer en la cuenta de las personas que están a tu lado, por ejemplo del compañero que tiene necesidad de que le echen una mano».
Un gesto precioso en sí mismo, pero todavía más, debido a la situación actual de crisis, en la que sale a la luz la verdadera necesidad del hombre: no tanto el bienestar material, como la necesidad de tener cerca a alguien. También los pobres han comprendido que allí encuentran mucho más que un plato de carne. Así es para Hailu, de origen etíope, que dijo un día al grupo de voluntarios: «Tal vez nos os dais cuenta, pero para mí sois los brazos de Cristo». Algunos de ellos, conquistados por la gratuidad de la que son objeto, han querido a su vez ayudar a los demás. Cuenta Ulisse, doctorando de astrofísica en Durham: «La última vez que fui a la caritativa un vagabundo de nombre John me pidió que comiera con él. Le respondí que no estaba allí para comer, sino para servirles. Un instante después, John se puso a repartir comida a los otros indigentes. Antes de irse me dijo: “¡Cómo me gustaría que mis amigos fuesen como tú!”».
Las hermanas de la Madre Teresa no necesitan circunloquios para describir el corazón de este gesto: «Deseamos sencillamente compartir el amor de Dios con los demás». Por eso la tarde del 20 de diciembre vinieron con los amigos de CL a Kilburn High Road, en la periferia de Londres, para cantar con nosotros unos villancicos: «Hemos querido llevar la luz de Cristo a la oscuridad de nuestra ciudad. Sin miedo de contar a todos quién nació aquella noche». Pero esta vez han sido los mendigos los que han ofrecido un té caliente a los que se paraban a mirar con curiosidad.
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